Marcelo Moguilevsky: la película de mi vida
Un espejo que heredó de sus padres representa la memoria familiar y el recuerdo de escenas imborrables que lo marcaron
Hace más o menos un año, tras la muerte de su padre, Marcelo Moguilevsky se puso un espejo sobre la espalda y lo cargó desde la casa paterna hasta la suya, en la calle Lafinur. A su paso, la gente se hacía a un lado: el objeto tiene unos dos metros de largo por medio de ancho. Músico al fin, Marcelo dice que fue como cargar un contrabajo. Pero era más que eso. Llevaba allí la memoria familiar. También, la pantalla en donde había visto proyectadas escenas de su vida en tiempo real y donde tantas veces había buscado reconocerse.
Durante su infancia, en la casa de Julián Álvarez y Arenales, el espejo estaba en el palier. Era imposible no verse duplicado al trasponer la puerta de entrada, pero el primer recuerdo de Moguilevsky es táctil. A los cinco o seis años, le gustaba jugar con las enruladas volutas del marco. Sólo más tarde se afirmaría la noción de identidad. Y con ella, la perpleja interrogación ante la propia imagen reflejada.
En la adolescencia, Marcelo se buscaba en la música. Y practicaba ante el espejo. No era vanidad, sino una necesidad técnica. “Lo primero que hacen los vientistas es verse mientras tocan. Es un modo de controlar que no inflás los cachetes o que estás poniendo bien la boca en el instrumento. Mis prácticas de clarinete y flauta traversa suponían toda una relación con el espejo.” Marcelo recuerda con nitidez la imagen en la que se veía, pocos años después, como aprendiz de galán. “Cuando entraba a casa con una novia bonita me gustaba mirar la escena en el espejo”, cuenta. En ese preciso momento, como sucede cada vez que nos vemos en ese cristal sin fondo que Borges temía, era tanto protagonista como espectador. Y se dedicaba a sí mismo un pensamiento tribunero: “¡Qué grande!”
En este espejo reconoció también el que quizá haya sido su mayor cambio: su ingreso a la madurez. Fue a los 18, cuando regresó sin previo aviso a la casa de sus padres después de viajar durante siete meses por distintos países de Europa. En el albergue estudiantil de Nápoles le robaron todo, incluidos los 500 dólares que tenía. Le quedó lo puesto y el bolso con las flautas, los sikus y las quenas, al que dormía abrazado. No tuvo más remedio que salir a tocar en las plazas. Cosechó aplausos y algo más, y siguió viajando. “Pude sobrevivir en la calle, en medio de gente que hablaba otro idioma. Eso me dio coraje. Enfrentar al mundo sin más que la flauta y salir adelante es muy fuerte.” Cuando golpeó la puerta de su casa era otro, pero no lo sabía.
–¿Quién es? –preguntó una voz del otro lado.
–Soy yo, mamá –respondió.
Pero recién sabría quién era de verdad cuando abrazó a su madre, que vestía una bata roja, y vio en el espejo su propio rostro. Esta vez, con el pelo largo y una luz distinta en los ojos. “Ahí me di cuenta que ya no era el que había partido. Había tenido primeras experiencias en el amor, la música y la economía. Ya era un hombre.”
Moguilevsky dice que ese espejo que se trajo al hombro de la casa de sus padres lo vio todo. Los primeros besos, sus inicios en la música, las peleas familiares y los portazos, las mesas larguísimas de los días de fiesta. ¿Qué refleja ahora, que tapiza una de las paredes de su propia casa? En primer lugar, los hijos, que han llegado en dos etapas y son seis, si contamos el que está en camino. Y luego, claro, a él mismo. “Hoy mi imagen no coincide con lo que siento. Me siento de 30, pero el espejo es implacable. Te obliga a reconocerte. Algo que, tras la sorpresa, yo acepto.”
Marcelo no es de guardar cosas. El espejo es lo único que conserva de sus padres. A esta altura, no es difícil adivinar las razones. “Es un testigo de la vida familiar, ahora que quedamos pocos –dice–. Además, ahí está la película de mi vida”.