Dice que recién a los 35 años se hizo fanático del fútbol. Hoy, como entrenador estrella de Chivas de México, al que acaba de sacar campeón, redefine la idea de DT: sus entrenados tienen que completar sus estudios, pero, sobre todo, divertirse con el juego. Gloria, caída y redención de un hombre que nunca se rinde.
Fotos Fernando Dvoskin
Matías Almeyda acaba de salir de la ducha. Viste una sobria gama de celestes –jean y camisa, que se cambiará en el momento de las fotos por diseños menos corrientes– y alista el mate dulce para sellar desde el vamos el tono relajado en el que aspira conversar. El quincho de su caserón de Nordelta –ciudadela surgida en este siglo para anudar a buen resguardo dinero, poder y farándula– rebosa de camisetas famosas, prolijamente enmarcadas y alineadas en las paredes. Weah, Roberto Carlos, Batistuta, Ronaldo… Colegas ilustres de su paso por Europa. Reconoce que hasta hace instantes dormía: entre la visita a Azul, donde nació en diciembre de 1973, y las entrevistas pactadas por su esposa Luciana, encargada de la agenda conyugal, no ha pegado el ojo como esperaba en estas breves vacaciones. Breves y triunfales. Pues viene de consagrarse campeón al frente de Chivas de Guadalajara.
Se trata del cuarto título desde que trabaja como entrenador en este popular club de México, al que llegó en 2015. Es, a su vez –destaca el propio Almeyda–, el sexto campeonato que logra en solo seis años de carrera. Una marca que acaso la crítica no celebra con el debido entusiasmo porque dos de esas vueltas olímpicas ocurrieron en el tinglado escasamente glamoroso del ascenso (River y Banfield). Otro tanto pasa con el fútbol mexicano, cuyos ingentes dólares aportados por las empresas propietarias de los clubes no han logrado torcer el juicio mayoritario que la considera una plaza de segundo orden.
Como nunca se llevó de maravillas con el circo desaforado del fútbol, uno podría suponer que México, con esos hinchas serenos que conviven con sus antagonistas, cerveza en mano, aun en los clásicos más enconados, es el lugar óptimo para un tipo reflexivo y de exposición medida. Pero no es eso. No se trata de un refugio cálido, sino del fútbol del futuro, está convencido Almeyda. Y, acaso harto de que su palmarés sea menospreciado, ha salido a gritarlo a los cuatro vientos –y a sacrificar horas de sueño para recibir periodistas–, a riesgo de que parezca una desmesura o liso y llano autobombo:
"Para mí, después de las ligas europeas viene México. Primero, porque los clubes económicamente están muy fuertes. Son sociedades anónimas. Y si tienen deudas, no se pueden inscribir en el campeonato. Las contrataciones son como en Europa. Ahora han comprado jugadores por US$ 20 millones. Por ahí no se ve tanto, pero es una liga muy competitiva y cualquiera puede ser campeón. Eso la hace más apasionante. Los entrenadores tienen buenas estrategias y buenas tácticas. Los partidos son buenos, hay muchos goles".
¿Y qué clase de entrenador es Almeyda que le encontró la manija a la pelota en ese planeta de estricto rigor corporativo? No le gusta extenderse en sus influencias tácticas. Citará al pasar algunos apellidos influyentes en su aprendizaje, pero dejando en claro que solo es heredero de sí mismo. De su propia experiencia como jugador. Habla del sueco Sven-Göran Eriksson, que lo condujo en Lazio, en su esplendor como futbolista: "Tenía a 25 tipos que jugábamos en selecciones y estábamos todos contentos. Ganamos seis títulos y nunca hicimos, por ejemplo, un ejercicio de presión. Era un talento para unir al grupo". Lanzará el nombre de Arrigo Sacchi, un prócer italiano afiliado al fútbol generoso y ofensivo, y agregará en la lista a Marcelo Bielsa, por su modo de entrenar, que "marcó una etapa", pero, sobre todo, por su léxico. Esa oratoria que "te atrapaba" y que tenía alcances excéntricos. "Era el único entrenador del que veíamos las conferencias de prensa. Era un genio. Los periodistas se terminaban cansando, se iban de a uno".
Sin embargo, el número uno en su lista de agradecimientos es Daniel Passarella, DT al que conoció cuando apenas asomaba la cabeza entre los profesionales de River. No por su legado académico, sino por ciertos consejos elementales que a aquel joven inexperto le sonaban como las tablas de la ley. Cosas de este tipo: "Te decía que si con tu primera plata te comprabas un auto, con él no jugabas más". Inducía a los jugadores a procesar con sensatez la abundancia y la fama incipientes, a imaginar un futuro en el que ya no habría domingos de gloria. Almeyda pocas veces escuchó mejores recomendaciones. En Chivas, donde su autoridad llega hasta las divisiones juveniles, impuso la obligatoriedad de estudiar. "Tengo casi 20 jugadores que van a la Universidad", se ufana.
