Hace unas semanas, salí a buscar un pedido de comida con el auto. Era lunes, poco más de las 10 de la noche, y las calles de Villa Urquiza ya estaban casi desérticas: el paisaje pandémico, a esa hora, es más un alivio que una amenaza. Me gusta manejar en la ciudad vacía, me gusta ir en el auto sola. Y me gusta, sobre todo, ese instante inicial en el que hago contacto con la llave y se enciende la radio. Nunca recuerdo en qué dial la dejé. A veces me sorprende una canción que hacía años que no escuchaba (porque, cuando ya no sabemos qué escuhar, seguimos clavando Aspen, ¿no?) o una locución familiar. Otras, alguna voz que no reconozco pero que, por alguna razón, me atrapa. Quiero seguir escuchándola mientras arranco el motor, mientras avanzo.
Me pasó ese lunes: alguien leía –mejor dicho, interpretaba– un relato en el que un nieto, ahora adulto, evocaba a su abuelo en torno a una anécdota futbolera. Y por más que ese universo estuviera bastante alejado de mis intereses, el relato me resultaba magnético, emocionante. Pensé: ¿hace cuánto tiempo que no escucho un cuento? ¿Cuándo dejaron de contármelos? ¿Será que la emoción de escuchar una buena historia sigue intacta, como cuando mi abuela me inventaba narraciones tan maravillosas como sencillas para hacerme dormir? ¿Será que mi hijo, cuando cada noche me pide que le lea, siente lo mismo que yo ahora, que no quiero llegar a destino para seguir escuchando?
Precisamente, llegué y no me pude bajar del auto. Escuché el bloque hasta el final y así supe que el relato, en la voz de Jean Pierre Noher, se titulaba "El mismo arco" y era del dramaturgo Pablo Iglesias. Y que toda esa magia radial que me retenía en el auto mientras las empanadas salteñas se enfriaban estaba sucediendo en el programa Casa radio, de Hernán Casciari junto a Andy Kusnetzoff, en Metro. Pensé: claro, esto es lo que genera Casciari. Y también: todo tiene que ver con todo.
Más que un descubrimiento o epifanía, lo mío era una confirmación. Es que esa misma semana habíamos producido la nota y las fotos para esta tapa. La que ustedes tienen ahora en la mano. Hacía varios meses que veníamos con ganas de hacerlo a Casciari: porque se cumplían 10 años desde que renunció a ser parte de la corporación editorial y se abrió camino en la autogestión, porque con cada paso que da sigue apostando por un mundo tantas veces amenazado de muerte –el de los libros, las palabras, la literatura–, porque no bien empezó la pandemia tuvo una idea genial para reinventarse por streaming (lo van a leer en la nota), porque parece haber vivido mil vidas (de su Mercedes natal a San Isidro, de España a Uruguay y ahora, casualmente, en Villa Urquiza) y, sin embargo, él se autodefine entre ermitaño y vago. Porque siempre se desmarca del lugar común. Y porque, como nosotros, ama leer y contar historias.
¿Será que la emoción de escuchar una buena historia sigue intacta, como cuando mi abuela me inventaba narraciones tan maravillosas como sencillas para hacerme dormir? ¿Será que mi hijo, cuando cada noche me pide que le lea, siente lo mismo que yo ahora, que no quiero llegar a destino para seguir escuchando?
Todo tiene que ver con todo, dije, pensé, cuando edité la nota de Pablo Plotkin en la que Casciari cuenta que uno de sus últimos libros, Los consejos de mi abuelo facho, recopila textos inéditos que escribió durante los 90, cuando se instaló en una casona de San Isidro con su abuelo, Marcos. Un hombre duro, pero también decisivo para su vida: lo recibió con una sentencia –"tu trabajo es escribir, adelgazar y dejar el vicio"– y le hizo ver que lo de la literatura iba en serio, que podía constituirlo, darle algo sólido, en medio del caos que venía arrastrando.
Porque ¿no es acaso esa la función de las historias, los relatos, los cuentos, los mitos, la literatura en general? ¿No ofician como códigos, claves, mapas, pistas para entendernos y organizar la realidad? Más de una vez, cuando mi hijo de 3 años descubre algo nuevo, lo compara con algo que yo le leí o le conté. Y eso me maravilla. Y esa es la maravilla, también, que logra Casciari con su oficio incansable de narrar: mostrarnos que la palabra hecha cuento tiene el poder de reconectarnos con todas esas historias que nos constituyen, en un mundo que en estos tiempos parece más extraño que la ficción.
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