Matar a un ruiseñor
Los jóvenes de mi familia no hacen más que darnos satisfacciones, todos ellos. Uno de estos jóvenes, J., artista destacado, me hace el honor de consultarme por sus lecturas. Se me ocurren pocas cosas más halagadoras. De hecho intercambiamos títulos: por un A. M. Homes (Este libro te salvará la vida) o un Claire Keegan (Recorre los campos azules), él ha puesto en mis manos un ejemplar en inglés de Matar un ruiseñor, que no pudo remontar. Esta obra fabulosa de Harper Lee es en efecto muy difícil de leer: los negros hablan como negros, los blancos ignorantes hablan como tales, y los barrios sociales aparecen en un código fonético que es preciso desentrañar. Con el correr de las páginas, tal vez por el mismo entrenamiento, la lectura se hace más fluida y aparece la novela en todo su esplendor. Busqué en las librerías una versión traducida para que también J. lo leyera, luego quería regalárselo a todos mis amigos. Es un libro imprescindible.
Y no alcanza con haber visto la película.
Matar un ruiseñor es la clase de libro que al pedirlo en las librerías el vendedor se le ríe a uno en la cara. No, hace quince años que no se reedita. ¿Qué hacer, entonces? Después de transitar Houellebecq, Hustvedt y Nothomb se me ocurre pensar en James M. Cain, una incursión en la novela negra de calidad, de la clase que cierra un puño en el estómago. Tal vez por una cuestión generacional, hoy este autor sólo se asocia con Jack Nicholson en El cartero siempre llama dos veces. Pero acá tampoco alcanza con haber visto la película, por buena que sea. Otros títulos de Cain, como Serenata, Mildred Pierce o Doble indemnización pertenecen también al género que hace matar de risa a los libreros.
Pero siempre quedan las librerías de viejo.
Una recorrida por la calle Corrientes revela que paradójicamente ha pasado el tiempo aun para los libros de segunda mano. Casi todas esas librerías se dedican ahora a ediciones económicas y revistas especializadas, pero no abundan las que tienen libros viejos: unas pocas por la Avenida de Mayo, una o dos por Corrientes, siempre cerca del Obelisco. Encontré libros de Cain (otros, no los que buscaba), de Vera Caspary y de Jim Thompson. Libros del pasado, sin catálogo, sólo golpes de suerte: una clase de turismo urbano que requiere su propio tiempo, una especial deliberación.
De vuelta de ese país, el librero tiene la delicadeza de ofrecerme una toallita húmeda para limpiarme las manos del polvo de los tiempos. Pago en efectivo por cinco libros el precio de una sola de las novedades del mes en una librería de cadena. Novedades que también son apetecibles, no lo vamos a negar. En ese momento, como si se tratara de una escena cinematográfica, suena mi celular: según me avisan, estoy a punto de recibir el lector electrónico que acabo de comprarme. Primera experiencia en el ramo: un libro que se carga, se prende y se apaga, y las hojas se pasan con el toque de un dedo. Un libro que puede contener
La guerra y la paz de Tolstoi, pero nunca va a medir más de unos pocos centímetros y pesar más que unos pocos gramos. Tal vez no tan pocos gramos, pero siempre menos que un libro de papel, de esos que definen el tamaño de las carteras y fatigan el hombro de las señoras.
El lector electrónico es otro viaje a un país desconocido del universo de los libros. Me pregunto si será capaz de reproducir la vieja mística del papel o tendrá que generar una nueva, con su propia luz. De por sí es milagroso el solo hecho de tener sobre la palma de la mano esa biblioteca infinita que Borges soñó antes que nadie. Antes de que se inventara la primera computadora, él ya la tenía en la cabeza.
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