Le Corbusier decía: ‘La casa es el estuche de una vida, la máquina de la felicidad’. Es decir, es donde uno recarga energía, un nido donde las reglas son de uno. Este es un pequeño espacio, un refugio abierto a la naturaleza en el medio de una ciudad dura y difícil pensado para recibir amigos o festejar yo solo el hecho de estar aquí y ahora lo mejor posible. Todo fluye y están todas las cosas que me interesan: mis libros, los pianos, la música, todo lo que me atrae", le dice a ¡HOLA! Martín Roig. Este año, una semana antes de que se declarara la cuarentena, el reconocido ambientador –que además es pianista– se mudó a un departamento frente al zoológico y, como si se tratara de una película, quedó aislado entre cajas, valijas y un fin de obra trunco.
"Aprendí a hacer hasta las juntas del piso mirando tutoriales por YouTube. Durante tres meses, trabajé absolutamente solo armando la casa, todo el día, todos los días. Después sí, pudo venir alguien a hacer la parte eléctrica. Fue un proceso muy interesante, me gustó mucho. Es la primera vez que me compro una casa, porque jamás me había desvelado el sueño de la casa propia, y la relación con ella fue muy intensa desde el principio", asegura Martín.
–¿Fue fácil dar con el departamento?
–Apareció publicado a las tres de la mañana y a las ocho tuve la entrevista. Estaba destruido, pero me reuní con el arquitecto Pío Romero Carranza y me dijo: "Compralo. Ésta es tu casa. Te va a quedar grande". Estoy feliz, le exijí al máximo a cada centímetro y a cada elemento, la luz cambia la casa todo el tiempo y en cuanto a la zona, acá viví toda la vida, así que la oportunidad de ver la evolución de un barrio durante cincuenta años es un privilegio.
–¿Cómo fue el proceso de amoblarlo? ¿Sos de los que renueva todo o te gusta incluir los objetos que fuiste acumulando?
–A mí la casa toda nueva no me atrae porque no hay historia. Fui juntando a lo largo de la vida libros, objetos, muebles que otros no querían o estaban dando vueltas. Por ejemplo, tengo la cama que mi abuelo, que era dueño de Mir Chaubell, una mueblería muy conocida de la década del 40, le mandó a hacer a papá cuando cumplió un año: lavé la madera, le hice un cobertor con un mantel de terciopelo labrado que también estaba en su casa y lo convertí en sofá. Hay varios biombos, que yo los uso colgados, o los programas del Colón con anotaciones de mi abuela, que tuvo el mismo palco durante cuarenta años. Eso es lo que los hace valiosos. Pero los objetos no son tumbas, sino boyas para la memoria. No hay melancolía en esto. Algunos objetos, incluso, están pegados varias veces, pero no me asustan las roturas, los daños o las imperfecciones. Yo tampoco estoy tal como llegué al mundo. El paso del tiempo le da alma a las cosas. Después hay otros muebles que compré o mandé a hacer porque quería algo muy específico, como el sofá de 3,10 metros o las sillas del comedor, que tienen respaldos bajos. Me interesa la transformación, no me tiembla el pulso al cortar las patas de una silla o una mesa para que se adapten a mis necesidades, no soy solemne frente a un mueble y jamás lo idealizo, siempre hay humor y cierto desprecio por el "valor" que pueda tener algo más allá de la alegría que me proporcione. Soy enemigo de idealizar o glorificar algo material que se podría terminar adueñando de mi libertad. No me someto ante el pedigrí de un objeto.
–¿Por qué les cortás las patas a muchos de tus muebles?
–Porque me gustan las áreas libres, aun en una casa pequeña deseo respetar esa proporción entre espacios libres y ocupados, y cuando digo áreas libres incluyo el espacio entre los muebles y el techo. Entonces todos mis muebles miden 60 centímetros. Me gustan las cosas mas bien bajas, todas iguales y el monocromatismo, eso da sensación de paz y todo parece más grande. Por eso me tira tanto lo oriental. Lo único que tengo de altura normal es la mesa del comedor porque también la uso como escritorio.
