Maru Botana: batir el propio destino
Aprendió de su abuela el arte de hacer las cremas, y hoy no se separa de un batidor manual, que es su mejor arma en la cocina
Maru Botana se inició en la lectura con un clásico: el libro de Doña Petrona. Con apenas 6 años, en los días de lluvia se acurrucaba en la cama con su madre y juntas pasaban las mejores horas leyendo recetas de cocina. Después ponían manos a la obra. La pequeña hacía lo mismo con sus dos abuelas, cocineras consumadas, que vivían a pocas cuadras de su casa de Arcos y La Pampa, en Belgrano. Maru guarda intacta la imagen de su abuela Mami, imbatible en los alfajores de maizena y la torta Charlotte, batiendo la crema con un tenedor. Allí residía el secreto de su arte.
Tal vez en esos días nació la obsesión de Maru por el batido. No hay para ella pecado más grave que arrebatar una crema pastelera o sacar una mousse de chocolate con grumos. Y eso depende del batidor que se use. De plano, quedan descartados los eléctricos. La cocina es algo físico, sensorial, y sólo con la mano se alcanza la conciencia del punto exacto. De allí que Maru vaya por la vida buscando el batidor manual perfecto. Hace 10 años, y después de acumular unos 30, dio con uno que se ajusta al ideal. “Es liviano, amplio, cómodo. Puedo estar usándolo durante media hora sin cansarme. Trabaja de forma envolvente y aireada. Le tomé un cariño especial y no entro a ninguna cocina sin él.”
Maru parece ser una persona a la que le llegan las cosas que busca. Quizá porque tuvo, desde temprano, algo de lo que muchos adolecen: un foco. “De chica, mi vida era acumular recetas, y a los 12 años empecé a vender tortas entre los conocidos de la familia y los vecinos del edificio”, cuenta. Nada pudo apartarla de su destino, ni siquiera la facultad de Ciencias Económicas, en cuyas aulas conoció un compañero que trabajaba como cadete para Francis Mallmann. De allí a la oficina del ilustre cocinero había un paso, y Maru lo dio. Le dijo que quería trabajo. Muy bien, dijo Mallmann, que estaba buscando mozas. Ella, sin que le temblara la voz, aclaró que quería cocinar. Ahí el chef alzó la vista y le pidió que le llevara algo que supiera hacer. Maru batió y amasó. Y cargó en su Renault 4 unos profiteroles y unos napoleones de hojaldre que llegaron enteros de milagro. Mallmann los probó y no dijo nada, pero a los pocos días ella era la única mujer entre los 10 hombres que integraban el equipo de Pablo Massey en los inicios de Patagonia. “Entré como ayudante de pastelería. Fue una experiencia llena de adrenalina. A los pocos días tuve que hacer 12 suflés de chocolate y yo temblaba. ¡Tenían que salir perfectos y no caerse en el viaje de la cocina a la mesa!”
Francis sobrevolaba. Un día entró con una farandole gourmand, una combinación de muchos postres, y tomó algo entre los dedos: “¿Este pelo de quién es?”, inquirió. A Maru los rulos le caían hasta la cintura. Tenía el gorro puesto, pero la evidencia era inequívoca y no le quedó más remedio que levantar la mano. Mallmann sonrió y la tensión se disipó. Pero quedó claro que eso no debía volver a pasar. “Durante cuatro años esa cocina fue mi vida, mi mundo, mi historia. Nos divertíamos mucho, pero no había francos. Mis amigas venían a verme y se sentaban en el tacho de harina para hacerme compañía y charlar.”
Luego vendrían los viajes con Mallmann. Conoció los mejores restaurantes del mundo. Aprendió y aprendió. Un día Francis le dijo que estaba lista para volar por su cuenta y ella abrió su primer local. “La cocina me sacó de la campana de cristal en la que crecí –dice Maru–. Gracias a ella conocí el mundo y empecé a ser independiente.”
Sin embargo, hay una vieja lección que no olvida: se cocina con la sensibilidad de las manos. Por eso, si un día le faltara su querido batidor, hará la mejor crema del mundo tal como la hacía su abuela: con un simple tenedor.
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