Por lo demás, pretende que sus pupilos, a la par de ser "combativos", dentro de la cancha la pasen bomba. "A mí me gusta que el jugador se ría. Que disfrute y que sea libre. La táctica sin pelota es una cosa y tengo la obligación de pensarla. Pero después los aliento para que tiren caños, que jueguen como cuando están con amigos. Si se pierde, no importa, yo me hago cargo". No, Almeyda no es un hippie tardío. La resonancia libertaria de su credo de entrenador –así como el carácter pedagógico que busca imprimirle a su tarea– es la reacción del que se ha quemado con leche.
Alguna vez, Almeyda fue un jugador enojado con su medio, incapaz de relajarse y gozar. Dio el portazo temprano, apenas con 31 años, para volver a su campo natal. Pero se dio cuenta de que, sin la pelota en el pie, no sabía hacer nada. La depre lo mandó al diván, previa escala en la botella. Pudo retomar su carrera de jugador y su historia, luego de un trecho sinuoso, tuvo final feliz. Pero en memoria de sus largas horas de frustración, se juró a sí mismo predicar con el contraejemplo: a jugar con alegría, que chocan los planetas, y a prepararse para una vida después de la última ducha en el vestuario del club.
–¿Qué era lo que sufrías tanto como jugador?
–Muchas cosas. Cierto periodismo. Cómo puede ser que un tipo analice a los 22 que juegan y les ponga puntaje. Es ridículo. Y eso vende. Y esos son los intermediarios entre la gente y los protagonistas. La información de destrucción es otra cosa que nunca me gustó. Y después, dentro del fútbol, había cosas que tampoco me gustaban. El fútbol es el fiel reflejo de la sociedad de cada país. Yo intentaba cambiar muchas cosas como jugador y después me di cuenta de que no era nadie para cambiar nada. Perdí años de felicidad, porque me fui a los 31. No quería jugar más. Lo sufría. Y como en la vida trato de hacer lo que me gusta, lo dejé.
Corría 2005 y, tras una brillante carrera en Argentina, España, Italia y la Selección, pero con el desengaño a cuestas, tuvo una ensoñación bucólica y volvió al pago, Azul. El aguerrido jugador apostó a trabajar la tierra. A hacerse de abajo, en el surco. "Y me di cuenta de que había subestimado a aquellos que trabajaron en el campo toda su vida. No sabía el oficio y los tiempos no daban para que fuera un aprendiz". Del otro lado del mostrador –como empresario, ya no como labriego–, insistió en la industria de la leche. "La mayor parte del dinero que gané afuera lo traje a mi país. Me llevé otra desilusión. La inversión fue muy grande, les di trabajo a muchas familias porque quería que sus hijos estudiaran en las escuelas de campo. Intentaba cambiar el trato que recibió esa gente durante mucho tiempo. Producía 8.000 litros de leche por día y me daba pérdida. Tuve que bajar la cortina".
Entonces, los días empezaron a ser interminables. "Y nadie está preparado para eso. Todos te preparan para que patees bien la pelota. Lo demás no les interesa. Es un poco el reflejo de la sociedad, como decíamos recién. Cuanta más ignorancia hay, mejor se manejan las masas. Y el fútbol es lo mismo". Pero un rato antes de que la abulia del jubilado precoz intoxicara a la familia, apareció el doctor Freud. El chacarero, claro, se resistía al tratamiento psicológico. "Era un poco ignorante", asume sin perder la sonrisa. Pero su mujer lo convenció de aventurarse en esa terra incognita. "Cuando conocí a Dolores, mi psicóloga, se produjo un cambio. Una de las cosas que aprendí es a cerrar etapas. Y me di cuenta de que la etapa de jugador no la había cerrado. Por eso regresé". En esta segunda oportunidad, asegura, encontró por fin la pasión por un oficio al que, si bien le reconocía los privilegios, siempre había aceptado con reparos. Con una irreversible ajenidad. "Me hice fanático del fútbol. Porque yo no era de mirar partidos ni de analizar. Eso lo descubrí a los 35 años, cuando volví a jugar. Empecé a darle al fútbol la verdadera importancia que tiene en mi vida".
Arbitrariedad de los apodos: a Matías Almeyda le dicen Pelado y su cabellera es casi su parte por el todo. Las mechas al viento –estilo que aún conserva–, eventualmente ornadas por la vincha, sintetizaban su bravura. Así era Almeyda –el capo del malón– en el campo de juego. Pura energía que contagia o intimida, según de qué bando uno se encuentre. Aunque con un suplemento de recursos y jerarquía que acaso él no evoca en su justa medida. "Yo dejaba todo en la cancha. Cuando jugaba con el Burrito Ortega le decía: «A aquel que te pegó ahora voy y lo atiendo. Pero vos no corras para atrás. Yo me ocupo». Hasta los 24 años, podía jugar dos partidos seguidos. No me cansaba nunca. Corría demasiado, pero perdía muchas pelotas. En el fútbol italiano empecé a correr mejor y eso me hizo crecer como jugador". En Lazio, justamente, los tifosi quedaron prendados de su tranco infatigable, su disposición permanente a la pelea. Undici Almeyda (Once Almeyda), decía una bandera que lo decía todo.
