Tras su accidente, en Misiones, Salas logró cumplir gran parte de sus sueños: estudió en Stanford, se casó y tuvo dos hijos; fanática de la Argentina, fue a cuatro mundiales con camiseta de la Selección y hoy está de nuevo de visita en el país.
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No sabe con exactitud qué le atrajo inicialmente de la Argentina, por qué eligió este país entre la variedad de destinos que le ofrecían en el programa de intercambio estudiantil. En parte, cree que fue el idioma. Hacía años que estudiaba español, la lengua de su abuelo mexicano, para recuperar las raíces lingüísticas familiares. En parte, también, influyó el fútbol. Con 16 años, Mandy Salas era la capitana de la selección juvenil de fútbol femenino de la costa oeste de los Estados Unidos y le divertía la idea de vivir en un país en el que su deporte preferido se respirara en el aire.
La cuestión es que en 1992, durante sus vacaciones previas a empezar el último año de preparatoria en San Diego, Salas anotó “Argentina” como primera opción en el papeleo de un programa de intercambio al que había aplicado. El viaje consistía en pasar ocho semanas en el destino elegido, viviendo en una casa familiar -en su caso, en Santiago del Estero- y asistiendo a clases de español. Pero Salas solo llegó a terminar la semana seis. La aventura de la joven deportista, que soñaba con estudiar en Stanford, se vio truncada por un accidente, que la dejó cuadripléjica y cambió su vida para siempre.
Cualquiera podría jugar a adivinar que, después de esta experiencia traumática, sumado a los problemas burocráticos para transladarla de hospital que siguieron, Salas desarrollaría un cierto resentimiento o al menos un sentimiento negativo hacia la Argentina. Pero, por diferentes razones, sucedió todo lo contrario.
Hoy, Mandy, de 47 años, está de visita en Argentina por quinta vez desde que tuvo el accidente. Ha ido a cuatro mundiales de la FIFA con la camiseta de la Selección y tiene un extenso grupo de amigos argentinos. Todo esto solo se puede entender cuando se la escucha contar los detalles más íntimos de su historia, signada por el dolor, pero sobre todo por la voluntad y la pasión.
“Me enamoré por completo del país”
Salas llegó a La Banda, Santiago del Estero, en enero de 1992. Se instaló en la casa de la familia Vélez, que tenía cuatro hijos, de los cuales dos eran de su edad. “Me impresionó lo amorosa que era la gente. Todos me trataron con tanto amor... Me acuerdo que estuve ahí para el Día del Amigo y al menos 10 personas me regalaron algo. Amigos de Guillermo, de Alejandra, de Mónica Vélez... Me gustó vivir con una familia con cuatro hijos. A esa casa iban todos los amigos de los chicos. Venían a tocar chacareras, a tomar mate, a jugar al fútbol. Yo jugaba al fútbol con los varones, porque las mujeres en esa época no jugaban mucho. Y me enamoré totalmente del país”, cuenta hoy, en un español perfecto, desde una cafetería en Recoleta. Está de visita, junto a su marido y sus dos hijos, y se queda en Parque Chas, en la casa de Laura “Lory” Rodeghiero, quien fuera la secretaria de Terapia Intensiva de la Trinidad de Palermo cuando ella estuvo internada ahí, hoy una de sus mejores amigas.
Desde antes de llegar por primera vez a la Argentina, a Salas le fascinaba la idea de conocer las Cataratas del Iguazú. Había visto una postal de la maravilla misionera en su cuaderno del programa de intercambio. Como la familia que la alojaba sabía de esta fascinación, se ofreció a llevarla. Viajaron en auto un 30 de julio. Y cuando ya estaban a 10 kilómetros de Posadas, después de unas 12 horas de viaje, ocurrió el accidente.
“Creo que se pinchó una rueda, no estamos muy seguros. Yo iba con las tres hermanas atrás, y nos quedamos dormidas. Me desperté cuando el auto ya había perdido el control. El auto empezó a dar vueltas, y, en la primera, mi cabeza se chocó contra el techo. Lo siguiente que recuerdo es estar tirada en el piso mirando el cielo y escuchando mucho ruido, gritos. Las memorias que siguen son borrosas”, detalla.
