Martin Sorrell, el tiburón del mundo publicitario
Perseverancia y velocidad podría decir el tatuaje en el antebrazo de un surfista, esos monjes zen del océano capaces de pasar las horas en el agua hasta dar con la ola perfecta, a la que se tienen que subir con la rapidez de una anguila. Menos existencial podría ser el eslogan de un auto deportivo alemán, irrompible y arrogante. Pero no: son las palabras que eligió Sir Martin Sorrell (Londres, 1945) para tallar en su escudo de Caballero, título que le fue concedido en el año 2000 por la Reina Isabel II. Arrodillado ante ella, sintiendo el frío metálico de la espada sobre su hombro, aquella mañana Sorrell tuvo un lacónico y particular diálogo con la eterna emperatriz, por entonces de 74 años.
–¿Usted continúa en el negocio?– preguntó la reina.
Sorprendido, Sorrel balbuceó:
– Bueno, se-se... ñora, sí lo estoy, a menos que usted... sepa algo que yo no sé.
Sorrell relata su ingreso triunfal en la aristocracia europea con fina simpatía british, y con la misma locuacidad con la que aparenta referirse a todo. Es un hombre seguro –como no serlo habiendo sido el César de la publicidad–, pero que a diferencia de otros magnates, no parece haber perdido un ápice la curiosidad. Antes de iniciar la charla con LA NACION revista en un hotel de Puerto Madero –llegó a Buenos Aires invitado a participar del Festival Iberoamericano de la Publicidad (FIAP), que organiza Rodrigo Figueroa Reyes–, este londinense amante del cricket y del esquí quiere saber cómo anda el diario, cómo le va al canal de televisión, cuántos ejemplares vende los domingos. Estar al tanto del pulso de los negocios, sobre todo los que tienen que ver con la comunicación, es una necesidad para él, el aire por el que respira su mundo.
Afable y elegante, enamorado de estas tierras –tiene una chacra en José Ignacio, Uruguay–, el magnetismo de Farrell es inapelable. Su peripecia vital, humedecida por la épica del ascenso social meteórico, podría formar parte de una serie, sea Mad Men u otra. Nieto de abuelos judíos de Europa del Este –inmigrantes ucranianos y rumanos–, su padre fue un exitoso vendedor de electrónica que no terminó el secundario, de manera que se propuso darle una buena educación a su hijo. Ya antes de egresar en Cambridge, donde se graduó con honores, el joven Martin tenía la determinación de triunfar en lo suyo. "Desde los 14 años que leo el Financial Times", dice. Con el tiempo sería el fundador y CEO del mayor conglomerado de empresas vinculadas a la publicidad, la consultoría y el marketing del universo, el gigante WPP (Wire and Plastic Products), una especie de Matrix alrededor de la cual constelan decenas de firmas del tamaño y el prestigio de Ogilvy, Walter Thompson o Gray. Todas ellas fueron capturadas, en su momento, por los tentáculos de este pulpo del mundo empresarial.
En rigor, WPP existía antes de su llegada: era una pequeña compañía que fabricaba canastos y utensilios de plástico y de mimbre, como los escurridores de platos y cubiertos. Sorrell la utilizó como plataforma de lanzamientos para sus ambiciones, que se dispararían hacia todas lados. A los 40 años, tomó el control del 16% de la empresa (puso buena parte de sus ahorros), abrió una oficina en Londres, redujo el nombre (de Wire and Plastic Products a WPP) y no paró.
