Sonríe. Mariana Enríquez, esta escritora que escribe sobre "lo podrido y maléfico en la vida cotidiana", según Beatriz Sarlo, sonríe. No sucede siempre que uno charla con ella, pero a veces pasa y el aire cambia su espíritu. Solo eso, una pincelada: sonríe. Es algo simple y complejo, como ver un pájaro extraño en el barrio, o escuchar un arreglo nuevo en una canción conocida. Ahora mismo, vestida completamente de negro en un bar de San Telmo un día de calor extremo, está hablando de uno de los personajes principales de su brillante novela Nuestra parte de noche, reciente ganadora del último –y prestigioso– Premio Herralde, y dice: "Es que es muy perverso". Y, de pronto, una sonrisa se dibuja en su rostro.
Tiene razones para disfrutar de este momento que la encuentra (en esos acuerdos raros que surgen entre crítica y público) como una de las voces narrativas más destacadas de habla hispana. En el 2019 publicó dos obras extraordinarias: la mencionada Nuestra parte de noche (Anagrama) y Ese verano a oscuras (Páginas de Espuma), con una brutal proyección internacional que incluye la publicación de cuentos en The New Yorker y Granta, por ejemplo, presencia en antologías de Europa y editoriales de toda Latinoamérica, invitaciones a festivales de literatura lejanos, como el de Edimburgo, o para ser jurado en el Festival de Cine de Donostia-San Sebastián, España.
Para muchos, este momento sería la gloria. Sin embargo, existe la posibilidad de que todo esto sea un espejismo y de que haya que bajarle la espuma porque Mariana Enríquez, ahora mismo, recuerda otros tiempos en los que las cosas no fueron para nada bien, sino todo lo contrario: "Yo soy muy realista. No me entusiasmo, viví en Argentina todos estos años y sé que las cosas se pudren muy rápidamente y también se recomponen con esa facilidad. Ya pasé varias etapas con la publicación y la recepción. Bajar es lo peor, mi primera novela, tuvo las peores reseñas que se te puedan ocurrir. Uno me mandaba a escribir diálogos para Clave de sol, además de ser machirulísimo y de que hoy no pasaría un filtro de nada. Cómo desaparecer completamente, mi segunda novela, creo que no fue ni reseñada. Los peligros de fumar en la cama, mi tercer libro, tiene una reseña de La Nación, ya ni me acuerdo de quién la hizo porque no soy rencorosa, donde la hacen mierda. Lo que pasa es que después tenés un libro que funciona, donde ocurre algo medio unánime, y parece que la cosa va bien. Pero no es así. Por otra parte, escribí una novela larguísima que no funcionó y tuve que tirar. Todas estas cosas que te digo empiezan a no ser recordadas por los demás, pero yo sí me las acuerdo. Por suerte. Lo mío es una cosa de persistencia. Yo nunca dejé de escribir. Si creés que un buen momento es «llegar», estás en problemas. En un año se termina el buen momento".
Dónde estás corazón
Con una infancia que transcurrió entre Lanús y La Plata (y Lanús otra vez, hasta radicarse definitivamente en Capital Federal), Mariana Enríquez dijo en una entrevista pública en el CC Konex sobre su acercamiento a lo macabro: "Siempre tuve atracción temprana hacia ese tipo de sensibilidad. Además, mi mamá es médica. Y creo que hay algo de los médicos que es terriblemente morboso. En su hacer, en cómo traen eso a la casa, en cómo hablan, en la relación que tienen con la muerte y el cuerpo. Y creo que hay una influencia muy grande y clara de lo macabro y asqueroso que tiene que ver con las cosas que contaba mi madre cuando venía de la Guardia, todo mientras hacía la comida. Y también tiene que ver con mi infancia en dictadura. Algo generacional. Siempre mi mirada hacia lo oscuro tiene algo político. La sensación de miedo es algo totalmente reconocible para mí".
