Siempre presente en su vida, su viuda recuerda al primer Master Chef del país: para quien cocinó su último plato, los colegas que admiraba y, también a quienes no.
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En tiempos donde la cocina mide más que ningún otro programa de televisión, se impone un recuerdo al cocinero argentino más famoso: el Gato Dumas. “Si, si, me lo re imagino como jurado de MasterChef Celebrity, aunque era tan histriónico que no sé si hubiera dejado hablar a alguien más”, reflexiona con alegría Mariana Gassó Dumas, su viuda y madre de su hija menor, Olivia. Desde su casa, donde todavía conserva todos los recuerdos de su marido, agrega: “También lo re veo a full con las redes sociales. Todo lo divertía, todo le provocaba entusiasmo y curiosidad, ¡se comía la vida!”.
El Gato se sabía único y talentoso: “Me siento muy copiado y no me hace gracia”, anunciaba sin ponerse colorado. Amaba y odiaba con la misma pasión: “Se llevaba muy bien con todos, admiraba a Fernando Trocca. También a Donato, a Francis y Beatriz Chomnalez. Al que detestaba, no me preguntes porqué, era a Karlos Arguiñano: no se lo bancaba”, revela Mariana.
El Maradona de la cocina
Hijo único de una familia acomodada de Buenos Aires, Carlos Alberto Dumas Lagos nació un 20 de julio de 1938. Muy tranquilo y tímido de chico, según se describía a sí mismo, pasaba horas viendo preparar la comida a las cocineras de su casa. “Ninguno de mis padres cocinaba, pero a los dos les encantaba recibir amigos y comer bien”, contó el Gato en alguna de las mil entrevistas que le fascinaba dar.
Seguramente esa experiencia, sumada a la personalidad de su abuelo materno, influyeron a la hora de convertirse en chef. El padre de su madre, Alberto Lagos, fue un gran escultor y ceramista, reconocido en el mundo, además de un brillante cocinero. Súper culto, era famosa la biblioteca que tenía en su casa dedicada íntegramente a la gastronomía. “Cuando murió mi abuelo, no sufrí, porque pensé en la vida maravillosa que había hecho ese hombre. Y yo decidí que iba a hacer lo mismo”, y sin dudas lo logró.
El Gato, apodo que le dieron sus amigos por su gran agilidad para jugar al rugby y saltar como el mejor de los felinos, al principio pensó en seguir con la tradición familiar y estudiar arquitectura. No obstante, pronto se dio cuenta que ese estilo de vida no era para él.
Mimado y consentido no dudó en patear el tablero y abandonar los 4 años de universidad para instalarse en Londres. Allá lavó copas y peló papas para sobrevivir. Fue cuando empezó a trabajar en el restó del prestigioso Robert Carrier que descubrió su pasión por la gastronomía. Autodidacta, para él sus grandes maestros fueron los libros y los viajes, volvió a Buenos Aires e inauguró “La Chimère”, el primero de muchísimos restós que abrió tanto aquí como en Brasil. Tuvo cuatro mujeres, se casó dos veces: con Lala Snee, mamá de Pablo, Siobhan, Catalina y Dominic y con Mariana, mamá de Olivia. “Fue el Maradona de la cocina”, asegura Mariana, tan fascinada con la figura de su marido como si lo hubiera visto ayer: “Un pionero en un montón de cosas que luego se multiplicaron, siempre en la vanguardia”, dice y no exagera. Y en una maravillosa entrevista junto a Cecilia Laratro se lo puede ver hablando con total desparpajo: “Ahora estoy aplicando a mi cocina el sonido, algo que nadie aún ha hecho, por eso soy el number one. El sonido le avisa al cerebro lo que va a venir y hace que los jugos gástricos se preparen. Escuchar una cáscara de pollo que hace crack, unas papas fritas bien crocantes o el crepitar del aceite en la sartén es fundamental”, le decía a la periodista. “Me encantaba verlo en la tele, con él aprendías mucho más que a cocinar. Era un capo, muy culto y divertido”, completa Mariana.
No solo era culto sino que admiraba esa cualidad en los demás. Un cocinero actual que El Gato amaba era Fernando Trocca. “Justamente lo que más le gustaba de Fernando es lo culto que es. Me acuerdo que una vez comimos juntos y quedó muy impresionado. Le pareció un tipo humilde y callado que sabía muy bien lo que hacía, un crack. El gato lo quería mucho”, apunta su viuda
Ganas de vivir: “El Gato se comía la vida”
Desde muy joven fue apasionado. Además de cocinar amaba viajar. Y lo hacía permanentemente. De esa manera aprendía, nutriéndose de las culturas más diversas en vivo y en directo. “El último año solo dormí en mi cama 29 noches”, disparaba en otra entrevista el chef, considerado también un bon vivant por excelencia. “El resto me la pasé viajando dentro y fuera del país. Creo que le he dado como 10 vueltas al mundo”. Y a todo el que quisiera escuchar no dudaba en compartir sus experiencias de vida: “Sudáfrica me dejó impactado. Estuve en un hotel que tenía una magnífica playa artificial con olas y todo en medio de la sabana. Algo fantástico. Ni te cuento lo que es Ciudad del Cabo”, vociferaba a la vez que cocinaba en vivo para las cámaras.