Cuando volvió sobre sus pasos –su rentrée terapéutica– al querido River, lo hizo con idéntico entusiasmo, aunque su resistencia aeróbica no fuera la misma. Siguió portando incluso el estandarte de caudillo en tiempos difíciles. El equipo –quién podría olvidarlo–, allá por 2009, se aproximaba al abismo. Pero antes de calzarse otra vez la camiseta con la que debutó en Primera División, el Pelado repasó los palotes. Si así se puede llamar a la etapa introductoria que incluye el showbol, aquel circo itinerante de glorias barrigonas comandado por Maradona, una fugaz etapa (dos meses) en el torneo de Noruega en 2007 donde hizo tres goles, el fútbol senior de River y una parada desopilante en lo profundo del ascenso, el club Fénix, por entonces en la C, donde jugó cuatro partidos y lo expulsaron en dos.
Llegó a Fénix de la mano del Beto Acosta, delantero que brilló en San Lorenzo, Boca y Universidad Católica de Chile, quien en el otoño de su carrera despuntaba el vicio en Fénix, porque quería compartir equipo algún día con su hijo, que cursaba las inferiores allí. Almeyda dice que lo "movió" el sacrificio y la pasión de ese plantel de futbolistas laburantes y aportó su nombre. Pero el nombre al final le jugó en contra. "En el primer partido, antes de empezar, el árbitro nos llama a Acosta y a mí y nos dice: «Miren que yo no hago diferencias, eh». «¡Ya las estás haciendo!», le contesté. Arrancamos mal y terminamos peor porque me expulsó", recuerda. Le pareció que los árbitros extremarían el rigor con él, quizá simplemente para contar en la sobremesa de amigos que lo habían echado a Almeyda. Así que reunió a los compañeros y les dijo que, por el bien del equipo, se mandaba a mudar.
El arribo al club de la juventud no fue como lo había soñado. No por su rendimiento personal –aún estaba en forma y gozaba de un apreciable predicamento–, sino porque se sumó al plantel en pleno viaje hacia el infierno, la B. Esa caída que permanece como un estigma. La mancha oprobiosa para el legajo de un grande como River. "Me había ido del club en un momento bueno y dejándole un montón de dinero porque me vendieron al Sevilla por una cifra récord. Y yo no les había costado nada. Me fui campeón de la Copa Libertadores. Y después hice una buena carrera en Europa. Nunca imaginé que iba a descender con River. Cuando regresé, les decía: «Háganme contrato por seis meses». En seis meses vemos cómo estoy, y si estoy bien, seguimos. Y así fue. En el último semestre, sabía lo que nos jugábamos. Para mí hubiera sido perfecto irme como hicieron muchos. Pero me quise quedar, y viví lo peor que viví en el fútbol. Fue tan doloroso, tan triste, no tiene palabras. Sentíamos tal vergüenza que no podíamos salir a la calle".
–Pero enseguida debutaste como entrenador y conseguiste el ascenso en tu primera experiencia. Fue una especie de rompe-paga.
–Yo ya había hablado algo con Passarella, que era el presidente, mucho antes de que River se encaminara hacia el descenso. Me había estado preparando para dirigir a River. Pero se adelantó todo. Al otro día de descender, lo llamé a Passarella y le dije: "Usted todavía piensa que yo puedo ser el entrenador". Y me contestó: "No es momento para vos. Te van a matar. Van a decir que el equipo te lo armo yo. No te conviene". Insistí y, como nadie quería agarrar y mi trayectoria tenía cierto peso, asumí como entrenador. Salimos campeones, pero sufrimos más o menos como cuando descendimos. River tenía una guerra interna terrible. Había elecciones, la oposición pegaba para lastimar a Passarella. Y el equipo y el técnico lo sufríamos.
A pesar de la reparación histórica, Passarella, el entrenador que lo había criado de potrillo y a quien un respeto reverencial le impide tutear aun hoy, lo echó sin miramientos a finales de 2012, luego de una campaña discreta. Y repatrió a Ramón Díaz, un fetiche riverplatense que garantizaba oxígeno político hasta al dirigente más inútil. Almeyda dice que Passarella lo despidió por presión de su entorno. Que se la veía venir por los rumores de pasillo y que se merecía otro final.
No obstante, el ánimo de revancha jamás se filtró en su horizonte. Menos ahora que, además de estar en la dulce cresta de la ola, tiene el control general del fútbol en Chivas. Es un DT plenipotenciario de bien ganada autoridad y con una conexión fluida con el plantel. No piensa en River, no piensa en Europa, aunque admite que le arrimaron ofertas. "La comunicación es lo que va a cambiar al mundo", dice, pero no habla de revoluciones tecnológicas, sino del diálogo con sus dirigidos. Allí reside, cree, su mayor mérito. En el trato personalizado, de acuerdo con la necesidad y el perfil de cada futbolista. Psicología espontánea que, al parecer, tiene a todos contentos, como aprendió del sueco Eriksson. Los contratos millonarios y la pretemporada en las playas de Cancún, que comenzará la semana siguiente a la entrevista, son complementos ideales para configurar ese mundo feliz.
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