Margarita Barrientos: una crónica sobre la pobreza, el poder y la solidaridad
Un libro cuenta vida y obra de esta luchadora por la ayuda social. Aquí, cómo empezó el proyecto del comedor de Los Piletones
ANTICIPO LIBROS
A las 9 de la mañana, baja Margarita. Está vestida con una camisa estampada de mangas cortas y un pantalón negro. Da los buenos días, hace una recorrida por la cocina, por el jardín y esquiva los baldazos de agua que las encargadas de patio arrojan con énfasis en el piso de baldosas grises. Suele caminar pausado. Tiene el pelo negro y largo hasta mitad de la espalda, salteado con alguna cana aquí y otra allá, los cachetes regordetes y rojizos y el cuerpo robusto. Mide alrededor de 1,65 metros, sus ojos son negros, su tez morocha y su piel está reseca y es algo áspera. Sonríe a menudo, muy seguido, con una sonrisa entre pícara y dulce. Esa sonrisa es su principal arma de seducción.
Después, se sienta a tomar mate en un rincón del Comedor y comienza a dar directivas sobre la comida del almuerzo al ejército de colaboradoras que la atiende con devoción: le alcanzan el mate, el agua, la yerba y los yuyos que le trajo la Dalmira, su exconsuegra y cocinera del jardín, de su último viaje a Santiago. Agrega al mate cedrón, salvia, burrito, poleo y malva que –explica– son buenos para la diabetes y el estómago, y, entre cebada y cebada, lo va llenando de una cantidad casi inconcebible de edulcorante. Así, bien dulce y bien intenso, le gusta el mate.
Ese rincón frente a la puerta de la despensa, ese pedacito de la mesa larga y el banco sin respaldo donde se servirá el almuerzo (o, a lo sumo, alguna silla pedida para la ocasión) es, entre comidas y en los hechos, su virtual oficina. Allí, a la vista de todo el mundo, atiende a las personas que a cada rato se van acercando con timidez y que esperan su venia silenciosa para hablarle. Ella escucha sus casos, sus necesidades, y las deriva a quienes son su mano derecha: Mónica del Valle Delgado o Miriam Coronel. Pero además, está sentada –no por casualidad– justo al lado del teléfono que suena insistente cada dos por tres. La mayoría de quienes la tratan por primera vez remarcan luego lo accesible que es. Sin embargo, mantener su atención es otra cosa.
Una mujer canosa, muy flaca, y otra más joven se le arriman a pedir. Y Margarita les responde:
–¿Tiene bolsas? Tiene que traer bolsas grandes. Venga cuando necesite alguna cosa.
La mujer, dice Margarita, “tiene más problemas que yo”. Vivía en Villa Cartón, a pocas cuadras, en Roca y Lacarra, hasta que el incendio del 8 de febrero de 2007, supuestamente provocado por cuestiones políticas, consumió su casa.
Al rato, se acerca una joven con un niño de aproximadamente un año de edad. Con acento boliviano y en voz muy baja, explica que no sabía que se iban a dar guardapolvos y útiles escolares, que se perdió el reparto, y pide a Margarita algunos para su hija. Margarita contesta que sólo le quedaron en color celeste. Ella dice que gracias, que volverá la próxima, y se va.
–Todo el tiempo se acerca la gente a pedir cosas, pero muchas quieren que le den todo servido –observa Margarita–. Decimos que repartimos un día o que hacemos la inscripción para el jardín un día a una hora y siempre van llegando madres que dicen que no se enteraron. El otro día, repartimos guardapolvos y había chicas que venían a cambiarlo porque decían que a sus hijos les quedaban muy grandes de largo o de mangas. ¿Por qué no le hacen ellas el dobladillo? ¡Quieren todo servido! Fijate, recién, si la chica hubiera tenido real necesidad se hubiera llevado el guardapolvo, no importa el color.
Margarita juzga y reniega sin culpas ni dilemas morales, como sólo se animan a hacerlo quienes también estuvieron en la situación de no tener casi nada.