Pero para Enríquez, en ese entonces, la literatura no ocupaba el lugar que sí ocupaba la música: lo físico, lo sensible, lo emocional, lo violento en tanto belleza que conmueve. La literatura, entonces, le parecía "demasiado contemplativa" en un momento, la adolescencia, en el que la acción es parte de la aventura de estar vivo. Hasta que llegaron a su vida dos autores monumentales: el francés Charles Baudelaire, con el poemario Las flores del mal (leído por su madre en un período de enfermedad), y el norteamericano Stephen King, con la novela Cementerio de animales (que en primera instancia le produjo repulsión y abandonó –y retomó– varias veces).
Mi mamá es médica y creo que hay una influencia muy grande y clara de lo macabro y asqueroso que tiene que ver con las cosas que ella contaba. Y también tiene que ver con mi infancia en dictadura.
La ecuación de este cruce se volvió alquímica: fueron lecturas inaugurales que, vistas en retrospectiva, proyectan algo (o más bien mucho) de lo que contienen las obras de Enríquez: poesía, musicalidad y terror en un mismo movimiento. Flujos que retroalimentan, y resignifican, constantemente, los materiales con los que trabaja. Tanto Las flores del mal como Cementerio de animales le dieron a Enríquez una certeza: que la literatura sí podía contener, y producir en los lectores, esa vibración violenta, física y absolutamente concreta que ella encontraba en otros territorios.
De ahí en más, supo que iba a intentar reproducir eso mismo que había sentido mientras leía estos libros. Lo que no sabía era cómo ni cuándo lo iba a poder hacer. En fin, el futuro es eso que dijo Carl Jung: todo lo que no sabemos de nosotros mismos.
Territorio de ficción
Mientras vivía los años "más punks y el momento más no future de mi vida", según sus propias palabras (y una parte de esto luego se vería cristalizado en su reciente texto Ese verano a oscuras), quiso escribir algo para sus amigos y amigas. Tal como hizo Roberto Bolaño con Los detectives salvajes: una carta de amor a su generación. Aquellos con los que pasaba días y noches (sobre todo) indagando los límites de lo que algunos llaman existencia. Es así como nace su primera novela: Bajar es lo peor. Una obra de iniciación donde se perfilan algunos de los materiales con los que Enríquez trabajaría a lo largo de toda su obra: varones inconformistas (I can’t get no satisfaction, gritaron desde siempre los Rolling Stones, ídolos de Enríquez, que agrega, para dejar en claro su posición: "Odio a los Beatles"), perturbación ante lo real, escenografía política ardiente de fondo, sexualidad contrahegemónica, coqueteo con el Romanticismo como clima y el Mal de forma latente, acechante.
Dice Enríquez: "Todo esto era lo más normal del mundo para mí porque me rodeaba de este tipo de gente. Además, me interesa que esto exista, me gusta que esté presente. Por otra parte, empecé narrando varones porque no sabía escribir mujeres y hasta me costaban las mujeres para el tipo de historia que quería contar. Después pude encontrar esas voces femeninas. De todas formas, para mí, eso es inexistente como problema. Todos tenemos que poder escribir de todo: es ficción. No confundamos el poder de la imaginación, porque es territorio de libertad. Si voy a tener que estar sometida a reglas no me interesa, no escribo más".
¿Cómo llega, en el año 1995, a publicar en una de las editoriales más grandes del país una autora sin contactos ni respaldo de ningún tipo dentro del campo literario de la época? Recuerda Juan Forn en una contratapa de Página/12: "A principios de los 90, cuando yo trabajaba en Planeta, Gabriela Cerruti me pidió si podía recibir a una compañera de colegio de su hermanita que había escrito una novela […]. La novela la traía escrita en un cuaderno Arte de espiral, con hojas cuadriculadas. Es uno de los recuerdos más lindos que tengo de mi época de editor: yo leyendo, ella fumando, yo preguntando a contaduría si podían preparar un contrato tipo y habilitarme un cheque por mil pesos-dólares para que aquella minipunk humeante e indiferente llamada Mariana Enríquez pudiera ir a comprarse una computadora, tipear la novela y traérmela, porque ese día mismo quedaba contratada, aunque antes un pequeño detalle: ¿era mayor de edad ya o tenía que venir la mamá a firmar el contrato?". Enríquez se volvía, tal como decía una publicidad de la Rock and Pop de entonces, la escritora más joven de la Argentina. Y, al poco tiempo (mientras cursaba Comunicación en la Universidad de La Plata), entró a trabajar al diario en el que sigue hasta el día de hoy: Página/12. Tenía 21 años.
