"La verdad, casarse es un garrón." Lo dice Osvaldo Bazán, y cuenta por qué le puso el cuerpo a una ley que hoy permite que las parejas gay sufran lo mismo que los hétero: ¡el matrimonio! (#matrimoniogay)
Por Osvaldo Bazán ( @osvaldobazan ), periodista
La verdad es que las instituciones pocas veces consiguen que los hombres (y las mujeres y todo bicho que camine, estamos para ser violentamente correctos en lo político, lo social, lo administrativo y, por las dudas, lo burocrático) que las integran sean un poco más felices. El matrimonio entró en crisis, y no había manera de que no fuera así.
Se trata –y todos lo sabemos y todos miramos para otro lado– de un artefacto nada natural inventado para que hombres y mujeres puedan mostrar su comportamiento más legal, para que puedan asegurar ante quien sea que está todo bien, que no desconfíen, que esos dos están integrados de punta a punta de la línea de montaje.
Es la promesa pública de que esos dos vivirán siempre aquí, que pagarán las cuentas, que tendrán hijos para ser sacrificados en el altar de la revolución o el consumo –de acuerdo con el lado del hemisferio en que te tocó vivir, pero esto se esfumó cuando se cayó el muro–. El matrimonio es un garrón con su parafernalia de ritos, sus aniversarios anodinos, sus universos anodinos, sus domingos sin pasión, sus omnipresentes familiares, su fiesta de corbata en la cabeza –pepé pepé pepé– en un carnaval tan carioca que en Río de Janeiro ni sospechan de su existencia. Es el sueño de cualquier chica sin sueños, es la pesadilla machista y el limbo social que tranquiliza. Si tuvo un avance, un único y verdadero avance, la institución matrimonial en los últimos veinticinco años, fue la posibilidad de su disolución.
Lo mejor que le pasó fue que ahora se puede extinguir.
¿Y entonces?
¿A qué tanta felicidad?
¿Qué pasó en la madrugada del 15 de julio, qué cosa celebramos como si 20 mil campeonatos de fútbol se hubieran decidido a nuestro favor con goles de oro?
¿A qué tanto quilombo?
Y a todo esto, ¿por qué no se casan? ¡Tanto lío que armaron! (aunque esta última afirmación es demasiado temeraria: la ley de matrimonio entró en vigencia el 30 de julio y, para el 15 de septiembre, sólo un mes y medio después, ya se habían realizado 250 matrimonios).
La ley, que se llamó, en otro exceso de corrección, "matrimonio igualitario" (como si "igualitario" no fuera una palabra tan, tan fea, digo de sonido tan feo, tan de compromiso, de cero emoción y menos intimidad), se votó en la madrugada del 15 de julio, mientras la Argentina sufría la ola de frío más fuerte del invierno, y a muchísimos ciudadanos y ciudadanas no les importó nada. Pero antes de la votación de la ley, se vivieron los 69 días que dieron vuelta la tortilla. 69, sí, para metafóricos: los argentinos. 69 fueron los días que mediaron entre la sanción en la Cámara de Diputados –una sanción sorprendente incluso para los militantes de la ley– y la sanción en la cámara de senadores. 69 días en los que se quebró un mandato vaticano de 1500 años. Aquél que decía que la "sodomía" (he ahí una palabra con onda) era un pecado "nefando" (otra). "Nefando" es aquello de lo que no se puede hablar. Y si de algo no se puede hablar, es porque no existe. Ese mandato cruzó la historia contemporánea de izquierda a derecha, y de él abrevaron tanto Kissinger como el Che, tanto Perón como Stalin. Hitler y Ho Chi Min, un solo corazón: cualquier cosa, pero putos no. Lo que hay que tener en cuenta es que las sociedades también se manejan con leyes físicas, y tanta presión no podía menos que explotar. Explotó lo "nefando" en millones de televisores y radios a lo largo y a lo ancho de la patria mía, y de ahí a las cocinas y los livings y las oficinas y los talleres y la calle. Y aquello de lo que no se podía hablar fue el único tema de conversación. La mugre eterna que había sido barrida debajo hizo que las alfombras se convirtieran en voladoras. Y todos se vieron en la necesidad de decir algo: a favor, en contra, tibio, más o menos cualunque, pero algo. Salió el medioevo en toda su extensión, si hasta trajeron al diablo al medio de la discusión. Entonces, millones de argentinos que se sueñan modernos y contemporáneos al pulso del mundo se pararon en el lugar correcto y preguntaron: "¿Y por qué no los van a dejar casarse?".
Lo que ocurrió fue simplemente que una parte mayor de argentinos sintió que era un poco más cierto eso de que todos somos iguales ante la ley. Que el reparto de gracias y desgracias tiene que ser "igualitario". Ese paso nos pone más cerca de los otros que hacen falta: la ley de identidad, si te sentís Mónica, si vos sabés que sos Mónica (y quién mejor que uno para saber lo que uno es), tu documento no puede decir Carlos a menos que el Estado quiera que mientas. Porque si homosexuales y lesbianas somos iguales ante la ley, qué pasa con todos aquellos que ni siquiera son iguales a su propio DNI.
Entonces, ¿lo del matrimonio era sólo una excusa?
No necesariamente.
Muchos querían casarse, de hecho, han comenzado a hacerlo. Pero como bien dijo el senador Giustiniani en su discurso: "Lo contrario de la igualdad no es la diferencia. Es la desigualdad". Algunos de nosotros ya no somos desiguales. Es hora de disfrutar la diferencia.
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