"La gente mira este negocio con las anteojeras rosas de Mad Men. Pero debe haber un balance entre el Mad Men y el Maths Men"
Aquello, sin embargo, ya es parte del pasado: en abril de este año, y en el marco de una situación que dejó una estela de rumores a su paso, Sorrell abandonó la compañía tras una serie de episodios en los que se puso en duda su ética profesional. De todas maneras, él sigue vinculado a WPP, ya que conserva algunos activos y, por supuesto, muchos de los contactos con clientes y asociados. Además de haber tenido beneficios personales excesivos (70 millones de libras en 2015, por ejemplo), a Sorrell se lo acusaba –él lo niega terminantemente– de un trato demasiado hostil con sus propios ejecutivos. El hecho de haber sido el fundador de la empresa, sumado al omnímodo temperamento con el que lleva adelante su agenda, hicieron que algunos lo señalaran como un manager tóxico. Según la revista The New Yorker, que elaboró un minucioso perfil suyo en mayo, a Sorrell, que mide no más de 1,70, le gusta comparar su talla con la de Napoleón. Al fin y al cabo es un conquistador. Sus críticos son más perversos: ironizando con su estatura y su título de Caballero (Knight, en inglés), lo apodan 21/6 a sus espaldas, en referencia a que ése es el día con la noche (night) más corta en el hemisferio septentrional.
Como sea, en un ámbito tan competitivo como el de la publicidad, donde las vanidades y las envidias tienen el tamaño de las cuentas bancarias de sus protagonistas, es casi imposible que una figura como la suya no despertara todo tipo de especulaciones. Como el Lobo de Wall Street, en los 80 Sorrell, en muy poco tiempo y con una ferocidad hasta entonces infrecuente en el segmento, se apropió primero de decenas de pequeñas compañías de advertising, para luego adquirir, en un raid infernal, las cinco o seis agencias más importantes de Occidente. Subido a la ola de la globalización, convirtió a su criatura –WPP– en una multinacional con sedes en más de 100 países y más de 200 mil empleados. Construyó un Reich. Sentado frente a LA NACION revista, el hombre con el salario más alto de Gran Bretaña, el multiganador de premios y paradigma de la publicidad, se dispone a repasar una parte su carrera:
Si tuviera que enumerar cuatro o cincos grandes hitos de su vida profesional, ¿cuáles eligiría?
Bueno, sin lugar a dudas que el primero es haber ingresado a trabajar a Saatchi & Saatchi –otra empresa de comunicación– en 1975, que fue la que me formó. Ya estando en WPP, en 1987 compramos J. Walter Thompson, que fue muy importante. Dos años más tarde, otro gran hito fue la adquisición de Ogilvy&Mather. Un tiempo después, adquirir Young & Rubicam y Gray, también fueron momentos decisivos. Por último, en 2008 cuando compramos TNS, otro hito [N. de la R.: TNS es un grupo de investigación de mercado e información de mercado que fue adquirido por WPP por 1600 millones de libras esterlinas].
Como hombre fuerte del mundo de la publicidad, usted ha sido testigo de grandes transformaciones, sobre todo tras la irrupción de gigantes como Facebook y Google que cambiaron las reglas de juego en cuanto a los anunciantes. En primer lugar, ¿por qué las considera a ambas empresas de medios y no empresas de tecnología?
En realidad, eso lo dije porque fui consultado acerca del affaire entre Facebook y Cambridge Analytic. Cada medio es responsable de los contenidos que se publican en sus plataformas, y en ese sentido (Mark) Zuckerberg [fundador de Facebook] no puede aducir que no lo es. Los medios tradicionales son legalmente responsables de sus contenidos y Facebook o Google están exactamente en la misma posición como compañías periodísticas.
Usted considera a Facebook, a Google y a Amazon como los nuevos gigantes, no así a otras empresas como Twitter. ¿Por qué?
Cuando uno ve que el presidente de los Estados Unidos utiliza Twitter cada día para hacer declaraciones, uno podría pensar, desde un punto de vista comercial, que las posibilidades de la compañía son enormes, sin embargo eso no ocurre. Twitter no se convierte en un fenómeno comercial, en cuanto a sus anunciantes. Creo que eso no ocurre porque, más que nada, es un fenómeno de los PR [Relaciones Públicas] con la dificultad que tiene que converjan los anunciantes. No en una empresa como las otras. A esas que nombraste también agregaría Ali Babá, el gigante chino.
