La hija de Ladislao Biró, el inventor del bolígrafo, abre las puertas de su casa, donde también vivió su padre, y comparte su fascinante historia familiar
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“Acá solía haber una pared de vidrio, pero papá la hizo estallar una vez con un experimento”, recuerda, entre risas, Mariana Biro (89), desde el comedor diario de su casa, en el barrio de Colegiales. La casi nonagenaria, hija única del famoso inventor húngaro-argentino Ladislao Biro se pasea cómodamente por la habitaciones de la casa, que son también el escenario de su infancia. Allí se mudó junto a sus padres a los nueve años, cuando la familia llegó desde Budapest para fundar la primera fábrica de bolígrafos, el gran invento de su padre, en 1940.
Más allá de la casona blanca, ella heredó de su padre, y también de su abuelo, una gran pasión: la inventiva. “Uno se cría con eso. Es parte de uno”, dice, con una sonrisa. Mariana fundó en 1966, junto a su difunto marido, la Escuela Del Sol, un colegio primario con un enfoque y una pedagogía muy particular. Hoy, 56 años después, mantiene su puesto como representante legal de la institución, a la que asiste de lunes a viernes, de 9 a 17.
“Era muy interesante vivir con mi papá, porque él era interesante y hacía cosas interesantes. Por ejemplo, le inquietaba mucho la vida de las hormigas y siempre las estudiaba. A veces, me despertaba a las dos de la mañana para que bajara al jardín a verlas, y me explicaba cómo se movían y por qué. Teníamos muchísimas conversaciones y él me enseñaba de una manera especial. Cuando íbamos a jugar a la plaza, él me preguntaba: ‘¿sabés por qué la hamaca se mueve así?’, ‘¿y el subibaja?’. Y así me daba mis primeras lecciones de física”, rememora con cariño.
El hombre de los 300 inventos
El primer inventor de la familia no fue Ladislao, sino su padre, el odontólogo húgaro Mathias Schweiger. La mayoría de sus creaciones eran herramientas que utilizaba para su profesión, como pinzas y tornos especiales. Pero también hacía artefactos originales para solucionar problemas dentro de su casa. “Una vez, cuando era chica, yo estaba en su casa, con mi abuela, y me acuerdo que ella abrió un ropero grande y casi se desmaya del susto. Porque el ropero estaba iluminado por dentro. Como era un mueble oscuro y le costaba encontrar cosas ahí adentro, a mi abuelo se le había ocurrido hacerle un agujero en la parte de atrás y colocar una bombita de luz en su interior, que se prendía automáticamente cada vez que la puerta se abría. ¡Y se había olvidado de decirle a mi abuela! -se ríe- Él siempre buscaba encontrar soluciones a sus problemas, como todo inventor”.
Uno de los dos hijos de Mathias, Ladislao, continuó con el legado creativo de su padre y lo hizo brillar, convirtiéndose en el inventor de mayor renombre de la Argentina y uno de los más importantes del mundo. Globalmente, es conocido por haber creado y patentado el bolígrafo, pero desde su juventud hasta los 85 años, cuando murió, patentó más de 300 inventos, según afirma su hija.
El primero lo patentó meses después de casarse con la madre de Mariana, mientras trabajaba como periodista en un diario húngaro. “Era un lavarropas que se alimentaba de una cocina económica. Funcionaba muy bien, lo compró mucha gente en Hungría”, cuenta su hija. Fue dentro de las oficinas de aquel periódico que años después, en 1938, Ladislao tuvo su idea más brillante. “Cuando hacía reportajes, su pluma siempre le manchaba la mano y a él le daba rabia. Un día, se quedó viendo en la imprenta del diario como el rodillo imprimía y el papel absorbía rápidamente la tinta, secándose enseguida. Y entonces pensó: ‘¿cómo se podría adaptar el sistema de la imprenta a una lapicera?’. En vez de rodillo, convenía una bolilla, por la forma y porque tenía que ser muy chiquita. Y, con esas ideas, empezó a experimentar. Estuvo más de seis años, entre que fallaba y tenía que pensar en opciones nuevas, hasta que la patentó y la fabricó.
-¿Cómo surgió la idea de mudarse a la Argentina?
-Yo era muy chica, pero escuchaba que él comentaba sobre el tema. Hungría estaba atravesada por la Segunda Guerra Mundial y no había espacio allí para un invento como el bolígrafo. Un grupo argentinos se enteró de su invento y le ofreció financiarlo para que hiciera la primera fábrica acá. Primero vino él y, al año siguiente, vinimos mi mamá, yo, mi tío paterno y mi abuela materna. Todos nos nacionalizamos argentinos.
-¿Fue un éxito rotundo desde el inicio?
