Más allá de House of Gucci: las “viudas negras” que hicieron historia
A partir del estimable esfuerzo de Lady Gaga en la película de Ridley Scott, ha vuelto a estar en el candelero Patrizia Reggiani, autora intelectual del asesinato de su exmarido Maurizio Gucci; una de las tantas femmes fatales que, a lo largo de los siglos, hicieron de las suyas a través de sicarios, alguna que otra arma o eficaces venenos
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Calculadoras, inteligentes y ambiciosas; seductoras que toman la iniciativa en el terreno sexual y que acaban siendo la perdición de varones que caen rendidos a sus encantos. El destino resulta inexorable para las víctimas de estas femmes fatales, mantis religiosas que desbaratan el concepto del eterno femenino tan caro a Goethe, que dicta en su Fausto que la misión de ellas es elevar a los hombres. Una idea históricamente fijada de que la mujer es por naturaleza un ser abnegado y delicado. Por desafiar este estereotipo, las transgresoras insumisas han tenido que pagan caro su inconducta desde los tiempos bíblicos, desde la mitología clásica donde abundan las tentadoras como Salomé, Judith, Circe, Medea, Pandora... Personajes que inspiraron tantas ficciones, tantas obras de arte creadas por artistas varones, ellos también fascinados por su atractivo.
En el transcurrir de Pacto de Sangre (1944), de Billy Wilder, obra maestra del cine negro, la fría e inescrupulosa Barbara Stanwyck manipula a un cuarentón enamoradizo para que la ayude a deshacerse de su marido petrolero; pero la pareja no contaba con la astucia del investigador Edward G. Robinson. A la platinadísima Lana Turner también le cuesta caro haber liquidado a su esposo, asistida por su devoto amante, en El cartero siempre llama dos veces (1946), clásico de Tay Garnett. Y mucho más cerca en el tiempo, tenemos a Nicole Kidman en Todo por un sueño (1995), de Gus Van Sant, atrapada en su propia telaraña. Todas ellas, en pos de satisfacer sus ambiciones, van dejando un tendal de varones….
De allí el mote que les regala la criminología: “viudas negras”. Apodo que alude a las arañas hembras capulinas, conocidas por practicar el canibalismo sexual, reconocibles por una marca en la panza, roja -como corresponde- y en forma de reloj de arena. Ocasionalmente, las muy glotonas se zampan a los agotados machos inmediatamente después de copular, en un espeluznante ritual de apareamiento. Por si hiciera falta, la etimología da pistas: la especie pertenece a familia Latrodectus, del latín latro, “mercenario, forajido, ladrón”, y del griego antiguo dektés, “mordedor”.
Pues bien, Lady Gaga puede presumir hoy día de pertenecer a este temible linaje. En la ficción, sobra aclarar. Incluso las críticas más desfavorables salvan su interpretación en la pomposa, novelesca House of Gucci, inspirada en hechos reales. Tanto la elogian que las quinielas ya la dan por favorita para los Oscar 2022, aun cuando las nominaciones recién se darán a conocer los primeros días de febrero. Los comentaristas aprecian que -a diferencia de Al Pacino, Jeremy Irons, Jared Leto- la actriz no haya caído en la caricatura ramplona y la mueca permanente, “recursos” alentados por el director Ridley Scott. Tan petulante el hombre que, frente a la queja de los propios herederos Gucci por retratar burdamente el drama familiar, solo ha atinado a decir: “Deberían estar agradecidos”.
Tres tiros en la espalda
A los descendientes les ha sentado fatal que mostrase a su parentela “como hooligans brutos e insensibles” en una película donde el lujo es vulgaridad, a partir de escenas irrisorias que han dejado confundido incluso al propio Tom Ford, diseñador que supo revitalizar el emporio en los 90s. Ojo, la película tiene sus “méritos”: es incontable la cantidad de veces que se dice “Gucci” en 157 minutos (como si la palabra, en sí misma, fuera un continente), y ha habido un “efecto halo” (aumentar el interés por la maison y, en consecuencia, sus ventas, aunque los beneficios los perciba el actual dueño de la marca florentina, el grupo Kering). Y como quedó dicho, está el lucimiento del perfil de la viuda negra de la moda italiana: Patrizia Reggiani, airosamente a cargo de Gaga.
