
Maria Rosa Lojo Esos raros amores viejos
Su último libro, Amores insólitos de nuestra historia, se dedica a recrear catorce romances que se desarrollaron entre la Conquista y fines del siglo XIX. Relatos que hablan de pasión, desencuentros y soledades
Se llamaba María Teresa Calatrava y tenía una imaginación peligrosa. Le costaba tanto resignarse a los límites de la vida concreta, que pasaba gran parte de su tiempo escarbando desesperada entre las hojas de los libros. Leía para viajar, para rebelarse, para conocer todos los infiernos y paraísos posibles, y para salirse del corset de una familia muy española, religiosa y conservadora.
El se llamaba Antonio Lojo y su vida estaba sujeta a la tierra como por un cepo. Era un hombre pragmático y de campo. Un republicano que había peleado en la guerra, había estado en prisión y odiaba a Franco, y que sentía que los curas y las monjas eran muñecos de una torta que a él le daba repeluz.
Por distintos motivos, María Teresa y Antonio viajaron de España a la Argentina. Se conocieron, se enamoraron, tuvieron una hija. –Ellos tenían muy poco que ver entre sí y, sin embargo, se unieron. Soy el producto de un amor insólito.
Dice la hija, que se llama María Rosa Lojo y que hoy es mujer adulta, doctora en Filosofía y Letras, investigadora del Conicet, escritora de lujo, referente en el mundo de la narrativa histórica y autora de un libro que algo tiene que ver con su vida. Amores insólitos de nuestra historia es un conjunto de catorce relatos donde el amor tiene un rol cicatrizante, sutura los tajos que la sociedad se empeña en mantener abiertos. Las diferencias de raza, cultura, clase social, poder y edad quedan anuladas por una instancia que las supera: un tilín del corazón –citando a Andrés Calamaro– que iguala a príncipes y mendigos.
–Siempre me fascinó esa posibilidad de tender puentes entre culturas, hábitos y costumbres diferentes. Me siento muy deudora de esa posibilidad, del azar que hizo encontrar a mis padres y que les permitió superar diferencias culturales y políticas. Y este libro habla justamente del cruce de seres que parecen muy distantes entre sí. El amor es insólito porque une aquello que, por antagónico, parece que no debería estar destinado a la unión. Y a través de esa mezcla se puede ver uno de los procedimientos constructivos, tal vez fundamentales, de la sociedad argentina. El nuestro es un país de cruces, mestizajes e hibridación extraordinarios. Se cree que somos blancos y descendemos de los barcos. Se niega que hubo habitantes más antiguos. Y por eso en mi libro hay muchos casos de mestizaje. Todo el libro juega con la idea de desarmar las distancias y demostrar que la posibilidad de comprensión está a la vuelta de la esquina.
María Rosa descubre la cara oculta de algunos personajes clave del manual del alumno. Muestra que los hombres que construyeron la Argentina eran más verdaderos que el mármol: se enamoraban mal, sufrían de pasión, acariciaban pieles morenas en actos de mestizaje que, con el paso de los siglos, quedarían estampados en la carne de una nación entera. Los amores de María Rosa, los que ella cuenta con la delicadeza de una profesional del origami, son transgresores y asimétricos. Mezclan al cronista alemán Ulrico Schmidl con una aborigen del Mato Grosso, a Sarmiento con una mujer bastante pava, a una montonera con un maestro, y –las cosas como son– a Facundo Quiroga con un hermoso caballo.
Cuenta María Rosa que el animal se llamaba Moro y que Quiroga –el Tigre de los Llanos– no podía vivir sin él. Un día lo raptaron y fue como si le vaciaran las tripas: Facundo quedó hueco, deshecho y solo, sin fuerzas para luchar contra la Liga del Norte y el poder unitario de Rivadavia.
–Por supuesto que no tenían una unión sexual. Hay una totemización por parte de Quiroga. Hay testimonios que destacan la enorme importancia de este vínculo. La pérdida del Moro (que Facundo siempre consideró un robo) lo llevó a romper las relaciones personales y políticas con Estanislao López (gobernador de Santa Fe y presunto secuestrador del caballo). Ni la mediación de Rosas ni la de Anchorena lograron quitarle el enojo.
Cada uno se completa como puede y la media naranja de Quiroga no era entonces su mujer, doña Dolores, sino un cuadrúpedo. Facundo y el Moro formaban ese todo del que habló Aristófanes cuando escribió El banquete: imaginó una raza originaria de seres humanos completamente esféricos, dueños de ocho extremidades sobre las que se desplazaban con prepotencia y seguridad. Era tanta la felicidad que sentían, y tan altas sus pretensiones, que un día decidieron desafiar a los dioses del Olimpo. Pero Zeus (con respaldo del resto de sus pares) decidió neutralizar las bolas humanas de un modo efectivo y cruel: las partió al medio. Desde entonces, somos apenas un par de brazos y piernas, una existencia renga que busca, incesantemente, la mitad que la complete.