"Los medios de comunicación deben agrupar esfuerzos con el objetivo de ganarles terreno a las grandes plataformas digitales"
China, justamente, es un territorio y una cultura que cautivan a Sorrell desde hace mucho tiempo, desde que lo visitó por primera vez y se convenció de que era una nación imparable. Corría el año 1989 y, en medio de un viaje en tren, el magnate tuvo una suerte de epifanía. Atravesaba la campiña para participar de su primera reunión de directorio de WPP en China. Hacía muy poco, su empresa había adquirido JWT y Ogilvy Group, ambas con representación previa en Asia. Por aquel entonces, el sistema de trenes chino contaba con un solo carril. "Miré por la ventanilla y, no exagero, vi a cientos de miles de hombres, o incluso millones –Sorrell abre grande sus ojos celestes y enfatiza la anécdota moviendo sus manos– cargando vías de tren en sus espaldas y en sus carros de madera para construir el segundo carril. Pensé: esto está ocurriendo un domingo a la tarde; en Inglaterra, seguramente, todo el mundo debe estar en el pub viendo fútbol. Ahí me dije: ‘No tenemos chance’. Hoy ese tren cuenta con seis vías".
Volviendo al mundo de la comunicación, hace no mucho señaló que los medios tradicionales están ante un gran desafío, por la proliferación de las Fake News. ¿Cree que es posible sostener un periodismo de calidad en estas circunstancias?
Bueno, hacer periodismo de calidad tiene sus costos, claro, pero es más necesario que nunca. Sigue siendo muy importante el rol del periodismo de calidad. No por nada Jeff Bezos adquirió el Washington Post. En ese sentido, los medios deben saber aprovechar la oportunidad de negocio que se les presenta y agrupar esfuerzos con el objetivo de ganarle terreno a las grandes plataformas digitales.
Además de despertar suspiros en la platea femenina y envidias entre los varones, si algo consiguió Don Draper, el atildado protagonista de Mad Men, es romantizar la figura del publicista. Estetizarla, colocarla en una suerte de panacea cool en la que conviven la creatividad, el narcisismo y el alcohol. Sin embargo, esas imágenes edulcoradas tenían una omisión: nunca hacían referencia a los entretelones, si se quiere más burocráticos, del negocio; por eso mismo, en varios sentidos Sorrell encarna el antagonista a ese paradigma. En varias entrevistas que ha dado en los últimos tiempos, este hombre de 73 años, cuya energía vital podría detener el pack de forwards de los All Blacks, se ha encargado de desmantelar esa mitología. "La gente mira este negocio con las anteojeras rosas de Mad Men. Es entendible, pero yo siempre dije que debe haber un balance entre el Mad Men y el Maths Men, entre el arte y la ciencia, entre el hemisferio izquierdo del cerebro y el derecho. Y ahora todos lo están entendiendo así. Por algo en el Festival de Cannes ya hay premios dirigidos a la data".
Históricamente, en el mundo de las agencias existía una regla no escrita que desaconsejaba que una empresa se aprovechara de un momento de debilidad de otra para adquirirla. En los 80, Sorrell vino a romper ese status quo. Se convirtió en un tiburón: si olía sangre, nadie podía detenerlo. Como indica la liturgia de su estatus de Caballero –perseverancia y velocidad, destaca el escudo–, esperó el momento para que Ogilvy cayera en desgracia y, con la velocidad de un cetáceo, atacó. En su momento, a David Ogilvy, el legendario patriarca, no le cayó nada bien. "Pequeña y odiosa basura", le espetó. Pero luego del primer encuentro, esa impresión cambió. En una carta, Ogilvy reconoció que, "para mi sorpresa, me agradas. Me sentí halagado cuando citaste mis libros, y más aún cuando me invitaste a ser el presidente de tu empresa. Acepté tu propuesta, lo que me recuerda que debo pedirte disculpas por haberte ofendido".
El tiempo pasó. Sorrell se transformó en el Rey Midas de la publicidad. Cuando Ogilvy estaba muriendo de cáncer, hace ya veinte años, Sorrell lo visitó y le prometió que se encargaría de que a su familia no le faltara nada. Así lo hizo. De acuerdo a Miles Young, exCEO de Ogilvy&Mather, fue Sorrell quien pagó las exequias del patriarca.
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