-No. Tardó años. Los primeros bolígrafos eran caros, porque se hacían a mano. Y el bolígrafo en sí tardó mucho en funcionar bien. El problema fue que empezaron a venderlo durante la guerra y faltaban bolillas, porque había una sola fábrica en el mundo -SKF, en Suecia-, y durante la guerra esta hacía más balas que bolillas. Hasta que Birome pudo hacer sus propias bolillas, perfectamente esféricas para que no se colara la tinta, pasaron años.
Ladislao Biro hizo todo tipo de inventos: el perfumero en bolilla, un sistema de cambios automático para autos -comprado por General Motors-, un termómetro en pulsera que vendió a muchos hospitales y unas varillas que endurecen las columnas de cemento de un edificio, entre otros. El renombrado inventor llegó a tener tres laboratorios a la vez: uno dentro de la fábrica de bolígrafos, en Garín; otro en la Comisión de Energía Atómica y otro en el edificio de Gas del Estado. En el último dejó un experimento por la mitad cuando falleció, a los 86 años.
“Estaba trabajando en un invento que requería la separación de gases por sistema molecular isotópico, que ayuda al enriquecimiento del uranio. Murió grande, siendo una persona sana y activa”, cuenta su hija, que, al igual que él, cuenta con una vitalidad llamativa.
Desde que es chica hasta el día de hoy, cuando dice su apellido, las personas le preguntan qué es de Ladislao. A ella, sin embargo, nunca le interesó quedarse en las sombras de su padre ni seguir sus pasos. “Yo me llevaba muy bien con él y me interesaba mucho cuando me contaba sobre sus inventos, pero tenía otro interés: la educación”, explica.
De joven, empezó a trabajar como docente en el Colegio Lincoln, donde conoció a su marido, Francis Sweet, de origen estadounidense, que en ese entonces era el director de la institución. Juntos, fundaron la Escuela del Sol, pionera en varios aspectos, a pocas cuadras de la casa familiar, en Colegiales.
Tardó años en darse cuenta de que ella también estaba haciendo su propio invento, innovando en el mundo educativo. “Al principio de mi profesión no me daba cuenta de que inventiva y educación son inseparables”, dice la representante legal del colegio. La Escuela del Sol no es una institución promedio. Desde sus inicios, se destacó por ser la única escuela privada de la capital que no pertenecía a una comunidad particular ni a un grupo religioso. Pero también se distinguió por su pedagogía y su contenido académico.
“La idea del colegio sigue siendo original”, afirma Mariana, con una sonrisa. Su escuela es la única de la Ciudad, según su propio registro, que tiene filosofía desde primer grado. “Es interesantísimo. En diciembre pasado, el último día del año, las maestras le preguntaron a los alumnos más chicos: ‘¿por qué, si no veo la música, la siento?’. Otra pregunta fue: ‘¿dónde empieza el cielo?’. Los hacemos pensar libremente, que es lo que más queremos”, explica.
El colegio también se destaca por tener un taller de inventiva. “Desde primer grado, les decimos que encuentren un problema y piensen en una posible solución. Y, entonces, ellos se juntan en grupos y piensan. No lo hacemos por el invento en sí, muchos de los inventos que proponen en verdad ya existen, sino que es para concientizarlos de que si hay un problema tiene que haber una solución, y lo tienen que solucionar para ellos y para los demás”, suma. A fin del año pasado, por ejemplo, a una alumna, cansada de que sus tostadas se rompieran cuando les untaba manteca fría, se le ocurrió vaciar una boligoma, lavarla y llenarla de manteca, para así poder untarla.
La idea de la institución, dice la directiva, es enseñarle a los niños a pensar. “En la mayoría de las escuelas dicen: ‘dos más dos en cuatro’. Irrefutable. Y nosotros lo decimos al revés: ¿qué es cuatro? Y los ayudamos a que lo descubran por su cuenta”, explica.
La cuarta generación: la mamadera descartable
Junto a su marido, que ya tenía tres hijos cuando se casó con ella, Mariana tuvo dos hijos: Helena y Eduardo Sweet. La mujer es artista -su madre tiene varias obras suyas colgadas en las paredes en la casar-. El varón, que falleció joven, siguió la herencia inventiva. “¿Viste los típicos containers de cartón de jugo para niños, que tienen la pajita pegada afuera? Bueno, él inventó y patentó uno para leche, pero que en vez de tener el biberón afuera, lo tiene adentro, y cuando lo destapás, el biberón sale para afuera solo. Fue un trabajo bastante importante, que le tomó mucho tiempo”, recuerda su madre.
El tiempo es un factor clave en la vida de los inventores. Cada idea, sin importar cual sea, lleva años de desarrollo, remarca Mariana. Para ella, los inventores se destacan del resto no solo por tener paciencia, sino también porque no tienen miedo de probar.
“La mayoría de la gente le teme al fracaso y también al éxito. Dicen: ‘mejor mal conocido que bueno por conocer”. Los inventores, en cambio, no temen equivocarse. Un invento no es solo una idea, son años y años de probar opciones, materiales, equivocarse, y volver a empezar.
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