En el accidente falleció la madre de la familia Vélez. Su marido y sus hijos tuvieron heridas y quebraduras menores. Mientras que Salas debió ser trasladada de urgencia al Hospital de Posadas. Como allí no tenían el equipamiento necesario para mantenerla con vida, luego de largas complicaciones logísticas, fue trasladada en un avión al Sanatorio de La Trinidad Palermo.
Lory nunca va a olvidar la primera vez que vio a Mandy. “Yo era secretaria de terapia intensiva. Me acuerdo que llamaron y dijeron que iba a llegar una chica jovencita que había tenido un accidente. Y ese viernes, no sé por qué, yo me quedé hasta tarde en el hospital. Ella entró en camilla, con cuello ortopédico. Me acuerdo que vi sus ojos y dije ‘wow’. Aparte, era altísima. Ella quedó internada en terapia intensiva con pronóstico reservado”, recuerda, con los ojos llorosos y una leve sonrisa, mientras la mira a Mandy, con quien ha formado un fuerte vínculo de amistad.
Los padres de la adolescente tardaron más de 24 horas en llegar desde San Diego. Y cuando finalmente lo hicieron, se llevaron una sorpresa terrible. Cuando ellos le preguntaron a los médicos si su hija volvería a caminar, los especialistas les respondieron: “En este momento, estamos más preocupados por su vida que por su movilidad”.
“A la terapia intensiva, obviamente, no se puede acceder mucho, entonces yo trataba de quedarme cerca de ella y acompañarla. Porque, pobre piba, tenía 16 años. Descubrí que hablaba perfecto español. Con sus padres también nos involucramos mucho. Intentaba que pudieran pasar a verla en un horario que no fuese de visita, porque ellos estaban solos en la Argentina”, recuerda Lory.
Lo que más la marcó de esas dos semanas que Mandy pasó en el sanatorio de Palermo fue la presencia del Padre Mario Pantaleo, conocido como sacerdote sanador, en la misma terapia intensiva, a dos camillas de distancia de la adolescente. “Fue muy loco. El padre Mario estaba muy grave, se estaba muriendo. Tenía Epoc, casi no podía hablar, pero pedía que moviéramos su camilla al lado de la de Mandy. Los médicos y las enfermeras no querían porque era un lío. Entonces yo me dirigí al padre, que respiraba con mucha dificultad, y le dije: ‘Padre, ¿pero por qué primero no se hace imposición de manos a usted mismo para después poder ayudar a ella y a otros? Y me miró y me dijo con señas: ‘Ella se queda, yo me voy’, y apuntaba hacia arriba”.
“Finalmente corrieron su cama, la pusieron al lado de la de ella, aunque había un respirador entre los dos. Nunca me voy a olvidar de la imagen del padre imponiendo sus manos temblorosas, ya sin fuerzas, en dirección a Mandy. Al tiempo, él falleció. Mandy ya se había ido, la trasladaron a un hospital en San Diego. En la película sobre la vida del padre Mario, Las Manos, Mandy aparece en una de las escenas finales”, cuenta la exsecretaria.
Mandy nunca fue especialmente creyente. Tampoco lo es hoy. Pero hubo algo de su experiencia con el Padre Mario que la ayudó a mantener la esperanza durante los largos meses de internación y tratamiento que siguieron al choque, asegura.
-¿Cuándo supiste que no ibas a poder caminar de nuevo?
-Bueno, eso es interesante. Porque los médicos argentinos nunca me lo dijeron. Ellos me decían: ‘Vamos a poner toda la energía para que sea lo mejor’. Ya cuando llegué a San Diego los médicos sí me lo trataron de decir. Pero yo ya tenía al Padre Mario a mi lado. Entonces no les creía. Estaba muy esperanzada. No tuve ese momento típico de las películas en que el médico viene te dice el diagnóstico y es un drama. Ellos me lo decían, pero yo no perdía la esperanza. Y eso, creo, me ayudó a sobrellevar la situación.
Mandy pasó los siguientes siete meses internada en San Diego, a la par que sus amigas cursaban su último año de secundaria. Mientras, sus padres hacían malabares para mantener sus trabajos, criar a sus otros dos hijos y visitarla en el hospital. Pero la situación familiar, de por sí delicada, se complicó aún más al sexto mes de internación, cuando el marido de su madre falleció en un accidente de auto. Fue entonces que la madre de la adolescente ya no pudo sobrellevar emocional y físicamente la situación y recurrió a una de las tantas amistades que la familia había formado en Buenos Aires: Lory.
