Marcos Aguinis: con el tiempo entre las manos
Mientras estudiaba en París, el escritor compró un reloj despertador que hoy simboliza el afán de aprovechar al máximo el día
La mayor parte de los mortales corre detrás del tiempo sin poder alcanzarlo. Sólo unos pocos elegidos lo tienen de su lado. Marcos Aguinis, a quien una sola vida le ha alcanzado para ser pianista, neurocirujano, psicoanalista y escritor prolífico, pertenece a este grupo no por concesión de los dioses, sino por un acto de voluntad: a los 24 años, mientras estudiaba en Europa, quiso robarle horas al sueño y se compró un reloj despertador de cuarzo marca Bulova que colocó sobre su mesa de luz para que cantara como un gallo todas las mañanas a las 6.30.
No tenía más remedio. Había obtenido una beca para estudiar en París, en el célebre Hospital de la Pitié–Salpêtrière, donde se integró al equipo de Jacques Lebeau con la ilusión de hacer psicocirugía para tratar males como la depresión, la paranoia o la esquizofrenia. Era un ritmo de estudio y prácticas muy intenso. A eso, Marcos debía sumar su dedicación a la música, una pasión que había nacido durante su infancia en Cruz del Eje, y que había alimentado con años de conservatorio. Vivía en el pabellón argentino de la Ciudad Universitaria de París, adonde también residía un jovencísimo Bruno Gelber. Entre los dos, alquilaron un piano y lo instalaron en el sótano de la residencia de estudiantes, con la idea de alternarse en la práctica del instrumento.
“Fue entonces cuando me compré este despertador –cuenta Marcos–. Me levantaba a las 6.30, desayunaba un café con leche con medialunas y viajaba en subte al hospital. Volvía muy tarde, cansado y hambriento, y me compraba una baguette en un local cercano a la residencia. Gelber tocaba todo el día. Cuando yo llegaba me sentaba al piano, pero me caía de sueño sobre las teclas. Pronto entendí que mis dos pasiones eran incompatibles.”
Hubo otra decepción. Marcos tomaba notas sobre la evolución de los pacientes operados, y con el correr de los meses descubrió que no mejoraban. Entonces abandonó la psicocirugía para concentrar sus investigaciones en la base del encéfalo. Tras pasar un año y medio en París, ganó otra beca para estudiar neurocirugía en Friburgo, Alemania. Le dejó el piano a Gelber y se llevó su despertador. Podía abandonar su plan de convertirse en concertista, pero el tiempo seguiría de su lado.
Volvió al país en 1965 y se instaló en Río Cuarto, donde ejerció como neurocirujano durante 11 años. En esa época se llevaba el reloj Bulova al consultorio, como si eso representara la posibilidad de multiplicar las horas. Se dividía entonces entre sus tareas como médico y la escritura de sus primeras novelas. “Escribía capítulos cortos de La cruz invertida cuando las ideas me asaltaban camino al hospital o a alguna conferencia. Paraba el auto, sacaba la libreta y anotaba.”
La exigencia y la disciplina vienen de su madre, Rebeca. Su padre, José, tenía un temperamento más lúdico. “De chico me dormía mientras leía los libros que sacaba de la biblioteca Jorge Newbery. Mi papá los retiraba de mi pecho y apagaba el velador.”
–¿Seguís siendo fiel a la idea de aprovechar el tiempo?
–Sí. Pero antes tenía que hacer cosas, me imponía obligaciones y objetivos. A esta altura, aprovechar el tiempo significa gozar de la vida. Ir al teatro, a conciertos, viajar.
Hace poco, su hija Luciana se sorprendió de que todavía conservara este viejo reloj despertador. Después de todos estos años, sigue dando la hora. Pero Marcos dice que lo guarda como recuerdo. Ese artefacto insidioso le impuso el rigor durante buena parte de su vida, pero aún así, o quizá por eso, Aguinis le tiene un cariño especial. Aunque ya no se somete a los dictados de su alarma, el Bulova sigue velando su sueño desde la mesa de luz. Al lado suyo, o de su lado, registra el paso de las horas en el más perfecto y prolongado de los silencios