–¿Tenés algún rincón favorito?
–No, porque la casa está planteada como una unidad, todos los espacios se perciben como uno solo, hay una continuidad, así que no hay reglas de dónde comer o dónde dormir. El otro día, por ejemplo, llevé la colchoneta de mi cama al balcón y dormí con la lluvia de fondo. Me gusta romper reglas. Fijate que la casa no está aferrada a un estilo porque el estilo de la propia vida cambia. Me deprime un espacio que no evoluciona, un mueble que permanece 30 años en la misma posición. ¡Desde que me mude ya moví todo catorce veces! La casa es un laboratorio, un espacio para investigar, manipular el espacio en el que vivís implica investigar sobre vos mismo, siento que hago un trabajo sobre mi persona.
–¿Cómo definirías el lujo?
–El máximo lujo que uno puede tener en este momento del mundo es ser libre y tener tiempo. Es lo más importante y no lo negocio. Un objeto me puede dar felicidad por su valor intrínseco, porque me significa algo, no necesariamente por lo que cuesta. De hecho, suelo encontrar grandes hallazgos hasta en MercadoLibre. Yo vivo revisando conceptos, inclusive el de trabajar. Para mí trabajo era un señor que se iba a la mañana, como mi papá, y volvía a la noche. Y yo nunca hice eso, así como jamás me levanté temprano porque me di cuenta de que funciono mejor a la noche. Entonces tengo un piano acústico, pero también uno eléctrico porque toco a las dos de la mañana y no quiero molestar a los vecinos. [Piensa] Cuando me vine para acá solté mucho porque el departamento es más chico. Dejaba cosas en cajas en la calle y disfrutaba viendo como alguien se iba, por ejemplo, con un pantalón mío. Estoy replanteando en este momento mi relación con el mundo material, y no soy zen ni nada de eso. Simplemente aprendo a dejar salir, entra otra cosa. Las cosas más importantes de esta casa vinieron hacia mí, de alguna manera. Yo estuve en tratativas para comprar el departamento en el que vivía anteriormente, pero finalmente no se dio. Fue un shock, pero ahora me di cuenta de que no me tenía que quedar ahí sino vivir frente al zoológico, que toda la vida me gustó tanto. Todos los días de mi vida veo un palacio de estilo indio con dos elefantes adentro, y adelante tengo la veterinaria donde en este momento tienen tres tigres blancos. Estoy trabajando en un proyecto con el zoológico, donde ya sacaron muchos de los animales, pero todavía quedan algunos porque son difíciles de reubicar, para llevar artistas a hacer conciertos ahí, en esas edificaciones que son patrimonios, hechos por arquitectos increíbles. Está bastante encaminado.
–Hablando de trabajo, ¿cómo lo replanteaste este año? ¿Estás decorando casas?
–Primero, lo tomé con mucha angustia. Yo no siento miedo de qué voy a trabajar porque mi tendencia es creer que toda va a estar bien. Además, siempre tengo mi piano, siempre tengo la música, mis alumnos. Puedo estar muy bien quieto, obviamente sin gastar ni viajar. También doy muchas conferencias. Por ejemplo, ahora estoy con una sobre montaje de eventos para una universidad de Miami. Hago mucho trabajo docente. Lo que me golpeó es lo que le pasó a nuestro mercado de ambientaciones de eventos, que va a ser el último en volver. ¿Cuándo vamos a volver a hacer una fiesta de 400 personas en un subsuelo de un hotel? Eso me genera mucha preocupación por un montón de gente que trabaja en el rubro de los eventos, como sonidistas, iluminadores, floristas, disc jockeys, salones de eventos… Pero, a la vez, también siento mucho orgullo por todos ellos porque veo cómo van buscándole la vuelta. Los que hacemos eventos tenemos una gran capacidad de reacción. Ahora nos tocó hacerlo con nuestra propia carrera y nuestra propia vida.
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