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“El negocio lo fundó mi abuelo griego Anastasio en 1952 junto a Pedro un socio armenio. En el momento de definir cómo llamarlo no se ponían de acuerdo: los dos tiraban por su bandera y tradiciones. En la búsqueda de un punto intermedio entre ambas nacionalidades se les ocurrió nombrarlo “Damasco”, por la ciudad y capital de Siria”, afirma, detrás del mostrador, Marcelo Piticoglou, tercera generación al frente de la clásica confitería de productos orientales.
En sus inicios comenzó como un pequeño almacén de Ramos Generales y con los años ganó fama por sus deliciosos dulces y postres: desde baklava, “dedos de novia”, kurabies y mamul, entre muchos más. Hoy, Marcelo es el guardián de las recetas artesanales de este ícono con más de 70 años en Palermo.
Entre especias y frutos secos
Son las tres de la tarde de un jueves otoñal de abril. El sol se refleja en los grandes ventanales de la confitería ubicada en la concurrida Avenida Raúl Scalabrini Ortíz al 1283 (casi en la esquina de José Antonio Cabrera). Afuera, hay gran movimiento de transeúntes y sonidos del tráfico habitual: se oyen las bocinas de los automóviles y la frenada de los colectivos. Algo distinto sucede al ingresar a este refugio detenido en el tiempo: si alguien llega con prisa, enseguida se ve conquistado por los aromas y se olvida que está en pleno Palermo. Al percibir la gran variedad de especias y frutos secos: pimentón, comino, clavo de olor, nuez moscada, dátiles, nueces, almendras y pistachos, entre otros, enseguida viaja a Medio Oriente.
“La conozco desde hace años, pero vivo lejos, en zona Oeste. Hoy que vine a realizar unos trámites por el barrio me acordé y no dudé en entrar. Hay cosas muy ricas. Me gusta la variedad de dulces y salados que ofrecen. Mi preferido es el mamul. En general me encanta probar todo tipo de estas comidas y disfrutarlas en familia”, asegura Natalia, una habitué, mientras elige los dulces que se llevará para acompañar con el café de la tarde.
Sobrevivió a la Guerra Greco-Turca, fuer marinero y ancló en Buenos Aires
Marcelo cuenta que su abuelo Anastasio, al que todos cariñosamente conocían como Don Taso nació en Esmirna, actual ciudad de Turquía. “Durante la Guerra Greco -Turca vivían con toda su familia en un sótano escondidos. Él era chiquito y, para pasar desapercibido, salía a hacer los mandados con un sombrero Fez. Vivió situaciones muy duras y logró sobrevivir.
De hecho en su pierna izquierda, arriba de la rodilla, tenía una cicatriz de una bala que le atravesó en plena guerra. A los trece años comenzó su aventura en altamar como marinero. Trabajó en buque mercante y llegó a ser mecánico naval”, relata Marcelo, emocionado.
La tercera vez que el naviero amarró en el Puerto de Buenos Aires Taso decidió quedarse: le habían fascinado el ambiente y las oportunidades de la ciudad. Se instaló cerca del puerto y comenzó a trabajar en una aceitera, luego en un depósito. Con sus primeros ahorros se compró un triciclo e iba a vender naranjas a la cancha de Boca Juniors y Huracán. Al ser autodidacta y amante de las manualidades, también realizó un curso de técnico de radio y solía reparar equipos.
Fue a principios de la década del 50 cuando se le ocurrió cambiar de rubro para dedicarse de lleno a la gastronomía. Añoraba los sabores de su infancia y los dulces caseros de su madre. En aquella época Taso se asoció con Pedro, un armenio que había conocido en el barrio y juntos montaron, en agosto de 1952, “Damasco”. El primer local estaba ubicado justo en la otra cuadra: Scalabrini Ortiz 1335. “Fue uno de los primeros almacenes de productos orientales de la zona. Armaron todo a pulmón y se fueron ganando la clientela con el boca en boca. La zona fue estratégica: es que en cinco cuadras a la redonda está la Catedral Ortodoxa San Jorge; la Parroquia Greco-Melquita Nuestra Señora del Perpetuo Socorro y San Gregorio El Iluminador, Catedral de la Iglesia Apostólica Armenia”, detalla su nieto.
Como Taso era un apasionado de la carpintería se encargó de diseñar los altos estantes de madera y los mostradores del local, que enseguida se llenaron de conservas, mermeladas y especias. “Se vendía todo a granel y suelto. En esa época tenían las bolsas de arpillera arremangadas con los productos y preparaban las bolsitas, según el pedido del cliente. Al tiempo, llegaron los dulces clásicos como el baklava, kadaif y kurabies; pan de pita y empanadas como Fatay (cerradas) y Lehmeyun (abiertas)”, detalla Marcelo. Y a pedido del público fueron sumando cada vez más comidas saladas para llevar: sarmá o niños envueltos (hoja de parra rellena con carne y arroz); ensalada Belén; bohíos de verdura y Spanakopitas (arrolladitos de masa fila con relleno de verdura, cebolla y queso), entre otras.
En la década del 80 la confitería se mudó a su ubicación actual con un local más amplio y luminoso. Desde entonces conserva su estética y mobiliario: pisos de granito, mostradores de madera, heladeras exhibidoras, especiero y ventiladores de techo. “La clientela cuando entra se sorprende porque está todo igual. Les hace recordar otras épocas”, confiesa Marcelo y señala un plato que está colgado en el centro del negocio. Es de un soldado en el Partenón griego. “Lo trajo mi abuelo en 1955 de Atenas y se transformó en el escudo de la casa, nos acompaña desde siempre”, cuenta emocionado.