***
(…) La familia de Margarita compró un terreno en Los Piletones. Hubo un tiempo de transición en el que algunos integrantes vivían en Lugano (en Villa 20) y otros cuidaban el nuevo terrenito, mientras construían algo decente donde vivir. De hecho, por un tiempo, mantuvieron las dos casas. “Tuvimos la suerte de que tiraron en la quema unos tambores de chapa de 200 litros. Como ocho o nueve. Y usamos eso para construir la casa: los abrimos al medio, los estiramos, y los usamos como pared”, me dijo Oscar, el hijo de Margarita.
La primera casita era de chapa, tenía dos cuartos de dos por tres metros, un bañito y un comedor de tres por tres. Ocupaba gran parte de lo que hoy es el Jardín. También tenían un terreno más, justo al lado, para almacenar lo que juntaban en la Quema. Después, cuando vendieron la casa de Villa 20, cada tres, cuatro o cinco meses iban adquiriendo un nuevo terreno. Gran parte de lo que hoy es el centro de salud se lo compraron en 1998 a Sarita, una de las primeras colaboradoras y amiga de Margarita, por 1600 pesos.
“Mi viejo fue un adelantado. Fuimos los segundos o terceros en llegar acá. Él rellenaba la calle y todo el mundo se burlaba y le decían: ¿Qué sos, empleado municipal? Y nosotros estábamos a 30, 40 centímetros del piso y cuando había inundación, todo el mundo se inundaba menos nosotros”, agregó Oscar.
¿Cómo se vive día tras día entre la miseria, la basura y sin servicios básicos?, se pregunta uno desde fuera de la villa, de esa clase social, de esa historia. A los Antunez-Barrientos para esa época les iba mejor que a sus vecinos. Quizá por eso, también Margarita se lo pudo preguntar. Porque entre tanta pobreza levantó la cabeza y decidió crear algo distinto, que iba más allá de la mera supervivencia, que la sacó de la inercia de la miseria. O quizá fue su admiración por la Madre Teresa, o quizá fue el ejemplo de la fundadora del comedor “Los Carasucias”, Mónica Carranza…, o quizá, todo.
También tuvieron olfato. Isidro no quería que Margarita estuviera tanto tiempo fuera, limpiando casas de familia. “Ya está grande”, decía. Y además los chicos quedaban solos todo el día. Margarita había mamado el modelo de comedor en Lugano y fantaseaba con ejercer aquel rol de jefa y protectora. Como me contó una de las personas en quien se apoyaron para hacer germinar aquel sueño, la idea del microemprendimiento familiar, que les permitiera a Margarita e Isidro estar más presentes en la vida de sus hijos y a la vez autosustentarse, cerraba por todos lados.
Los comedores comunitarios no eran algo frecuente (como lo son ahora) a mediados de los 90 en la Ciudad de Buenos Aires. Su antecedente directo eran las ollas populares instaladas por madres de familia, de forma provisoria y en plena calle, para satisfacer el hambre en la época de las protestas y saqueos por la hiperinflación de 1989. Algunas pocas de esas ollas se habían reconvertido en comedores y guarderías.
En la rústica casa de los Antunez-Barrientos en Los Piletones, por el año 1996, siempre había chicos y nadie se iba sin comer. Margarita traía esa impronta de familia. Soledad recuerda que su papá, Isidro, le decía que, para estar bien, primero había que llenarse la panza.
–Nosotros empezamos dando de comer a quince niños y un abuelo. Era un galponcito así de chapa que teníamos que de noche se convertía en la pieza de nosotros y de día se transformaba en comedorcito. Yo con 10 hijos ¡Ya venía con un comedor puesto! –dice Margarita. Está sentada en la cocina del jardín esperando su almuerzo y ríe. Le gusta hablar de los orígenes de su proeza.
