Mauricio Kartum: "Debería haber escuelas de ridículo para tratar el narcisismo"
Cuenta Mauricio Kartun en sus clases que para que su jardín se vea bello –una de sus grandes pasiones es la jardinería– es importante que los jardines lindantes lo estén también. Por eso, es famoso en su zona por mejorarles la cara a los jardines vecinos. Algo de este accionar se traslada al teatro. Kartun es dramaturgo y director de sus propias obras, tiene en cartel Terrenal desde 2014 bajo su propia dirección y escribió Chau Misterix, El niño argentino, Ala de criados, Salomé de chacra, por citar solo algunos clásicos del teatro argentino, pero también es maestro. Claro que decir que ser docente no alcanza para una persona que se volvió referente y que es consultado por gran parte de los creadores locales: Kartun, además de enseñar, entusiasma a quien lo escuche. Sabe que para que la salud del teatro se conserve es necesario que se cuide y se contagie la pasión. "Vaya a saber si no es parte de una patología esto de andar difundiendo el teatro. Exhibicionismo del procedimiento. Soy difundidor serial. Una especie de mística trucha que me agarra y me pone cada vez en estado de entusiasmo", sentencia con ese humor que lo caracteriza. A fines de septiembre estrenará en el Teatro San Martín una nueva creación, La vis cómica, mientras continúa con las funciones de Terrenal y con sus talleres de dramaturgia.
–¿Qué es ser dramaturgo?
–Tal vez, como nos definió alguna vez Nietzsche: ese que disfruta no solo de aquella posibilidad del poeta de soñar personajes, sino de la otra, más cachonda y farandulera, de convertirse imaginariamente en ellos. Creo en los autores teatrales como la amalgama de dos formas singulares de las inteligencias especiales: la narrativa, esa capacidad de entendernos a través de relatos; y la mimética, el atributo de hacerlo a través de la construcción de un discurso redactado a puro cuerpo. Somos actores, pero para nuestra tranquilidad, virtuales. Y disfrutamos del alivio de no tener que exponer el cuerpo. Pero en la cabeza actuamos, y cómo. E improvisando imaginariamente además relatamos. Acá se tiene un par de argumentos para quien quiera entender por qué de la dramaturgia no se vuelve…
–¿Cómo llegaste a este oficio?
–Buscando pulir mis diálogos como cuentista. Pretendiendo gimnasia. Pero resulta que entre las máquinas del gimnasio me encontré con algo irresistible: un arte colectivo, con todo lo que de maravilloso y político supone tal cosa, sobre todo a cierta edad. Y una literatura en la que a diferencia de la publicada podías interactuar con su soporte, y hasta irte a comer con él. Y siendo que a aquella edad parte de ese soporte afectaba directamente a las hormonas, sentí que había encontrado el paraíso. Y qué sé yo, en el paraíso fui haciendo ranchada, un día las hormonas dejan de ser tan exigentes pero ya sos uno más del pueblo.
–Te convertirse en uno de los maestros más importantes, ¿qué significa ser una influencia?
–Nunca me tomo algunas cosas demasiado en serio. A esas cuestiones las eleva demasiado a menudo el banquito de la vanidad. Reírse de uno mismo es el acto más saludable que nos fue dado. Debería haber escuelas de ridículo para tratar tanto narcisismo. Acá, como en todo en la vida, trato de fluir. A veces me sale.
–Hace poquito falleció tu maestro, Ricardo Monti, ¿qué tiene que tener un maestro?
–Algo que aprendí de él y en lo que sigo creyendo es en la capacidad de desmoldar sin moldear. De acompañar a cada uno a encontrar su estética sin meter la mano en ella. Y sin exponerse como modelo, claro.
–Hablás del entusiasmo como algo fundamental, ¿cómo se genera ese entusiasmo?
–Como en cualquier fiesta, o en una misa o un partido de metegol: generando un espacio que deje afuera lo profano y pueda convertir en sagrado al asunto por berreta que sea. Creando un tiempo abolido con leyes propias en el que la norma sea el humor y la sorpresa.
–Decís que si fuese por obligación se perdería el sentido, ¿cómo hacés para mantener lo lúdico en un oficio que desempeñás desde hace más de 45 años?
–Jodo. Me divierto. El malentendido más siniestro en casi todo es creer en las virtudes de lo serio.
–¿En qué consiste el Método Kartun? ¿Hay alguna manera de definirlo?
–A veces los alumnos creen verlo, pero es espejismo. Expongo una proyección de subjetividades. Repetidas en cierto orden práctico de exposición parecerían instalar un orden de procedimientos, pero se trata de acomodar herramientas en el estante nomás. Me resisto a la receta.
–Escribiste en 1995 un artículo en el que hablabas del peligro que podía correr el teatro si se ponía a competir con el cine y la televisión, ¿cómo ves la escena actual con tanta tecnología?
–Al teatro le tocan épocas absolutamente singulares. Y tenemos el privilegio de ser testigos. En el siglo XX perdió con el cine el monopolio de contar un relato audiovisual. Llevaba dos mil trescientos años de dueño del circo y en una proyección mortecina pasó de golpe a mono. Tuvo que buscar variantes para sobrevivir. Las encontró aprendiendo a diferenciarse. En estos años le toca otra inflexión: vemos cómo el cine se retira de las salas hacia el streaming y le devuelve al teatro el monopolio del convivio, de la ceremonia social, herencia del narrador de la tribu junto al fuego: enfrentar a pura inteligencia narrativa y mimética a un auditorio que convive codo a codo, hacerlo vibrar al unísono y en esa vibración permitirle afinarse. Nos toca a los creadores mostrar que estamos a la altura del desafío. El teatro del siglo XXI necesita a la fuerza ser más seductor que nunca. Desde la técnica de sus actores, sus habilidades, a la riqueza de los textos y lo sorprendente de sus puestas.
–¿Ves series? ¿Te nutrís de otros relatos para los procesos creativos?
–Veo cine y series sin parar. Y leo ficción y teoría. Y sí, claro, a algún lado van a parar. El teatro es mecanismo de reciclaje eterno. Estoy ensayando pieza nueva, La vis cómica, y si me pongo a rascarle la pintura lo veo ahí al Coloquio de los perros de Cervantes, a la película Mephisto, de Szabó, seguramente, mezclado con El capitán Fracaso, de Teófilo Gautier, y vaya a saber cuánta otra mezcolanza.
–De las geniales definiciones que le diste al teatro ("escultura de tiempo y violencia"; "la obra como jardín recortado de un paisaje-universo"), ¿seguís buscando la mejor forma de definirlo?
–Intento la búsqueda de elocuencia como mecanismo de indagación. Sé que suena farolito, pero voy creyendo cada vez más en eso de que encontrar cómo nombrar una cosa es conocerla al fin. Me convenzo cada vez más incluso de que el trabajo del director es nombrar con las palabras justas. Siendo que lo justo en esto de dirigir no es universal porque las palabras suponen una interlocución singular cada vez; con cada actor distintas palabras para nombrar lo mismo, digamos. Definir es ir al final de una cosa para ponerle límites que la separen de otras. Repetimos sin parar la palabra teatro pero a la hora de definirlo, de encuadrarlo en su terrenito específico, lo consideramos tan en general que solemos quedarnos en la pura superficie. Buscar contenerlo en palabras es un saludable ejercicio distanciador. Qué extraordinario sería que cada artista construyera su definición, a ver si vemos entre todos un cacho más profundo que la planta baja.
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