María Luisa Bemberg, desde la cámara
Ninguno de sus films es mera obra del oficio, aunque lo tenía. En todos se oyen su voz comprometida, sus preocupaciones, sus iras y sus esperanzas. Son el testimonio de largos combates y de ese inmemorial sometimiento femenino que le encrespaba el alma. Nació en cuna principesca y fue construyendo su obra al mismo tiempo que se construía a sí misma.
D e chica, cuando estaba enferma, se entretenía con un espejo. Le gustaba encerrar pedacitos de la realidad en el cristal para poder mirarlos desde otro ángulo, descubrir recodos insospechados en el paisaje de todos los días, sorprenderse con la otra cara de las cosas conocidas, que siempre habían estado ahí, pero sólo ahora veía. Aprendió que los puntos de vista eran infinitos y que tenía la libertad de quedarse con éste o con aquél. Empezaba a ejercitar su propia mirada. Empezaba a labrar, en fin, su propia opinión.
Lo que no era nada recomendable porque la niña del cuento tenía su destino diseñado, y con rasgos bien nítidos. Había nacido en la cuna principesca de una familia de la clase más poderosa, un ejército de institutrices se había encargado de instruirla -a ella y a sus hermanas- en todos los secretos del refinamiento, y corrían los años treinta, de modo que cualquier atisbo de emancipación femenina merecía la más dura de las condenas. Su sitio estaría en el hogar, atendiendo al marido y a los hijos; quizá podría encauzar sus inquietudes en la beneficencia: sería una dama. Bonita y virtuosa, como quería su padre.
María Luisa Bemberg aceptó esos designios quizá con buen ánimo, porque se casó muy enamorada de Carlos Miguens y el amor -decía- es invasor, y las mujeres, presas fáciles de su dulce intoxicación. Pero no olvidó la lección del espejo y siempre se reservó un espacio para ejercitar la mirada. Y la opinión.
No fue, pues, de un día para el otro que maduró sus convicciones y se descubrió dueña de ideas propias y de determinaciones firmes. Ya lo presentía su madre cuando la juzgaba rebelde y avizoraba para ella un futuro tan terrible como el de Delia del Carril, que había tenido la osadía de casarse con Pablo Neruda. María Luisa era rebelde porque la encolerizaba el autoritarismo machista tanto como la callada, cómoda resignación de las mujeres, porque se resistía a canjear su libertad por el privilegio de quedarse apoltronada en la dependencia social, económica y afectiva de un marido proveedor. Aspiraba a desembarazarse de los cerrojos de una educación que la asfixiaba en el ajustado corsé de la elegancia y las buenas formas y le estrechaba el horizonte.
Y cuando se atrevió a pasar en limpio estas intuiciones que seguramente la acompañaban desde la infancia, empezó a luchar a brazo partido para hacerse de un lugar distinto del que le habían asignado y ejercer el derecho de pensar por su cuenta y elegir el rumbo por el que caminaría con sus propios pies. Habría que luchar contra el machismo, aunque eso significara echar seguridades por la borda y asomarse a algunas zozobras de las que la holgura económica y la coraza social la habían preservado.
Destino diseñado. La niña del cuento tenía un destino diseñado, había nacido en el seno de una de las familias más poderosas de la Argentina; un ejército de institutrices se ocupó de instruirlos a ella y a sus hermanos Jorge, Eduardo, Fina y Malena. A la joven heredera la encolerizaba el autoritarismo machista tanto como la callada y cómoda resignación de las mujeres de su clase. No estaba dispuesta a negociar su libertad
N adie sabe en qué momento preciso -si es que lo hay- empieza a gestarse una desazón en ese espacio que separa lo que somos de verdad de lo que nos hemos atrevido a ser. A veces -por miopía, por comodidad o por miedo-, ni nos aventuramos a reconocer ese fastidioso vacío. Preferimos ignorarlo, disimularlo, restarle importancia: el mundo siempre ofrece atajos para la distracción.
María Luisa Bemberg lo tenía todo: belleza, dinero, prestigio social, amor; coartadas suficientes para anestesiar la desazón, o para arrinconarla y desentenderse de ella. Pero no era mujer de cerrar los ojos. O mejor, había aprendido que hay que saber cerrarlos tanto como para poder abrirlos después y ver sólo aquello que vale la pena. De modo que cuando reconoció el origen de su descontento empezó la lenta transformación.
Hacía falta mucho valor, y María Luisa lo tuvo. Cuando juzgó que había llegado la hora de recorrer un camino propio -el que había iniciado, sin darse cuenta, componiendo imágenes en el espejo-, se arriesgó a desafiar todos los prejuicios. Los que le acarreaba el apellido, paradigma de la oligarquía según el lenguaje que el peronismo había hecho familiar desde los años cuarenta; los que podía suscitar su edad (escribió su primer guión a los 47, dirigió su primer largometraje a los 58), y los que derivaban (casi naturalmente diríamos, aunque a ella esto la hubiera estremecido) de su condición femenina y de su origen social.
