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Finalmente sentía que lo tenía todo: un trabajo estable en el lugar con el que siempre había soñado, un departamento propio en el centro de Montevideo, auto, tiempo para salir con amigos, hacer deporte y una familia. Pero, de pronto, todo eso que había perseguido durante tanto tiempo dejó de tener sentido.
“Me di cuenta de que estaba llenando un vacío con actividades o vínculos que no me llegaban. Todo lo que entonces hacía era más para mi ego que para mi alma. Pensaba que tenía todo y que con eso me alcanzaba para ser feliz. Pero en realidad no tenía nada porque no me tenía a mi”, recuerda Santiago Camejo (33).
“Amábamos desconectarnos por completo”
Criado en la localidad de Tala, en Canelones, Uruguay, recuerda una infancia junto a sus padres y amigos con vacaciones en San Gregorio de Polanco. Allí iba todos los veranos a acampar. “Era la desconexión total que tenían mis padres con la rutina y la disfrutamos muchísimo”.
De aquellos primeros años de vida también recuerda con cariño las ocasiones en las que sus padres lo vestían para un cumpleaños de 15 o un casamiento. Verse de traje y corbata, lo apasionaba. “Parece una estupidez. Pero ya de chico decía que mi sueño era poder trabajar de grande de traje y corbata y en un banco. Realmente no se qué me atraía de vestir traje, pero conservo la sensación muy palpable de ponerme muy feliz al verme vestido así”.
Cuando finalizó el colegio secundario, se instaló en Montevideo para estudiar la carrera de analista en marketing. Luego intentó estudiar administración de empresas en dos universidades diferentes hasta que entendió que realmente no le gustaba la carrera sino que era algo que hacía para escalar posiciones en el ámbito laboral. Aunque había conseguido un buen puesto en un reconocido banco de Uruguay, por mucho tiempo lo persiguió la culpa de no tener un título universitario. De todos modos, se aferró al proceso.
“Empecé a trabajar a los 19. Los primeros años fueron de película, tenía mucha curiosidad por aprender. No era para menos, estaba trabajando de traje y en un banco, lo que había soñado de niño. Ese trabajo cambió mi perspectiva de la vida, ya que pude independizarme de mis padres e irme a vivir a Montevideo a la casa de mis primos que me abrieron las puertas y me ayudaron los primeros años en la gran ciudad”.
“Estaba feliz de darle valor a mi tiempo”
Pero, al poco tiempo, algo comenzó a hacer ruido en su interior. Santiago comenzó un proceso de búsqueda para entender el motivo por el que sostenía un trabajo, actividades y relaciones que no lo llenaban. Fue en ese contexto que conoció el trabajo de la Fundación Oportunidad, una institución que impulsa la disciplina Powerchair Football, que es fútbol en silla de ruedas motorizadas.
“Me sumé como voluntario. Estaban preparándose para el mundial en EEUU de 2017. Hacía lo que me pedían, o lo que yo sentía que podía hacer para colaborar. Jamás olvidaré la primera vez que fui. El nerviosismo que tenía era igual a la felicidad de estar dándole realmente valor a mi tiempo, de aprender un deporte nuevo, de sacarme el tabú de que eran pobrecitos y de conocer a personas maravillosas con las que compartí cuatro años, pero que llevaré en mi corazón por siempre. Los lazos y las vivencias serán eternas con ellos”.
“Necesitaba libertad”
Todavía no lo sabía, pero el deseo de cambio ya se estaba gestando en su interior. Concretar el nuevo proyecto para su vida no ocurrió de un día para el otro. Santiago lo pensó durante cinco años. En 2018 finalmente se compró una combi -siempre había sentido una especial atracción por los vehículos- y partió de viaje hacia Minas. Las noches que durmió en la camioneta, los días que amaneció lejos del gris de la ciudad y cerca de los colores de la naturaleza le dieron el último impulso que necesitaba. Fue entonces que comprendió que esa era la vida que quería.