Reggiani, como bien se sabe, orquestó en el 1995 el asesinato de su exmarido Maurizio Gucci, alentada por su maga/psíquica personal, que le facilitó el sicario. Tres tiros en la espalda despacharon al otro barrio a MG en el portal de su oficina de Milán, dejando a la policía sumergida en dudas: ¿sería un ajuste de cuentas, obra del crimen organizado? ¡La mandante e stata la Signora Gucci!, constatarían dos años más tarde, para desgracia de su autora intelectual que, acostumbrada a los ríos de diamantes y a las suntuosas ville, ahora debería residir en una celdita con un modesto traje de reclusa. Fueron varios los detonantes para que Patrizia tercerizara el crimen del padre de sus hijas: ansias de poder, incontenible necesidad de lujo, orgullo y vanidad heridos. El cobarde abandono de Gucci (la dejó por una jovencita y se lo hizo saber a través de su abogado) y una vida menos rumbosa (aunque igualmente ostentosa, gracias a una pensión altísima), fueron casi tan graves para ella como la mala administración de Maurizio de la empresa. Que en 2021 -dicho sea de paso- cumplió un siglo, fundada como marroquinería artesanal por el patriarca Guccio Gucci en 1921. Maurizio terminó con el legado familiar al vender sus acciones a un grupo de inversión, y Reggiani, que siempre se sintió “la más Gucci de los Gucci”, explotó de furia. Entonces devino despechada viuda negra y, hermanándose con tantas vengativas del noir, actuó a conciencia pura, por así decirlo.
Cóctel mortal
Aquí habría que señalar que las armas (blancas, de fuego) no suelen ser el medio favorito de las asesinas. Habitualmente, el procedimiento es más discreto: se administra en las sombras, no demanda fuerza bruta, está al alcance de la mano para acabar con bichos domésticos. Es que, efectivamente, como bromease antaño el humorista francés Pierre Desproges, “solo la intención diferencia a una mala cocinera de una envenenadora”. Aparte de las desprolijas que fueron descubiertas, quién sabe cuántos maridos habrán perecido a fuerza de guisos emponzoñados, sin sospechar el médico de la familia de la, en apariencia, afligida cónyuge. Señoras que, encadenadas a las tareas del hogar, han tenido acceso a ingredientes potencialmente mortales: hierbas, hongos, cocteles medicinales que, en su mayor parte, no dejaban rastro.
Una de las primeras viudas negras en valerse de este método fue Agripina la Menor, parte de una familia -como mínimo- complicada. Hermana de Calígula (que la mandó una temporada al exilio) y esposa del emperador Claudio (que asimismo era su tío), Agripina conspiró hasta que su hijo Nerón -fruto de un matrimonio anterior- ocupara el trono. Lograr el poder para su vástago la llevó a envenenar a su marido con uno de sus platos preferidos: hongos. Obviamente de tipo venenoso. Al final del día, el tiro le salió por la culata: Nerón se cansó de que su mamá se inmiscuyera en sus asuntos de gobierno y ordenó que la borraran del mapa.
Cuando Alice Kyteler logró deshacerse de sus cuatro acaudalados esposos, de a uno por vez, todos consumidos por una enfermedad misteriosa, los familiares de los finados asumieron que la Lady era una hechicera. Y que sin duda habría sacrificado animales y empleado otros recursos pecaminosos para lograr el favor de Satanás. La envenenadora fue la primera mujer acusada y condenada por brujería en Irlanda, en el siglo XIV, pero escapó de la pira por un pelo, usando su mal habida fortuna para huir a Inglaterra.
El siglo XX ha ofrecido bastantes ejemplares que ponen los pelos de punta. Entre el mito y la realidad estaría la truculenta leyenda en torno de Vera Renczi. Sus celos desmedidos habrían motivado que esta aristócrata rumana administrase arsénico a sus dos maridos, a su único hijo y a una treintena de amantes que levantó en pitucos salones de Serbia, país donde creció y donde terminaría presa en 1925. Bella y seductora, era además sumamente detallista: guardaba los cadáveres en ataúdes de zinc en el sótano de su mansión, con plaquitas que identificaban nombre y edad del ocupante.