“Ella me llamó y me contó lo que había pasado y yo no entendía. Era imposible. La muerte de su padrastro bajoneó a Mandy y la hizo quedarse un tiempo más largo internada. Su mamá me contrató para que yo la acompañara, porque sabía la buena onda que habíamos pegado y sabía que yo tenía a mi hermana viviendo en Estados Unidos y estaba por tener a su primera hija. Estuve viviendo allá como 10 meses. Con Mandy estábamos juntas todo el día. Por eso ella habla castellano así, dice ‘che, boludo’. Ahora también dice ‘chiques’ (ríe). Nos hicimos muy amigas. Tantas charlas tuvimos….”, comenta Lory.
Desde un principio, ella quedó impresionada por la resiliencia de Mandy, a quien recuerda haber visto llorar pocas veces. Pero hubo una situación en especial que al día de hoy la sigue asombrando. “Me acuerdo una vez que todas sus compañeras de fútbol se iban de gira por Europa y vinieron a despedirse de ella. Mandy se despidió de todas con una sonrisa, deseándoles suerte. Y a mí me partió el alma. Cuando se fueron, me puse muy mal y le dije: ‘Mandy, ¿cómo puede ser? ¿Por qué te tuvo que pasar esto?’ Y ella me contuvo a mí: ‘Las cosas pasan por algo’, me dijo. ‘Entre otras cosas, nosotras no nos hubiésemos conocido’. A mí me impresiona su capacidad de sacar el lado bueno de todo. Ella es una inspiración, para todos y para mí. Nunca la vi en una situación de bronca o de angustia extrema. Yo pensaba: en algún lado tiene que canalizar. No entendía cómo hacía para mantenerse tan fuerte”.
“Ella vivía todo con naturalidad: su sonrisa inmensa, la voz siempre calma y una profunda paz contagiosa”, suma Jack Smart, otro de sus grandes amigos argentinos. Smart y su mujer, Mariana, fueron algunos de los jóvenes parroquianos que, durante la internación de Mandy, se ofrecieron a acompañar a los padres Mandy, tarea que les fue pedida por el padre Juan Pablo Jazminoy, quien conoció a Mandy mientras visitaba al padre Mario Pantaleo en su internación. Desde entonces, Jack y Maiu nunca perdieron contacto con Mandy y su familia, y hace pocas semanas viajaron con ella a conocer el norte de la Argentina.
-Mandy, ¿cómo fuiste capaz de mantener esa actitud en un momento tan complicado de tu vida?
-Con una amiga de toda la vida, Jennifer, estamos escribiendo un libro y estamos pensando mucho en eso. Creo que lo del padre Mario me dio fuerza para seguir adelante, para no caer. Sí tenía bajones, pero no muchos. Nunca los dejé durar más de unas horitas. También sabía que todo esto lo había pasado toda la familia Vélez y que, si yo me caía en una depresión, todos se iban a venir conmigo. La madre de la familia había fallecido en el accidente. Entonces yo me decía a mí misma cada mañana: ‘Hoy voy a mantener mi optimismo todo el día’. Me lo proponía. Y al día siguiente decía: ‘Si lo pude hacer ayer, lo puedo hacer hoy también’. Siempre las mañanas fueron más difíciles, porque a veces soñaba que caminaba y me despertaba y decía: ‘Uh, acá estoy de nuevo’. Por eso me ponía estas metas, y las cumplía.
Entre todas las metas que Mandy se propuso en su vida, estaba su sueño de estudiar en Stanford, al igual que lo había hecho su padre. Quería estudiar Relaciones Internacionales y, con mucho esfuerzo, lo logró. “Estuve internada cuando fueron las aplicaciones universitarias para el siguiente otoño. Entonces me quedé en casa ese año, cuando estuvo Lory, y entré un año después. En la aplicación me ayudó mucho mi papá, con una máquina de escribir. Yo dictaba y él escribía. ¡Y me aceptaron!”, recuerda con una sonrisa.
