Marina Gayán es la única argentina (y la primera de Sudamérica) en convertirse en Master of Wine, título máximo del ámbito del vino del que solo hay poco más de 400 en todo el mundo
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Puede sonar a cliché, pero el mejor vino es el vino que más te gusta. Cada uno tiene un paladar distinto, y hay vinos que le funcionan a cierta gente y otros que no. Lo que pasa es que conocemos muy poco nuestro paladar”, sostiene Marina Gayán. Y lo dice con autoridad: fue la primera persona de Sudamérica en convertirse en Master of Wine, título máximo del conocimiento en torno al vino que al día de hoy ostentan poco más de 400 personas en todo el mundo (y solo dos en esta región). Es, académicamente, la persona que más sabe de vinos en el país.
Personaje clave en la industria del vino, participó del desarrollo de etiquetas icónicas y de los primeros pasos que dio nuestra bebida nacional en el exterior. De regreso a la Argentina, tras casi dos décadas viviendo en Londres, retomó su trabajo de consultoría y lleva adelante su proyecto @vinoparaayudar, que convierte vino en ayuda para distintas ONG que hacen foco en la infancia. En esta entrevista, cuenta el camino que la llevó a dar el examen más difícil que existe en el mundo del vino.
–¿Cómo te acercaste al vino?
–Siempre hubo vino en casa. Por el lado de mamá eran franceses, de Champagne, y mi bisabuelo era fanático: cuando nos invitaba a comer nos obligaba a todos, incluso a los chicos, a tomar vino. A mí entonces no me gustaba, y lograba que me sirviera agua en la copa de vino. Además, el plan habitual con mi papá, que era un bon vivant, era salir a comer a los mejores restaurantes de Buenos Aires. Él comía siempre con vino y mojaba el pan en el vino, pero me decía que eso no se hacía...
–¿Y cómo llegaste vos a trabajar en este mundo?
–Estaba estudiando diseño gráfico y quería trabajar un verano en un restaurante para pagarme las vacaciones. Por conexiones, llegué a un relaciones públicas que se llamaba Javier Lúquez, que manejaba restaurantes en Uruguay. Él me tomó pero como asistente, para que lo ayudara con las listas [de invitados]. Un día, una persona que trabajaba con nosotros haciendo la parte de sociales me dice: “Necesito que me hagas un favor: una persona del mundo del vino está buscando un asistente de marketing y tengo que presentarle a alguien. ¿Podés ir?”. Por aquel entonces yo lo que quería era irme a estudiar a Italia teoría del diseño y quería hacer marketing, pero acepté y fui a la entrevista sin saber nada. Me encontré nada menos que con Nicolás Catena.
–¿Y salió bien la entrevista?
– Cuando me lo encontré a Catena, me dijo que no tenía a nadie que trabajara con él en el desarrollo de marketing. Yo tenía muchos problemas para despertarme temprano –y los sigo teniendo–, entonces le pregunté a qué hora tendría que empezar. “¿Por qué es la pregunta?”, me dijo. “Porque las mañanas no me funcionan mucho”, le respondí. “Bueno, ¿a las 11 de la mañana?”, me propuso. Y ahí empecé a pensar que podría ser mi trabajo... “¿Cuánto quiere ganar?”, me preguntó. “Ni idea. Usted no tiene nadie que haga este trabajo y yo nunca lo hice, tomémonos un mes”, le propuse y empecé al mes siguiente. Debió pensar que yo estaba loca... Creo que me contrató por lo excéntrica que fue la entrevista.
–En la bodega Catena Zapata trabajaste con marcas súper reconocidas.
–Apenas llegué nos pusimos a cambiar Valderrobles. Rediseñamos la botella, cambiamos las etiquetas y hasta el vino hacia un estilo más frutado, limpio y fácil de tomar. En esa época lo más moderno que había era Valmont... Yo no sabía de vinos, pero empezamos a revolucionar el mercado. Con Valderrobles pasamos de 4000 a 40.000 cajas por mes. Y después trabajé con Saint Felicien, que lo estaban por discontinuar.