Para qué sirven las etiquetas
Lo que vino luego fue el rechazo de una novela y el paso de los almanaques: "Fueron circunstancias que me hicieron muy bien para fortalecer mejor los textos que vinieron". Pasaron nueve años hasta que en las librerías apareció Cómo desaparecer completamente: un texto completamente realista (al igual que lo fue Bajar es lo peor) que intenta comprender el estallido del 2001 desde un costado inesperado en ese momento (y que luego se volvió lugar común): el conurbano como territorio devastado, sin perspectivas de futuro y con una pregunta necesaria: ¿de qué forma escapar de este infierno llamado Argentina? ¿Hay alguna vía de escape que sea legal?
Llegado a este punto conviene tomar distancia y preguntase por qué se encasilla a Mariana Enríquez dentro del género de terror cuando ella interviene en un campo de batalla evidentemente más amplio que incluye un libro de crónicas (Alguien camina sobre tu tumba), un retrato extenso sobre la escritora Silvina Ocampo (La hermana menor) y una novela que aborda el fantasy y la importancia vital de las fans ("seres supercreativos que inventan a los músicos") en el mundo del rock (Este es el mar). ¿Para qué sirven las etiquetas? Para tranquilizar conciencias frente al caos y la complejidad insoportable del mundo. Entonces, Enríquez busca confrontar y apropiarse de la diversidad para seguir su propio capricho como una política del deseo y entregarse a la creación de obras que respondan a una ley personal, privada e intransferible.
"Lo que hago es muy variado. Me gusta tener esa versatilidad. Me parece que ahí hay algo de jugar un poco, que la literatura no sea una cosa tan pesada todo el tiempo. Es un malentendido que soy solo una escritora de terror. De todas maneras, a mí ya no me molesta. Igual, lo cierto es que sí hago muchas otras cosas. En ese sentido, si uno ve todo lo que hice, incluso puede decir que lo que menos hice es terror".
Pero lo cierto es que sus dos libros de cuentos la posicionaron en el género de terror: Los peligros de fumar en la cama y Las cosas que perdimos en el fuego. Y acá es donde empieza, digamos, su faceta internacional, un nuevo tramo en la relación que tenía con la resonancia de sus textos dentro y fuera del país. De este modo, el terror folk comenzó a circular entre nosotros.
Terror folk
El tipo de terror que impuso la autora en esta parte del mundo, con una seguridad impecable es, a su modo, un fiel reflejo de una actitud frente al devenir de la vida: "Nunca fui a un taller literario, me manejo con muy pocos lectores –o ninguno– de mis manuscritos y, más que nada, confío en mis ganas del momento".
La tapa china de Las cosas que perdimos en el fuego/ Chinese cover of Things We Lost In the Fire [R][R] pic.twitter.com/URKMUcteCs&— MarianaEnriquez 1973 (@LaEnriquez1973) 19 de diciembre de 2019
Como lectora voraz que es (para comprobarlo basta chequear su Twitter: @LaEnriquez1973), supo metabolizar el tipo de terror anglosajón y norteamericano del cual es devota y sumarle la inclusión tanto de leyendas urbanas como de aquellas que circulan en el interior del país. Así, en esa conjugación que da por resultado un guiso muy espeso y perturbador, se puede comprender el terror by Enríquez: "Me interesan, sobre todo, los miedos locales y no los del terror internacional o el anglosajón, que es el más importante. Fue muy buscado lo mío. San La Muerte, San Huesito, y esa clase de santos populares, y algunos que inventé yo los ubico en la trama de modo intencional". Es decir, un terror folk (que se maneja en el terreno de las convenciones, pero también en el de las innovaciones y la reinvención del género) que le dio nuevos lectores en distintos rincones del planeta y que la descubrieron e intentaron cercarla en una de sus tantas zonas de interés. De este modo, se podría decir que sus libros de cuentos prepararon el terreno para la obra que conjuga todo un universo de referencias propias y ajenas: Nuestra parte de noche (Anagrama).