Los primeros meses en la universidad, en 1994, fueron complicados porque la computadora que escribe con el dictado de la voz que le había prometido el Estado todavía no había llegado, entonces Mandy tuvo que contar con una ayudante que tomaba nota y escribía por ella. “Cuando llegó la computadora, fue más fácil, aunque todavía siguió siendo difícil. Todavía uso el mismo programa para hacer lo que tengo que hacer en la computadora. Además del estudio, la experiencia fue muy divertida. Me encantó ir a ver partidos de básquet, de fútbol americano... También ver fútbol femenino, conocía a todas las chicas del equipo”, cuenta.
“Quise volver desde el primer momento”
Mandy nunca guardó rencor ni sintió rechazo por la Argentina ni a la familia Vélez, sino todo lo contrario. Y ese también es un aspecto de su persona que continúa asombrando a sus amigos y familiares. “Ella eligió siempre otra postura frente a lo acontecido: empatizar con los Vélez, que habían perdido una esposa y madre; agradecer su ‘renacimiento’, a pesar de su nueva condición; apreciar a la red de ayuda que se fue tejiendo tras el accidente”, comenta Smart.
-¿Cuándo decidiste volver de visita a la Argentina?
-Yo quise volver desde el mismo momento en que me fui. Siempre quise volver. Es que en los 6 meses que estuve acá me enamoré totalmente del país: su gente, su cultura, su comida, ¡el fútbol!
Su primer regreso a la Argentina después del accidente, en el verano de 1996, fue inolvidable, tanto para ella como para todas sus amistades argentinas. “Tenía 19. Mi papá me acompañó. Me acuerdo que en Ezeiza me hicieron bajar por un ascensor de vidrio y, mientras bajaba, los vi. Vinieron todos a recibirme con carteles: toda la familia Vélez, Jack y Maiu, la familia de Lory… Me emocioné mucho. No sabía nada”, recuerda.
“Como no teníamos auto para silla de ruedas, mi marido consiguió una de esas camionetas Volkswagen. Y como hace poco había venido el Papa y había dado vueltas con el papamóvil, le pegamos carteles a la camioneta que decían ‘Mandy-móvil’, y paseábamos con eso”, cuenta Lory.
Mandy volvió a la Argentina, en total, cinco veces. Y siempre mantuvo el contacto con sus seres queridos de acá, los cuales la mayoría también han ido a visitarla a San Diego. En el medio, ha viajado a cuatro mundiales, siempre hinchando por el seleccionado argentino. “Fui al del ‘94 en Estados Unidos, al del ‘98 en Francia. En 2010 fui a Sudáfrica y en 2014, a Brasil. Siempre por Argentina, obvio. Estados Unidos nunca ha tenido mucha cultura de fútbol, aunque ahora está creciendo la hinchada”, afirma.
Cataratas: el viaje que cerró una etapa
Sin dudas, su viaje más significativo a la Argentina fue el de 2019, cuando finalmente pudo conocer las Cataratas del Iguazú, culminando así aquel malogrado viaje inicial, y de la mano de la familia Vélez, entre otros. En total, 21 personas integraron el grupo que viajó. Mandy trajo de Estados Unidos a su marido, sus dos hijos y su padre. Y de Buenos Aires y Santiago del Estero viajaron todos sus amigos argentinos, algunos también junto a sus hijos.
“Fue mi idea -dice Mandy-. Siempre tuve la idea de ir con todos a las Cataratas, no quería terminar la vida sin conocerlas. Pero tampoco tenía apuro. En mi primera casa puse un portarretratos enorme con una foto de las Cataratas, para ser dueña de una parte del lugar. Fue una forma de manejar la ansiedad. Pero siempre quise volver con todos.
-¿Viviste esa experiencia como el cierre de una etapa?
-Si, totalmente. Me dio mucha impresión ver las cataratas. Es difícil expresar lo que sentí. Es hermoso, y el hecho de haber ido con mi esposo, mis dos hijos y todos, lo hizo más hermoso todavía. Fue más impresionante de lo que pensaba. Me acuerdo del primer momento en que entramos a la plataforma y las vimos. Estaban todos sacando fotos. Y yo estaba mirando a ver quién empezaba a llorar primero. Vicky Vélez fue la primera. Y ahí fue como “basta con las fotos, lloremos” (ríe). Todos teníamos ganas de llorar, y eso hicimos.
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