“Viuda con gran fortuna busca compartir su vida con un hombre que tenga posesiones”, rezaba el anuncio que sirvió a Belle Gunness para conseguir galanes maduros. Pretendientes a los que la dama -que había “perdido” dos consortes- les pedía presentarse en su granja de Indiana con grandes sumas, como prueba de su riqueza. Luego los dopaba con banquetes rebosantes de pesticidas y a continuación les partía el cráneo, para finalmente enterrarlos en su finca. Oriunda de Noruega, Belle había cruzado el charco para hacerse la América, y a su manera, logró su cometido: ducha en simular incendios accidentales -de sus casas y tiendas- para cobrar los seguros, el fuego arrasó con su propiedad última, y así se encontraron decenas y decenas de cuerpos, prueba de sus muchos asesinatos. Hay quienes creen que ardió en esas llamas, en 1908, aunque otros dan por sentado que fue una coartada para darse a la huida.
Instalada en Chicago, la polaca Tillie Klimek se jactaba del don de vaticinar la muerte; en verdad solo estaba organizando su agenda. A su tercer esposo no solo le dio aviso: le compró el cajón en vida, mientras se confeccionaba el ajuar que vestiría durante el luto. Condimentando la comida con veneno, mató a tres maridos, también a un novio que le había hecho corte de manga. Se dice que al ser apresada, le espetó a un policía: “Cómo me gustaría cocinarte un rico plato”. No tuvo chance: murió en la cárcel en 1936, sin acercarse nunca más a las ollas. Se estima que además se cargó al perro ladrador de su cuadra, a vecinos que la traían de los nervios, a unos cuantos consanguíneos.
La chilena Corina Rojas era todavía una adolescente cuando la obligaron a casarse con un rico agricultor, 35 años mayor. Varios hijos más tarde, la familia cambió la vida bucólica por la citadina, y ella empezó a tomar lecciones de piano con un profesor, que adoptó como amante. Enamorada hasta el tuétano, preguntó a una presunta bruja cómo librarse de su marido. La mujer, haciendo gala de practicidad, no le vendió pócimas mágicas sino el dato de un sicario, que asesinó al esposo de un cuchillazo en el corazón. Cuando se supo quién había estado detrás del crimen, la prensa se hizo un festín, describiendo a Rojas como “liviana de cascos”, “histérica aguda”. Fue sentenciada a muerte, pero se salvó del pelotón de fusilamiento por indulto presidencial, no sin que antes su historia inspirara una cueca y una película, tenida por el primer largometraje del cine chileno: La baraja de la muerte (1916), de Salvador Giambastiani.
Implacables
Pocas cosas borraban la sonrisa de la dicharachera Nannie Doss, aka La Abuela Risitas, capaz de preparar unos pasteles de muerte con pasas alteradas, o unos cafés bien cargados de veneno para ratas. Sus sucesivos maridos no eran precisamente joyitas, sino alcohólicos y abusivos; a algunos los conoció a través de un club de corazones solitarios, suerte de Tinder por carta. A cuatro les quitó la vida entre la década del 20 y del 50, mientras seguía buscando incansablemente a su príncipe azul, aficionada -como era- a las novelas rosas. También barrió con su madre, su hermana, una suegra cargante, hijos y nietos…
Cabe mentar que la viuda negra tiene su contrapartida masculina: los señores apodados Barba Azul, en referencia al conocido cuento de hadas que Charles Perrault recopilase y adaptase en 1695. Acaso el más activo de estos uxoricidas haya sido Henri-Desiré Landru, implacable en sus conquistas durante la Gran Guerra. Haciéndose pasar por próspero ingeniero, agente secreto, diplomático y vendedor de autos, Landru camelaba a cándidas mujeres maduras hasta asegurarse sus bienes y propiedades bajo promesa de amor eterno, y luego las conducía hasta sus casitas sacrificiales en las afueras de París, donde dio muerte a, al menos, once víctimas. Mientras cometía sus tropelías, Landrú seguía casado, y visitaba cada tanto a su esposa y sus cuatro hijos, aportando a la manutención. El juicio de este asesino fue seguido por el tout Paris, y entre los cronistas que lo cubrieron figuraba la genial escritora Colette.
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