En esas opresiones que había padecido en carne propia y en ese inmemorial sometimiento femenino que le encrespaba el ánimo acopió material para su obra. La fue construyendo al mismo tiempo que se construía a sí misma. Cada imagen de sus films habla de ella, cada sentimiento de sus personajes ha palpitado antes en su corazón.
No hace falta reproducir anécdotas personales para hacer cine autobiográfico. El cine de Bemberg (no la Bemberg, por favor; odiaba ese modo de referirse a las mujeres casi tanto como la usanza social que las reducía a señoras de ...) tiene esa resonancia personal. No importa que se traslade a la Colonia para recrear los trágicos amores de Camila O´Gorman o que se encierre en los claustros mexicanos en busca del espíritu impaciente y fogoso de Sor Juana.
Ninguno de sus films es mera obra del oficio -aunque lo tenía, y tanto-; en todos se oye su voz comprometida, están sus preocupaciones, sus fervores, sus iras y sus esperanzas. Son el testimonio de sus combates, los que libró enarbolando la bandera de un feminismo del que nunca se avergonzó como muchas ampulosas campeonas de la liberación de las mujeres. Su cine habla hoy por ella.
La directora de cine. Filmó su primera película a los 58 años. Luego, en 1986, filmó Miss Mary, tal vez su película más abiertamente autobiográfica. La que más se aproxima por la época, por el ambiente y por algunos detalles de la anécdota a su propia historia.
V ana pretensión la del que retrata. No importa cuántos documentos se consulten, de cuántos testimonios se disponga, cuán fidedignos puedan ser los datos que aporte una u otra biografía. Lo que se cosecha son apenas recuerdos, retazos, vagos fragmentos de vida que vienen teñidos por la mirada del observador o por la propia, engañosa memoria del retratado. Borrosas fotografías que casi siempre ocultan más de lo que muestran. Y quién sabe si en esa parte que se oculta no reside lo sustancial. Vana voluntad también la de querer ordenar informes, agruparlos en capítulos, adjudicarles títulos, inferir procesos y dividir las épocas: la vida no viene parcelada en secciones. Aunque sea más descansado y más tranquilizante leerla así, despojada del alboroto y la contradicción.)
No hay más remedio, pues, que acomodar retazos. Y en este caso, aun a riesgo de caer víctima de estas trampas de la sistematización y de aquellos escamoteos, conscientes o inconscientes, parece confiable dejar hablar a las películas con las que María Luisa procuró deshacerse de viejos nudos interiores y abrir de par en par puertas y ventanas que antes le estaban vedadas a la mujer.
Se la adivinará entonces en la piel de una de sus actrices de Miss Mary , Sofía Viruboff, la niña adolescente encerrada en la mansión normanda al lado del río, ésa que tropieza con la desaprobación cada vez que da rienda suelta a su vitalidad y que espía la vida a través de las desdichas de los mayores.
Se le conocerán fraternidades -facilmente confirmables- con otras mujeres que puso en el centro de sus historias. Admiraba en ellas el valor y la resolución. La primera, la de Momentos (1980), una esposa que se atreve a ser honesta; la segunda, la de Señora de nadie (1982), que se resuelve a manifestar su enojo y sale a encarar la vida aunque tenga que pagar el precio de la soledad; la tercera, Camila (1984), que se juega la vida por desafiar la norma social y la institución religiosa.
En todas deja jirones de su experiencia vital. Pero es Miss Mary (1986) la más abiertamente autobiográfica, la que más se aproxima, por la época, por el ambiente, por algunos detalles de la anécdota, a su propia historia.
S i hubiera sido varón -conjeturaba-, a los 20 años habría declarado que quería dirigir teatro, o cine, y se habría puesto a estudiar. Pero era mujer, y de una familia más que singular. Había nacido en 1922, el 14 de abril. Por entonces, y más después, en la década del treinta, los Bemberg eran una de las familias más poderosas del país.
Calcúlese: entre 1931 y 1932, las muertes de Otto Sebastián Bemberg, originario de una familia alemana de Colonia, y de su esposa, Josefina Elortondo, dejaron en manos de sus herederos una fortuna descomunal.
No era sólo la acreditada y famosa cervecería Quilmes, con la que todo el mundo relacionaba su apellido; también, la Estancia Santa Rosa, las participaciones bancarias, los bienes abundantes dentro del país y fuera de él.