Era un incansable, tenía una energía arrolladora y exigía que todos vivieran de esa manera. “Lo que le hace falta a la gente para ser feliz es tener ganas de vivir. Los que no hacen cosas divertidas, los que no se mueven, los que no gozan de la vida, son unos idiotas”.
Y así, con convicciones profundas y tal vez polémicas se hizo un lugar en el mundo de la gastronomía nacional y también en el exterior. No por casualidad cuando el canal elgourmet.com, lanzó su señal el primer nombre que apareció en la lista de infaltables fue el del Gato. “Maestro de cocineros, maestro en el arte de ponerle sabor a la vida. Alguien que mezclaba como ninguno la pasión, la energía y el amor por cada cosa que inventaba”, señalaba por aquel entonces Lucía Suárez, directora de Contenidos de Pramer y propietaria de elgourmet.com.
Condujo programas por cable y en televisón abierta, escribió libros y numerosos artículos periodísticos y hasta fundó una escuela que aún hoy, a casi 17 años de su muerte -un 14/05/2004- sigue formando cocineros.
El último plato que cocinó -días antes de su operación y posterior muerte- fue un pato. Mariana Gassó comparte la anécdota y devela quién fue el invitado: “La última vez que cocinó fue para Jorge Lanata. El vino a casa con Kiwi (su mujer en aquel momento: Sara Stewart Brown) y comimos los cuatro debajo de un árbol divino que teníamos. Me acuerdo que Jorge le pidió que le cocinara pato, algo que el Gato sufrió bastante porque es re difícil de cocinar. Fue Jorge la primera persona que supo sobre su operación”.
Un poco loco
Y si disfrutar es la clave de la gastronomía, el Gato lo entendía de manera literal y saboreaba la vida tanto como se deleitaba con la mejor receta del mundo: con locura. Y tenía una teoría al respecto: “Los cocineros y las cocineras somos personas muy locas: tenemos el bajo vientre expuesto a temperaturas muy altas y eso repercute en nuestra cabeza y nos vuelve medio locos. Pero de cualquier manera pienso que somos adorables”, afirmaba con una amplia sonrisa y toda la picardía.
Picardía que también usaba para enmendar algún que otro traspié que sufría en su ajetrada y muy social vida. Fue notable la vez que tenía que cocinar en su casa para una veintena de clientes VIP de una importante tarjeta de crédito. Mientras preparaba en el restó que tenía en Pilar los espectaculares raviolones de centolla que serviría en su casa, se encontró con un gran amigo. Se pusieron a conversar y celebrar la reunión. Terminada la tarea, el amigo se ofreció a llevar al Gato a su casa. La charla era tan animada y el Gato hacía tantas cosas al mismo tiempo que se bajó rápidamente del auto. Al día siguiente cuando fue a buscar los ravioles no los encontró. Habían quedado toda la noche en el baúl del auto de su amigo. Vehículo que tuvo que ser vendido porque fue imposible eliminarle el olor a pescado podrido que impregnó todo el interior. “Cosas así le pasaban, pero él tenía una forma de ser que resolvía sobre la marcha de una manera sublime y nadie quedaba defraudado”.
Y tan radiante y magnética era su personalidad que a pesar de casi no haberlo conocido -el Gato murió cuando su hija Olivia tenía apenas cinco años- ella igual atesora mil recuerdos de él. “Una vez Oli me confesó que tenía sentimientos encontrados cuando le hablaban de su papá, porque ella no tenía nada para contar. Los recuerdos que tiene no está segura si los vivió o si se los contaron. No obstante, gracias a todas las notas que dio, gracias a todo lo que transmitió en vida, a mí y a todos los que lo conocieron, su presencia sigue, al menos en esta casa, igual de viva y alegre que siempre. Porque eso es lo que él transmitía: unas ganas locas de vivir. Hoy Oli tiene 22 años, se está por recibir de arquitecta y si bien no cocina, le encanta recibir amigos, comer rico y disfrutar tanto como su papá”, cierra Mariana sin dejar de agradecer el haber recordado una vez más a su marido.
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