–Era como que a mí me gustaba, porque yo la veía a Mónica Carranza cuando salía por televisión y a mí me encantaba. “Qué fuerza la de esa persona. Qué lindo sentirse tan querida como ella lo reiteraba”, pensaba. Yo decía: “Qué lindo es dar de comer y sentir un día tan satisfecho que sabés que ayudaste a miles de personas, sobre todo a las familias”. Y bueno, a Mónica Carranza yo la tuve siempre como una persona que me gustaba lo que ella hacía. Y también soy muy devota, muy creyente de la Madre Teresa de Calcuta, que la tengo muy presente. Las cosas con las personas enfermas que ella se conectaba y que nunca se contagiaba de ninguna enfermedad… Es una persona realmente merecible de la palabra Virgen.
A la Madre Teresa la tiene en un cuadro en la panadería y en una foto en el comedor de su casa. Sólo le basta alzar la vista para recordarla.
Quise entrevistar a Mónica Carranza a mediados de 2009. Cuando llamé a la Fundación Los Carasucias me contestaron que estaba enferma y no daba entrevistas, que tal vez cuando se curara podría hablar conmigo. Pero murió de cáncer de útero unos meses después, el 28 de diciembre. Acompañé a Margarita a su entierro.
***
Primero Margarita daba sándwiches. Después sumó sopas. Hasta que, cuando empezó a preparar comida más sustanciosa, se dio cuenta de que la cosa iría creciendo y que iba a necesitar ayuda. Salió entonces a esparcir la idea, puerta por puerta, por lo que entonces eran algunas casillas sueltas en los pasillos de tierra, escombro y barro. Lanzó la convocatoria y así conoció a las que serían sus aliadas y, también, a algunas futuras enemigas. Cuando las tuvo a todas juntas, las arengó y terminó de convencerlas. Desde ese día, al Comedor lo harían entre todas. “Había muchas mujeres que se acercaron, éramos como once. Eran gente conocida. Todas vecinas”, recordó Margarita. A todas las entusiasmó la idea de pertenecer a una institución. Nunca nadie les había pedido su ayuda para nada. Además Margarita, recuerdan, se mostraba absolutamente convencida de su emprendimiento.
Margarita nunca había contado en los medios acerca de sus primeras compañeras de ruta. Cuando le pregunté por primera vez quiénes eran aquellas once mujeres, me contestó:
–Isabel Vera [esposa de Marcial Ríos]; Sarita; Miriam; Petrona; Ana, una señora que ya no vive acá, se fue a vivir a otro lado; Mónica [Ruejas], que era la presidenta [de la Junta Vecinal]; Delicia; la nuera de Sarita, que se llamaba María; Estela [hija de Sarita] y Beatriz [su hija]. Y yo.
Tiempo después intenté averiguar más sobre algunas de ellas, de las que no sabía nada, y entre Margarita, Isidro, Beatriz y Miriam intentaron recordar nuevamente de quiénes se trataba aquel grupo de las once. Se confundían con algún nombre, se corregían entre ellos y volvían a arriesgar. Margarita repetía: “Sí, es cierto, yo me acuerdo que eran once mujeres”, y entonces reemplazó a María por su hija Romina.
Cuantas hayan sido las mujeres que colaboraban, lo cierto es que –exceptuando sus hijas– de quienes participaron en el Comedor en un primer momento un tercio la acompañaron unos meses; otro tercio, unos años; y hoy solo Petrona, Miriam y Sarita siguen cerca de Margarita o del emprendimiento. Las mujeres tenían un promedio de 25 años. A Margarita le faltaba poco para llegar a los 36. Las más jóvenes eran sus hijas Beatriz, de 17 (que en esa época vivía con su pareja a pocas cuadras y recién había parido a su primer hijo), y Romina, de 18. La más vieja era Sarita, de 47.
–“Sí, yo me animo, yo te ayudo” –cuenta Margarita que le dijo Sarita–. Era mamá de ocho y abuela de tres. Vivía acá, donde es el centro de salud. Eso era todo el rancherío. Vivía con don Filo, el que era su marido, y ellos trabajaban todos en la ciruja. Y lo que hacían los fines de semana era con el carro traer cascotes para rellenar acá el terreno, porque todo era inundable.