Los Bemberg habían transferido en vida capitales a sus herederos (de acuerdo con la ley vigente entonces), y fue por eso, entre otros motivos menos ostensibles, que la ola nacionalista que se acercó al poder con la revolución de 1943 emprendió un asedio que terminó por concentrar en el apellido la animosidad popular.
No es éste el lugar para establecer si era justificable o no tan encarnizada hostilidad. La cuestión es que Otto Eduardo Bemberg creyó prudente emprender el camino del exilio y se instaló en Francia. María Luisa, ya casada, se trasladó tiempo después a Madrid.
El dato parece novelesco, pero es absolutamente auténtico. Ella se había casado exactamente el 17 de octubre de 1945 -el mismo día en que se produjo el aluvión zoológico y cierto sector del país se despertó con la novedad de que había otras realidades y otras efervescencias-, en una ceremonia privada celebrada en su mansión de la calle Talcahuano, la misma curiosa coincidencia que recoge la ficción de Miss Mary .
Atrás habían quedado los años de encierro en la casona paterna, donde vivió más de una veintena de duelos cada vez que la institutriz que se había hecho cargo de la educación de las niñas abandonaba el puesto porque las chicas eran "unas salvajes", porque se había dado cuenta de que añoraba Inglaterra o Francia (que de allí había venido), porque dejaba la profesión, o era despedida.
"Fui veintisiete veces huérfana", sintetizaba la cineasta, que tenía de la madre el recuerdo de que cada noche venía a darles un beso y les dejaba una preocupación para alimentar sus temores nocturnos ("Fíjense bien: puede haber un hombre debajo de la cama"), y del padre apenas la sensación de una autoridad incontestable, despótica y distante, un hombre atareado en los negocios al que no había que requerirle tiempo ni atención.
A María Luisa le llevó años hacer las paces con tal figura. Después recordaría conmovida que cuando escribió un guión (el primero, el de Crónica de una señora ), y se lo dio a Raúl de la Torre para que lo dirigiera, el padre le envió desde París una carta terrible: la advertía del riesgo de exponerse, le anticipaba la malevolencia del juicio de los otros. Por fin, estaba preocupado por ella, quería preservarla del dolor, de las críticas. Y no estaba pensando en los expertos guardianes del cine sino, sobre todo, en sus pares, en las otras señoras de su clase.
Finalmente, el cine. María Luisa logró lo imposible: que el gran Marcello Mastroianni viajara para filmar con ella el fellinesco De eso no se habla, con Luisina Brando
C uando vienen los años y el juicio se tiñe de indulgencia porque se comprende que no todo está al alcance de la voluntad y ya se ha pasado por la experiencia de comprobar que no basta con las mejores intenciones para alcanzar los mejores resultados, suele ser más natural entender que aquellos adultos que se veían todopoderosos (y a veces crueles) en la infancia eran apenas pobres equilibristas que cumplían su rol porque andaban a tientas, como todos, en este escarpado territorio.
A María Luisa, que había localizado la razón de su feminismo combativo en la necesidad de vengar la mansa subordinación de su madre (y la de todas las mujeres de su clase, o la de todas las mujeres, a secas), le gustaba recordar a este padre solidario y protector más que a aquel otro que dictaba órdenes y distribuía obligaciones. En el fondo, él también -pensaba- había sido forzado a representar un papel que quizá detestaba (a Otto también le gustaba dibujar: María Luisa atesoraba bocetos suyos hechos al lápiz). Pero no siempre es posible deshacerse de la obligación.
Ella se lo propuso, quizá sin confesárselo. Y se dio su tiempo, por disciplina germánica o por pura convicción: nadie podría reprocharle después haber abandonado sus responsabilidades: tenía hijos que criar. El primer acercamiento no fue con el cine (¿cómo una señora de clase alta, o al fin, cualquier señora, podía imaginarse en el papel de cineasta?) sino con el teatro, y gracias a su posición social y su solvencia económica. Por entonces pensaba que todo lo que tenía para entregar era tiempo y dinero. No le fue bien como productora en el Smart, al lado de su marido. Pero insistió, ahora asociada con Marcelo de Ridder, y puso La visita de la anciana dama en el Astral, con Mecha Ortiz. Ahí, el azar -que siempre se las ingenia para meter la cola aunque los engreídos humanos prefieran pensar que todo se debe a su dedicación, o a sus méritos- le tendió una mano: una tarde de tedio, como cualquier otra, se puso a esbozar el vestuario. A Marcelo, que tenía el ojo bien fogueado, le encantaron sus dibujos. Los críticos les dedicaron unas líneas al final del comentario. María Luisa empezaba a medir sus fuerzas.