"Yo sabía que iba a ser larga, que iba a ser una novela-monstruo. Tenía ganas de hacer algo así después de escribir muchos años cuentos y textos breves. Y hacía bastante que no escribía algo con muchos personajes, mucha trama, un laburo intenso, complejo y duradero en el tiempo. A la vez, tenía ganas de estar en un lugar literario propio bastante más incómodo. Quedaron más de 600 páginas, pero en un principio era más larga", cuenta.
Lo mío es una cosa de persistencia. Yo nunca dejé de escribir. Si creés que un buen momento es 'llegar', estás en problemas.
Pero si bien esta obra juega en un marco genérico (el fantástico) muy preciso, como toda gran obra, tracciona pensamientos sobre temas profundos. Por ejemplo, ¿es posible dejar atrás a los muertos de una dictadura atroz como la que vivió este país? Y otra cosa, más privada: ¿es necesario que traigamos hijos al mundo? Dice Enríquez: "Esta novela tiene en el fondo, entre otras cosas, una pregunta sobre la paternidad: ¿está bien traer un hijo al mundo? De verdad lo pregunto. En el sentido de continuar una historia personal e histórica también. Esa herencia, cuando es una herencia maldita, ¿basta con la voluntad para cortarla o hay otras fuerzas que se juegan ahí y hacen que eso sea un destino y que no exista una libertad? ¿Cuánto de tu maldición le pasás a tu hijo? ¿Cuánto de tu oscuridad le pasás a tu hijo? ¿Y cuán justo es hacer eso? Porque hay una relación entre la perpetuación del poder y la perpetuación de la especie. Se trata de eso. Ser madre se ve como un mandato de la naturaleza, social y femenino. Mi decisión de no ser madre, algo que lo tuve de forma racional y consciente desde siempre, se percibe como algo ofensivo y, más que nada, como si fuera en contra de la humanidad. El mundo está lleno de gente. No es una decisión frívola. ¿Por qué tengo que contribuir a eso?".
Soundtrack final
Para Mariana Enríquez, la música es algo superior: "Admiro a los músicos como nada en este mundo", dice y su cara, ahí sí, otra vez, se ilumina. Por eso, fue capaz de viajar a distintos países para ver a las bandas que ama. Por ejemplo, llegar a Cuba solo para presenciar un recital de Manic Street Preachers. O desviarse unos días de su paso por una feria del libro en Londres para seguir un tramo de la gira de Suede, banda de la que es fan absoluta. Todo esto es lo que se refleja en clave fantástica en la novela Este es el mar. Y esto pone en evidencia, además, una vinculación de la autora con la poesía que se vislumbra en las referencias (explícitas o veladas) que incluye en Nuestra parte de la noche (que, por otra parte, tuvo a Led Zeppelin como soundtrack mientras la escribía): Emily Dickinson, William Butler Yeats, John Keats, Rimbaud, Baudelaire, Roberto Bolaño, entre otros. Entonces, música y poesía, que funcionan en la mente de Enríquez como "obsesiones constantes, diarias, vitales", van edificando una prosa que se construye a partir de elementos variados y que resulta cautivante para un público de generaciones diversas. Dice la autora: "La poesía es lo más parecido a la música que conozco, de ahí que la lea tanto. Y voy a la música a sacar ideas para mis textos. Es muy estimulante. Por eso, en un punto, es igual o más importante para mí que la literatura. Ahora lo que más escucho es música country y cantautoras folkies".
La tarde llega a su fin en un bar de San Telmo. El calor bajó su fuego y parece dar algo de respiro. Casi como una contraseña del final, una paloma entra al bar y el mozo se esfuerza unos minutos en sacarla. Y esta escritora que acaba de ganar el premio más importante de habla hispana sabe que tiene que continuar su día: se va a trabajar como editora en el suplemento Radar de Página/12. Antes cuenta sobre su futuro: "Ahora no estoy escribiendo nada porque estoy un poco cansada. Pero ya tengo una idea para una novela no tan larga y no tan fantástica, menos gótica. Quiero hacer algo más seco, más cemento. Hacer una cosa más folk". Pagamos la cuenta, salimos del bar y Mariana Enríquez se va a tomar el colectivo. Y sonríe. Esa es la última imagen que nos queda: saber que por un tiempo va a sonreír por el trabajo hecho.