Aquí todo queda en familia
Juan Carlos, conocido como “Iani”, el hijo de Taso también continúo con el legado. Arrancó a trabajar en la confitería a los once años y ahora cerca de los 80 sigue detrás de los detalles. “Hasta antes de la pandemia venía todos los días y estaba firme detrás del mostrador atendiendo a los clientes. Tiene mucho carisma”, cuenta Marcelo, quien es técnico en automotores y trabajó una década en los talleres de autos de carrera. “Cuando falleció mi abuelo y otros empleados históricos se retiraron, mi papá necesitó ayuda y me empecé a meter de a poquito, como quien no quiere la cosa, y acá estoy”, rememora quien heredó el amor por la cocina y las manualidades de Don Taso. Es un apasionado de la repostería. “Las recetas son las mismas que me enseñó él. Las transcribí en una agenda. Lentamente me fui metiendo en la cocina. Me gusta la etapa de la preparación, trabajar con las manos”, confiesa.
La gran especialidad de Damasco es su repostería artesanal. “Es nuestro fuerte. Lleva tiempo porque es todo súper artesanal y todos los días se elabora fresca”, asegura Marcelo y cuenta que su preferido es el Kadaif de almendras con cabello de ángel crocante por encima. En un amplio mostrador desfilan los otros postres orientales que se venden por kilo. Uno de los más solicitados es el Baklava, con masa filo; relleno con diferentes frutas secas (nuez, almendra o pistachos) y coronado con un dulce almíbar. “Es la estrellita. Vienen a buscarla desde lejos”, cuenta. También hay arrollados con nueces; mamul con dátiles, almendra o nueces; triángulos con avellana; niditos con higo o damasco; kurabies (una galletita de manteca y azúcar impalpable); y Kahké dulces o saladas (rosquitas de anís y sésamo).”Este es el Samaly, también conocido como Namura o Aresteló. Es un dulce de sémola con textura similar a un bizcochuelo bañado en almíbar y con un decorado de almendra”, cuenta, mientras envuelve el pedido de un habitué.
También pican en punta los productos salados caseros. Con los años conquistaron paladares: muchos clientes van en busca de su almuerzo en el horario laboral o los suelen llevar para disfrutarlos en casa. Ofrecen desde fatay con masa casera con relleno de carne; lajmayin; bohios, rellenos de acelga y queso parmesano y gratinados con queso rallado; pasando por las berenjenas al tomate hasta Keftedes con carne frita. Para Marcelo la materia prima tiene que ser la mejor siempre y no se negocia. “Es un lema que me enseñaron y que lo mantenemos desde hace más de 70 años. Creo que este es uno de los secretos”.
El sector del almacén sigue tan firme como en los inicios
En los estantes hay variedad de conservas, aceite de oliva, vinos y otras bebidas alcohólicas (entre ellas anís). Mamón o zapallo en almíbar, dulce de cayote, falafel, cous cous, y hojas de parra en salmuera, son algunas de las joyitas. También se encuentran gran variedad de especias. Tienen más de 50 y el 40% de ellas son importadas. “Algunas las traemos del Líbano, Marruecos, Grecia, o España”, describe. Entre las más solicitadas están el “Baharat” (una mezcla de siete especias), el Zaatar (con base de tomillo y orégano) y el Sumac con sabor alimonado. Los parroquianos se desviven por la variedad y calidad de sus frutos secos: damascos dulces o ácidos, ciruelas presidente, pasas negras sin semilla, peras y pistacho, entre muchas más. “Me llevo un ¼ kilo de almendras”, solicita un habitúe y se tienta con los panes de pita para la picada de la noche.
La confitería es un sitio de encuentro en el barrio
Tienen clientes que los eligen desde hace varias generaciones. Como Mauricio un habitué que continúa la tradición de pasar todos los sábados a “dejar la cuota”, (como decía su padre) y se lleva gran variedad de productos para compartir en familia. “Viene mucha gente del interior. Otros nos hacen pedidos y se los enviamos por encomienda. Nos visitan extranjeros y de las embajadas de Siria, Egipto, entre otras”, cuenta Piticoglou. A lo largo de los años han recibido figuras del mundo del espectáculo, política, artistas y periodistas. El expresidente argentino Carlos Saúl Menem era fanático de sus dulces. También Zulema Yoma y su hija Zulemita. Además, han pasado por allí Graciela Alfano, Soledad Villamil y las hermanas Escudero, entre otros.
Magdalena arrancó a trabajar en la confitería en el 2007 por recomendación de Marta, una de las empleadas históricas. “Ella fue una gran maestra para mí. Cuando entré descubrí esta cultura y sabores. Al sentir los aromas recordé a mi abuela Margarita y a mi infancia. Es que cuando probás estos platos, enseguida se te abre un mundo diferente. Muchos chicos jóvenes que no son de la colectividad vienen porque se lo recomendaron y les encantan”, reconoce, mientras prepara una bandeja con medio kilo de masas secas.
“A mi abuelo lo tengo presente todos los días. Él nos guía”, remata Marcelo orgulloso y, enseguida, observa el plato de cerámica colgado en la pared. Es el que trajo Taso en uno de sus viajes a Atenas.
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