Sin embargo, un problema de salud en su familia puso en pausa el momento de la partida. “Lo que pasó en mi familia me hizo entender algunas cosas. Una de ellas es que tenía que hacer lo que quería ya, porque la vida es un ratito”. Ya lo había decidido: iba a renunciar a su trabajo para vivir de viaje, iba a arreglarse como pudiese, iba a trabajar de lo que fuera.
Pero entonces lo sorprendió la pandemia. El banco en el que estaba empleado adoptó la modalidad de trabajo virtual y Santiago se permitió ajustar los planes que tenía para los meses siguientes. En vez de renunciar por completo, iba a proponer en la empresa seguir trabajando, pero a distancia. Contra todos los pronósticos, le dieron el visto bueno a su idea. “Realmente no se me hizo difícil dejar el lugar seguro porque era algo que venía sintiendo hace tiempo. En ese momento sentía que necesitaba libertad”.
“Me daba miedo tener tiempo libre”
Compró una nueva camioneta ya que la anterior se había incendiado y la transformó en una casa: le hizo una cama y un baño, y construyó estantes y una mesa para poder trabajar. El 19 de marzo de este año, partió rumbo a Argentina. No lo hizo solo, sino acompañado por quien se transformaría en su gran amigo de aventuras: Lolo, el perro que convivía con él en la ciudad y que, de alguna manera, le había hecho saber que también quería formar parte de la experiencia. “Durante el último tiempo los dos vivimos en una casa con un terreno grande. A pesar de tener todo ese espacio, Lolo se escapaba una y otra vez. Y cada vez que lo hacía yo pensaba que él también quería irse, que era mi compañero de viaje ideal”.
Santiago no armó una estructura ni un itinerario sino que dejó que el camino lo sorprendiera. Ya recorrió Argentina, cruzó a Chile, y ahora planea volver a Argentina para cruzar a Bolivia. La idea es recorrer toda Sudamérica y, entre diciembre y marzo, regresar a Uruguay para empezar a pensar en otros viajes, en otros proyectos.
“Las cosas que más me incomodaron cuando empecé el viaje paradójicamente eran las que más deseaba: tener tiempo libre. Pero me daba miedo no saber cómo llenarlo, ya que había soltado la rutina diaria que quizás nos armamos para distraernos. Aunque suene gracioso, buscar duchas para bañarme, a través de una app que tenemos los viajeros, me hacía pensar en lo feliz que era de que ese fuera uno de mis pocos inconvenientes al llevar este estilo de vida”.
“Detrás del miedo está la vida”
Asegura que se siente en las nubes y que el proyecto le permitió conocer lugares con los que jamás siquiera había sonado. “Mi vida ahora está a flor de piel. Entendí que la risa es tan importante como el llanto -tanto el de felicidad como el de incertidumbre- y que detrás del miedo está la vida”.
Visitó lugares espectaculares, pero la primera noche que nevó en Caviahue, fue un momento de felicidad total. Lo recuerda a Lolo sentado, mirando fijo un punto, como si sintiera que algo ocurría afuera. Efectivamente algo pasaba. Abrió la puerta y se encontraron con todo blanco. Bajaron extasiados y corrieron a las doce de la noche por las calles mientras la nieve acariciaba sus cabezas. “Mi vínculo con Lolo proviene de una persona muy importante para mí. Lolo es mucho más que un compañero de viaje. También es mi cómplice para poder jugar o divertirme haciendo teatralizacion. De tantos años escuchando a Dolina, siento que en algún punto él es Rolón”.
Asegura que en este tiempo que lleva viajando ganó lo mas importante y difícil: la libertad, la posibilidad de ser dueño de su tiempo y ocuparlo en cuestiones que le nutren el corazón y el alma. “Viajar es un camino de autoconocimiento que recomiendo a cualquier persona que tenga ganas de incomodarse. Muchos me preguntan si viajo solo. Estoy sin compañía humana, pero siempre con Lolo a mi lado. Somos muchos los viajeros solitarios, y por ahora no me crucé con ninguno lamentándose por esa decisión, todo lo contrario”.
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