Me queda la palabra
¿Qué hay en un nombre?, se pregunta Julieta preocupada por el apellido de su Romeo. Y sigue: por más que la llamemos de otra forma, la rosa seguiría oliendo igual de dulce. Sin embargo, los nombres y las palabras son objeto de discusiones y regulaciones, hasta en la ciencia. Parece sacado de una novela de Ray Bradbury, pero no… es el mundo que nos toca vivir. Imaginemos que nos molestan ciertas palabras o, mejor, las ideas detrás de esas palabras. Presto, voilá, done: prohibimos el uso de esas palabras y se acabó el problema, ¿verdad? No, no es ciencia ficción, está sucediendo, y tiene bastante que ver con la ciencia.
Si bien no están formalmente "prohibidas", el prestigiosísimo Centro de Control y Prevención de Enfermedades (CDC) de los Estados Unidos sugiere que los investigadores no usen siete palabras en sus pedidos de presupuesto: basado en evidencia, basado en ciencia, vulnerable, feto, transgénero, diversidad o derecho. Esto fue reportado originalmente por The Washington Post y, aunque se pretendió bajarle mucho el tono al asunto, no deja de ser escalofriante. Desde el CDC se ha argumentado que esto puede ayudar a que los legisladores vean con mejores ojos los pedidos de financiamiento de la ciencia.
Alguien podría argumentar que las palabras son inocuas, que siempre se pueden usar otras metáforas para decir lo mismo… pero no: las palabras son poderosas, influyen en nuestra percepción del mundo y no son nada inocentes. Y las usamos en un contexto y en una época determinadas que les dan un significado muy específico: no son fácilmente intercambiables, y menos cuando se trata del lenguaje científico, que se pretende unívoco, elegante y técnico. Pensamos en las cosas cuando las nombramos; sin un nombre, todo queda en el aire.
Y no son cualquier palabra, además. Si no decimos "transgénero", no podemos identificarlo y conocerlo, se caen categorías de la biblioteca de la diversidad (ah, no… diversidad no se puede decir). Eliminar la palabra "feto" también tiene una estrategia detrás, no es simplemente sacarla del diccionario. Las academias de ciencia se han pronunciado enérgicamente en contra de estas recomendaciones, recordando que las políticas basadas en evidencia han llevado a la prosperidad, mejor salud y mayor bienestar.
Algo similar pasa en el mundo del cambio climático. Ah, no, quise decir "climas extremos", como corresponde llamarlo en términos políticamente correctos. Y nada de "reducir gases de efecto invernadero": ¿qué tal "mejorar la eficiencia del uso de nutrientes y fortalecer la materia orgánica del suelo"? De nuevo: no es la estrategia del avestruz la que va a hacer desaparecer los problemas; las discusiones no deben pasar por diccionarios más cortos o más largos, sino por lo que realmente queremos decir o investigar.
Pero siempre hay una de cal y una de arena: otras regulaciones pueden ser muy bienvenidas (y allí, Estados Unidos ha sido pionero), como el control del nivel de nicotina en cigarrillos (de papel y electrónicos), qué hacer con las tecnologías de edición de ADN, controlar la información que se pone en los paquetes de los alimentos (¡y el tamaño de la letra!) o revisar la lista de sustancias permitidas en las construcciones, como el asbesto (que en la Argentina está prohibido, pero no es así en muchos otros países). No por llamarlo de otro modo el asbesto sería menos peligroso.
La ciencia, como toda la cultura humana, está hecha de palabras, algunas de las cuales las inventamos hace mucho para nombrar tigres dientes de sable o amores o perfumes. Esas palabras cambian todo el tiempo, como la vida misma. Pero debemos usarlas, exprimirlas, estrenarlas, discutirlas… nunca desterrarlas o dejarlas vacías porque allí no solo pierde la ciencia: perdemos todos. Ya algún poeta sintió heridas de muerte las palabras… estamos a tiempo para seguir dándoles vida y significado.