Alta, flaca y huesuda, de pelo corto, crespo y entrecano, Sarita es una de sus primeras amigas del barrio. Fue su fiel compañera en los programas de televisión a los que sería convocada durante los años siguientes. Estuvo a su lado hasta que un tiempo después empezó a consumir paco, como varios de sus hijos. Se volvió aún más varonil y esquelética. Hoy come y se baña en lo de Margarita y frecuentemente se la ve sentada a su lado, en silencio, algo perdida, mientras escucha cómo el Comedor sigue andando a su alrededor.
–Ahí enfrente vivía una señora, Rosa, que tenía diez hijos y tres nietos. Ella estaba sola, no tenía marido. Habían hecho un ranchito de alfombra y había un colectivo viejo que ellos lo usaban como dormitorio. Y esos chicos, cuando lo veían venir a Isidro con el carro, salían corriendo de la casa. Porque traía pan, facturas, frutas. Y lo ayudaban a descargar el carro. Yo les hacía mate cocido y les daba. Rosa sabía salir a cirujear, a vender flores y a pedir. Iba con uno o dos de ellos y el resto se quedaba. Los hijos de Sarita y los hijos de Rosa fueron los primeros que comieron en el Comedor –contó Margarita.
Estela, la hija de Sarita, era flaca y alta como ella, participó solo unos meses y hoy vive en el Conurbano. Ana era una vecina de la cuadra, chilena, bajita y robusta, que tenía seis hijos y que al año vendió su casa y partió con paradero desconocido. Isabel Vera, la esposa del entonces futuro presidente de la Junta Vecinal Marcial Ríos, me dijo lo siguiente:
–Me enteré de que estaba por abrir un comedor y me acerqué a ayudarla. Al principio llevábamos cada una un paquete de fideos, para que alcance para todos los nenes. Me iba bien temprano y me quedaba hasta después de comer, a eso de la una, una y media, que volvíamos.
Es petisa y de pelo castaño claro. Participó en el Comedor unos cuatro años y, dice, se alejó porque ya no le alcanzaba el tiempo para cumplir con sus obligaciones de madre.
Por último, Mónica Ruejas y Delicia, una mujer morruda, bajita, morocha y de rulos que aún vive en la zona, se alejaron de Margarita por el año 2000.
***
(…) Aunque ya venían dando de comer desde antes, el día que Margarita estableció como día uno, como fecha oficial y mítica de la creación del Comedor, es el 7 de octubre de 1996: “Fue el día que nosotros empezamos. Un lunes. Legalmente el Comedor se anotó después de mucho tiempo, al año. Un día 7, porque yo soy muy creyente de San Cayetano y para mí el día 7 es muy importante. En el sentido de que San Cayetano siempre estuvo conmigo por un montón de cosas, por las ayudas que después recibí, sin ser nadie, vio”, me explicó.
“De a poco armamos esto. Al principio era tan precario… Entraba lluvia por todos lados; no podíamos encender el fuego; los chicos lloraban de hambre… Hasta que el 7 de octubre de 1996 recibí a mis primeros 68 chicos. Ese día golpeaban las mesas pidiendo comida y venían en cuero. Ahora ya no; ahora ya no tienen necesidad de mendigar”, recordó en 1999 en una nota para la revista Gente.
Durante unos nueve meses el Comedor se abasteció, además de con la jubilación de Isidro y el subsidio de Margarita por madre numerosa, con el aporte de las vecinas y con lo que la familia juntaba cada día cuando salía a cirujear. Isidro iba a la madrugada, volvía para las 8 y compraba los alimentos para el día. Walter y Cuqui hacían lo suyo a la tarde y lo recaudado se vendía el sábado para comprar harina, fideos y otros alimentos. Ya tenían gente que los conocía y les daba fruta y verdura que les había sobrado.
“Cocinábamos acá afuera. No teníamos cocina. Hacíamos fuego y cocinábamos en el horno de barro que Isidro había hecho. Todo el día. Terminábamos de cocinar al mediodía y ya empezábamos con el pan del otro día o a hacer torta frita si nos alcanzaba para comprar la levadura. (...)