Me fui de viaje a Europa y no compre (casi) nada
Hace dos semanas estaba armando la valija para un viaje de cinco días a Madrid mientras me repetía mentalmente, como si se tratara de un mantra de auto ayuda, "no voy a comprar nada, no voy a comprar nada, no voy a comprar nada". Entonces hice algo impensado en mi rutina de empaque: puse conjuntos determinados para cada día, llevé todos los sweaters necesarios, dos pantalones de corderoy y hasta separé varios pares de medias para el frío madrileño. Digo que esto es infrecuente en mí al momento de armar la valija porque siempre que voy a una gran ciudad dejo espacio para comprar allá cualquier cosa que me haga falta. Pero este viaje por trabajo venía muy seguido de otros, el euro está disparado y mi placard estalla. No había razón para comprar, así que la austeridad se convirtió en mi gran convicción y propósito antes de partir.
Como un adicto que reconoce su patología (mis adicciones son la ropa, los zapatos y las chucherías para la casa), apliqué una técnica que seguramente sea de Marie Kondo, aunque yo robé de un programa brasileño de acumuladores que pasan por el canal Home and Health. Esta técnica consiste en sacar todo lo que tenemos del placard y verlo desparramado por toda la casa, para tomar dimensión de las exorbitantes cantidades de ropa que podemos guardar y no solemos usar. Obviamente no desarmé todo el armario, pero sí saqué un montón de cosas "que podría llevar", y con la valija abierta sobre la cama me quedé observando detenidamente la cantidad de pavadas que rebasaban en mi vestidor. Le saqué fotos a todas esas camisas que nunca había usado y a las marañas de sweaters de lana de dudosa calidad y colores estridentes que compraba cada vez que agarraba un winter sale en Nueva York.
Guardé las fotos en favoritos, me quedé tildado frente al placard explotado y armé la valija sin dejar resto para compras (podría haber aprovechado el envión para separar todo eso que ya no uso y donarlo o algo así, pero sentí que no era el momento de kondonear tanto).
La cosa es que viajé convencido de que no debía comprar absolutamente nada.
La tentación de la Gran Vía
Lo primero que hice al llegar, siendo las cinco de la tarde, fue salir a dar una vuelta por la Gran Vía. Gravísimo error. Toda la ropa de invierno estaba en un sale furioso que se anunciaba desde las vidrieras con gigantografías que gritaban: REBAJAS! REBAJAS!
No quise entrar a ningún lado, no me refugié del frío en el H&M de cinco pisos, ni me di una vuelta para ver los sobretodos de Zara, ni entré a dar una miradita a las camperas regaladas de Pull and Bear. En lugar de eso me metí en la Casa del Libro, pasé un largo rato eligiendo dulces en una bollería de Malasaña y me senté a mirar gente en un café bohemio de ese barrio. Sentí que el tiempo pasaba lento, que las horas que malgastaba probándome ropa en las enormes tiendas departamentales cobraban un sentido diferente: en lugar de estresarme comprando, estaba viviendo la cuidad.
A la mañana siguiente trabajé y luego me quedó la tarde libre. No quise volver a la Gran Vía porque las rebajas me iban ganar la batalla contra las compras compulsivas, así que enfilé para el Parque del Retiro, donde nadie vendía nada. Me perdí caminando entre sus laberintos verdes mientras veía a la gente pasear o correr, y hasta me encontré con un pavo real suelto en una de las plazas, bebiendo agua de un estanque. El espectáculo fue maravilloso y yo seguía sin comprar.
De regreso al hotel agarré la avenida Goya y empecé a cruzarme con algunos negocios, pero nada que pudiera arrancarme del estado de rehabilitación que venía cumpliendo a rajatabla. Hasta que apareció frente a mis ojos una hermosa, gigante y reluciente tienda sueca de muebles y pavadas para la casa. "Estúpida y sensual Ikea", pensé, y entré sin dudarlo.
Lo bueno que tiene Ikea para un adicto a las compras baratas es que la mayoría de las cosas que ahí venden son imposibles de llevar en una valija. Igual, compré chucherías: algunas velas, cuatro individuales para la mesa, un plato que me gustaba (sí, solo uno) y cinco chocolates 70% cacao. Todas cosas útiles y pequeñas que Marie Kondo aprobaría sin dudarlo. Tuve en mis manos un juego de seis vasos que me encantaban, pero recordé que tengo unos 35 vasos en mi casa de diferentes partes del mundo y que mi cocina es casi tan chica como la de una tiny house, así que los dejé aunque me parecieran preciosos y costaran menos de tres euros cada uno. También estuve a punto de sucumbir ante un perchero desplegable que podría haber entrado en la valija, pero lo hice pesar y los 3,700 kg que marcaba la balanza de la dependienta (así le dicen allá a los vendedores, rarísimo) me confirmaron que no era una buena idea.
Esa noche un amigo español me invitó a una comida en su casa. Mi amigo se viste muy bien y sentí que todos mis sweaters con pelotitas traídos de Buenos Aires no estaban a su altura. Entonces hice algo que requirió de cierta valentía y madurez: en lugar de comprar ocho cosas de dudosa calidad en una cadena de esas que mencioné al principio, fui a una tienda de diseñador y elegí un sweater de cashmere azul marino. Con eso me hice el viaje, gasté todo mi presupuesto y anduve liviano -y muy elegante- los próximos días, hasta el momento de volver a hacer las valijas para ir al aeropuerto. En el medio tuve tiempo para ver una muestra itinerante en el Museo del Prado, quedar con amigos en el Adorado Bar que acaba de abrir en Madrid, pasear por Lavapiés, ir a los cines Princesa con una amiga argentina que vive allá y probar la mayor cantidad de comida posible en los mercadillos, que son el boom de la ciudad.
La plata que hubiera gastado en comprar la usé para vivir bien. Disfruté la ciudad casi como un local, volé liviano sin estrenarme por el sobrepeso o las valijas extra y me di cuenta de que puedo ser más feliz con menos. Y aunque todavía no vacié los placares de mi casa, siento que Marie Kondo estaría orgullosa de este primer paso.
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