–También fuiste parte del nacimiento del Estiba Reservada, uno de los vinos más icónicos de la Argentina.
–Catena tenía una idea de lo más francesa para este vino, y yo decía que no, que tenía que ser distinto. Lo genial de Catena era que teníamos peleas intelectuales y el que tenía el mejor argumento ganaba. Yo logré que la etiqueta fuera lo menos francesa que se podía, y se me ocurrió hacer el packaging que hoy es ya es clásico, el de la bolsa de tela.
–¿De dónde sale la idea?
–Había visto en la edición navideña de una revista de decoración una bolsa con un moño para regalar botellas de vino. Y dije: “¿Por qué no hacemos una así, pero con una ventana para que se vea la etiqueta; que lo proteja y que le dé una diferenciación en el mercado?”. Me hice traer el género de Austria, hice el prototipo... y Catena dijo que no. Fuimos a almorzar con Francis Mallmann y me la llevé en la cartera: “Francis, ¿qué pensás de esto?”. Francis dijo “¡me encanta!” y Catena me dijo: “Ok, Marina, vamos”. Y lo lanzamos con una estrategia en la que había una cantidad muy limitada de botellas, 4 u 8 por vinoteca o restaurante. Mandábamos una vez por año una carta que decía cuántas botellas le tocaban a cada uno.
–¿Y cómo te fuiste involucrando con el conocimiento del vino?
–Catena me mandó a San Rafael a hacer el curso del INTA, y ahí me empezó a gustar. Yo siempre tuve mucha nariz. Mi mamá me mandaba a hacer las compras al mercado, pero después cuando iba ella le pedían que por favor yo no fuera más a comprar: “Huele todo y me pregunta cuándo vienen los buenos tomates”, se quejaban. Cuando en el curso del INTA empezamos con las degustaciones de vinos, yo podía oler todo lo que decían, ¡y más! Ahí me enganché con el vino, me enganché con la nariz.
–¿Qué te llevó a estudiar para Master of Wine? No había nadie con ese título en la región.
–En un momento Catena me puso a armar un departamento de exportaciones. Empiezo a viajar y me doy cuenta de que mis pares sabían de todos los vinos del mundo. Entonces me di cuenta de que tenía que profesionalizarme para poder representar a la bodega. Pero en la Argentina no había dónde.
–No existía ni siquiera la carrera de sommelier en el país...
–Claro. Pero justo había conocido a unos franceses que tenían un campo en Chascomús, y que eran los dueños de Château Talbot [Burdeos, Francia]. Ellos me dijeron que lo más serio en la industria del vino era el Master Of Wine. Llamé al instituto, pregunté y me mandaron todos los papeles. Apliqué en septiembre y a fines de octubre me dijeron que había entrado. Como en enero tenía que empezar en Londres, le dije a Catena que renunciaba: “yo no puedo estudiar y al mismo tiempo estar arriba de un avión”, como tenía que estar entonces por mi trabajo en exportaciones. Pero él me dijo que armáramos un plan y me dediqué a abrir los mercados de la bodega en Europa, desde Londres, mientras estudiaba.
–¿Qué tanto estudio demanda el Master of Wine?
–Tenés una lista de estudio con la que cumplir. Estudiás todas las áreas del mundo del vino: viticultura, enología, comercialización e incluso todo lo que tiene que ver con temas éticos y actualidad. Son 5 exámenes teóricos que lo que tienen de particular es que no son de conocimiento, sino de entendimiento. De lo que se trata es de argumentar en base al conocimiento. Y lo otro es el examen de cata: para aprobar tenés que dar un examen sobre 36 vinos que catás a ciegas. Para eso tenés que aprender con el paladar a traducir lo que hay en la copa: deducir la variedad del vino, de dónde es, cómo es el clima, cuánto cuesta y cómo está hecho. Pero lo único que tenés es una copa; las botellas son transparentes, todas iguales. Y luego tenés que presentar una tesis académica. En mi caso, la abordé desde el marketing, y me pregunté si el Malbec le podía dar a la Argentina una ventaja competitiva única en el Reino Unido.