–Esto demuestra que la idea de la escisión original, la angustia de lo incompleto, impregna toda filosofía del amor. Todo amor aspira a una ruptura de límites entre los individuos que se aman.
–¿Algún relato preferido?
–El de Martina Chapanay, una montonera sanjuanina, hija de un cacique huarpe y asaltadora de caminos, que supuestamente pertenecía a lo que se llamaba el mundo de la barbarie. Hay muchas biografías que atestiguan una fuerte necesidad que habría tenido Martina de aprender a leer y escribir, de completarse y hurgar en sus orígenes a través de la palabra. También se cuenta que, tras la muerte de su esposo, su vida sexual era muy libre y cada tanto iba al pueblo y se apoderaba de un joven que le agradaba. Me pareció una buena idea hacer coincidir el encuentro amoroso con esa voluntad de aprendizaje, y es así como Martina rapta a un maestro. Me gustó la posibilidad de dar una vuelta de tuerca fuerte sobre las antinomias centrales de la cultura argentina que hablan de civilización y barbarie.
Ximú también pertenecía al mundo brutal y anómico que, según la ignorancia de los colonizadores, reinaba en América antes del siglo XV. Ella era bailarina sagrada de la corte de los Xarayes, en Mato Grosso, y quedó profundamente enamorada de Ulrico Schmidl, uno de los soldados cristianos empeñados en saquear el oro del Amazonas. A ella le gustaban sus ojos: dos bolitas, de un azul lechoso, que parecían ciegas. A él – rico y alemán– lo pasmaban los tatuajes de Ximú: desde los pechos hasta las ingles, se movían como un infierno vivo cada vez que ella bailaba o cuando hacían el amor. Por supuesto, como siempre pasa en estos casos, la historia no tiene un final feliz. Cada uno termina en su terruño, melancólico y solo.
–¿Por qué eligió contar historias que casi siempre terminan mal?
–La mayoría terminaron en separación quizá porque la apuesta era demasiado grande. La voluntad de unir seres tan distintos, diversos incluso desde la geografía, a veces no resulta. En muchos casos, la tensión es tan grande que el hilo se corta. Pasa con Schmidl y Ximú, con Sarmiento e Ida, con Howden y Manuelita Rosas. Las manos. La curva del cuello deslizándose como un paso de baile. Pequeños detalles como éstos hicieron que lord Howden, embajador de Gran Bretaña –que en ese momento bloqueaba la boca del Río de la Plata–, perdiera la cabeza por Manuelita Rosas: la hija del representante de un país periférico, semisalvaje y en guerra con el suyo. A pesar de tanto problema político, decidió abandonar todo por ella, pero Manuelita eligió quedarse acompañando a su padre.
Final igualmente infructuoso tuvo el romance de Sarmiento e Ida Wickersham: una estadounidense casada, frívola y bella, que encontraba en Sarmiento una síntesis del exotismo salvaje. En Amar a un hombre feo, Lojo muestra la ínfima distancia que separa la solvencia intelectual de la bobera amorosa. Sarmiento estaba fascinado por Ida, una mujer cuyas mayores preocupaciones giraban en torno de las modas, la ópera y los paseos en trineo. Para ella, el autor de Facundo era un hombre morrudo y feo, con miras a la presidencia de la Nación y ciertas dotes ocultas de amante latino. Pero esta historia, principalmente epistolar, tampoco prosperó.
En todo el libro hay un solo cuento que quizás haya tenido final feliz. Se trata de María del Carmen Vera, una adolescente que vivía aturdida por un recuerdo que no la dejaba en paz: dos ojos azules, profundos, titilando sobre una piel del color de la manteca. La piel era de don Carlos o Karl von Phorner, un ingeniero de la River Plate Mining Company que había llegado a Chilecito para tomar muestras minerales del cerro Famatina. El también se enamoró de María del Carmen, pero era difícil pensar en casamiento. "Jamás daré mi hija a un hereje que no tiene marca y que se parece en los ojos a un caballo Quitilipe", habría aullado el padre de la novia. Ella amenazó con meterse en un convento. El trabajó duro para armarse una dote y enfrentó al mismísimo Facundo Quiroga cuando éste confiscó las propiedades en favor de la guerra.
–Pero parece que Quiroga se comprometió a devolvérselas cuando terminara la guerra, y parece también que Von Phorner y María del Carmen terminaron casándose. No hay certezas porque no hay demasiada documentación. Cuando el final es feliz, uno nunca se entera.
Dice María Rosa con la sonrisa cansada y carmesí. Ella prefiere creer que se dieron el gusto de hacer lo que ninguna otra pareja –en las trece historias restantes– pudo realizar. Prefiere pensar que los enamorados se abrazaron, formaron una perfecta esfera de ocho extremidades, y subieron rodando, sin pausa, hasta las puertas del Olimpo.