Después se puso a escribir, sólo para hablar de lo que conocía y la preocupaba: la condición de la mujer. La Margarita no es una flor llegó a las manos de Raúl de la Torre y se convirtió, en una transfiguración de la que ella no estaba muy convencida, en Crónica de una señora . El paso siguiente fue "Triángulo de cuatro", que filmó Fernando Ayala y la familiarizó con la rutina del set. Empezaba a estar lista para compromisos mayores. Se había atrevido a dirigir El mundo de la mujer , volvió a hacerlo en Juguetes , otro corto en el que se interrogaba sobre el papel de la mujer.
Después llegó Momentos y el comienzo de otra etapa que la llevaría a los umbrales del Oscar con Camila y a otros privilegios que seguramente valoraba más, como que se le reconociera la autoridad intelectual para hacerse cargo del retrato fílmico de Sor Juana en Yo, la peor de todas o convencerlo a Mastroianni de cruzar el mar para ponerse a sus órdenes en De eso no se habla , una farsa de acento fellinesco.
Durante la filmación de escenas de Camila en las costas del Río de la Plata, la historia que protagonizaron Susú Pecoraro e Imanol Arias fue el gran salto profesional. El film colocó a la cineasta argentina en el camino del Oscar
E n El segundo sexo , de Simone de Beauvoir, había leído que la liberación de las mujeres acarreaba inexorablemente la liberación de los hombres. María Luisa adhería a esa postura. No planteaba el feminismo como una lucha entre sexos, sino como una batalla contra el machismo impuesto históricamente por los hombres y aceptado complacientemente, aun ahora, por muchas mujeres. No lo confundía con la hombría porque hombría equivale a coraje y éste -si lo sabría ella- no es privilegio de los varones.
Cuando se puso detrás de la cámara sabía que podría alentar un sambenito que muchos llevaban en la punta de la lengua y que alcanzaría a todas sus congéneres: "Si el que se equivoca es varón, la culpa es personal; si me equivoco yo, en la volteada caerán quince millones de mujeres", exageraba con ese humor sarcástico que tanto le habrá servido para enfrentar prejuicios y sobrellevar contratiempos.
No fue para tanto. Los que manifestaron su sorpresa al principio con el consabido "pero qué bien filmás", que no se debía al asombro de descubrir el lenguaje seguro de una debutante, sino que sobreentendía el "quién diría que una mujer puede hacer esto", se familiarizaron pronto con su rigor narrativo y su pulcritud visual. Que habrá sido, seguramente, la envidia de más de un colega, no importa el sexo, la edad ni la experiencia. María Luisa había venido a demostrar otra vez, por si todavía fuera necesario, que al talento sólo hace falta darle la posibilidad de manifestarse.
No le interesaba disfrazarse de feminista (la ropa le importaba poco, pero tenía la elegancia natural de quien ha convivido desde siempre con la discreción y el refinamiento) y hasta descreía del cine deliberadamente puesto al servicio de la causa: la intención didáctica conduce al aburrimiento. Prefería que el mensaje feminista -si lo había, y siempre lo había- surgiera naturalmente, como un corolario de su pensamiento, de su manera de ver el mundo.
Las caras suelen ser reveladoras: sólo hace falta saber mirar. Todas estas transformaciones fueron dejando su huella en el rostro de María Luisa Bemberg. Aquellos labios voluptuosos de los viejos retratos -los de la época en que ella y su marido conformaban una suerte de paradigma de la juventud y la belleza- fueron retrayéndose, resumiéndose en una línea austera, casi severa. Lo que expresaban ya no era apasionamiento, sino entereza y serenidad.
Podía pensarse que era el estricto espíritu germánico el que se había adueñado del gesto con el tiempo, pero ahí estaban los ojos para desdecirlo, la mirada dulce que refutaba -o compensaba- la firmeza de la boca; el modo tibio en la palabra, la gentileza espontánea, sin la menor pizca de afectación.
Como si al declararse ama y señora de su destino hubiera decidido también elegir su propia cara. Todo lo hizo con discreta elegancia, porque no era amiga de alardes. Bastante trabajo le había costado llegar a encontrar su verdadero rostro en el fondo de sí misma para echarlo por la borda por otras vanidades. Distintas de las de la juventud, pero en el fondo las mismas. Huecas e insustanciales, como todo lo que desdeñaba.
Quien la vio en los últimos días, cuando enfrentó la enfermedad y le hizo jugarretas a la muerte y al olvido dejando en manos de su asistente Alejandro Maci la adaptación de El impostor , de Silvina Ocampo, y en las de todos los argentinos las obras de arte que había ido coleccionando, certifica que en la mirada, que se le había vuelto diáfana y transparente, un afable aire de sosiego, de callada satisfacción.
Como la del deber cumplido. María Luisa Bemberg había querido jugar con el espejito y la realidad, cambiar el punto de vista. Y al final sabía que había logrado hacer cine. Buen cine y con otra mirada: la mirada de una mujer.