–¿Cómo era tu rutina de estudio?
–El estudio me llevaba la mitad de mi día, pero probar vinos probaba todos los días. Todos los sábados tenía cata de 12 vinos a ciegas con mi grupo de estudio, que éramos 6 u 8. Además, tenía una amiga que vivía a cuatro cuadras y todo el tiempo nos dábamos vinos a ciegas; ella pasaba con el auto y me dejaba una copa. Como parte del estudio, agarré el libro de Jancis Robinson [gran referente del vino, cuya enciclopedia describe toda las variedades del mundo] y empecé por la A. Lo leí todo, probando vinos. Lo que me doy cuenta hoy es que fue un poco de ignorante entrar al Master of Wine. Si hubiera sabido todo lo que tenía que estudiar no sé si me animaba.
–¿Por qué en 20 años no hubo ningún otro Master of Wine argentino?
–Desde que volví estoy tratando de que haya más candidatos y que no te tengas que ir como yo. Hoy te podés profesionalizar en la Argentina. Pero sí tenés muchos más desafíos, empezando por la parte económica: a nosotros todo nos cuesta mucho más, empezando por viajar. ¡Y además acá no llegan los vinos del mundo!
–¿Cómo es tu proyecto Vino para ayudar?
–Hace un tiempo hice una cata para escribir una nota sobre los mejores blends de Sudamérica para Decanter, y me llegaron 230 vinos. Mi casa se llenó de cajas de vino, grandes vinos. Y dije: “¿Qué hago? Voy a hacer una subasta”. Armé @vinoparaayudar en Instagram, para ofrecer subastas de cajas en las que el que más paga se lleva el mejor mix de precio y puntos, y el dinero va para ayudar a una ONG. Lo hice primero para el comedor Manos de la Cava, y después hicimos otras para otras ONG. ¡Se puede ayudar con vino! Y dentro de Vino para Ayudar ahora estamos empezando a hacer las winemaker dinners en embajadas.
–¿El vino más caro es el mejor?
–Debería, pero no. Primero porque cada uno tiene un paladar distinto. Hay gente que necesita un vino con mucha concentración, mientras que a quienes tiene un paladar muy sensitivo esos vinos les pueden resultar demasiado intensos. Y después, hay cosas que tienen que ver con la oferta y la demanda. Si es una partida chica, tendrá precio más alto. Y también hay muchas bodegas que inflan sus precios. A mí por lo general me gustan más las segundas etiquetas en precio, no las más caras que suelen estar un poco forzadas. ¿Tienen calidad? Sí. Pero una cartera de Louis Vuitton, ¿vale lo que piden?
–¿Y cómo puede uno guiarse a la hora de comprar un vino?
– Lo que debería pasar es que haya algo así como un traductor. Eso es lo que la industria debería proporcionarle al consumidor. Una persona que te pregunte: “¿Qué te gusta?” Y sí, el consumidor debería también saber un poquito más qué le gusta. Para mí la diferencia entre un buen sommelier y uno malo es que uno busca lo te gusta a vos y el otro te dice qué es lo que tenés que tomar. Lo que no entiendo es cómo dejamos que nos bajen línea. Si yo te digo que este es el mejor perfume para vos, te lo ponés y no te gusta, ¿lo usarías?
–¿Hay que saber de vino para poder disfrutarlo?
–No, y los consumidores no tienen que dejar que nadie les diga lo contrario. Históricamente le dijimos al consumidor que tenía que saber y que los que saben son ciertos críticos a los que hay que seguir. Y no es así. En todos los otros productos, el poder lo tiene el consumidor. Pero en el vino, no. Falta que el poder vaya al consumidor y pueda decir este vino no me gusta.
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