Al recibir una premiación por parte del Gobierno, redactó un decálogo con las condiciones en las que aceptaba y los temas que debían inspirar al docente en su profesión.
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El nombre de Manuel Belgrano se repetía en cada casa de Buenos Aires luego de la victoria sobre los realistas en Salta, que tuvo lugar el 20 de febrero de 1813. El correo partió hacia el norte con correspondencia para el benemérito general Belgrano. Entre las muchas cartas figuraba la que decretaba la premiación de cuarenta mil pesos que le hacía el Gobierno. El general los aceptó, con una condición:
Excelentísimo Señor:
El honor con que Vuestra Excelencia me favorece al comunicarme los Derechos de la Soberana Asamblea Nacional Constituyente en que se digna condecorarme con un sable de guarnición de oro que lleve en la hoja grabada la siguiente inscripción: “La Asamblea Constituyente al benemérito General Belgrano”, y premiar mis servicios, pero especialmente el que acabo de hacer en la gloriosa acción del veinte pasado en Salta, con la donación en toda propiedad de la cantidad de cuarenta mil pesos señalados en valor de fincas pertenecientes al Estado; me empeña sobremanera a mayores esfuerzos y sacrificios por la libertad de la Patria.
Pero cuando considero que estos servicios en tanto deben merecer el aprecio de la Nación, en cuanto sean efectos de una virtud y fruto de mis cortos conocimientos dedicados al desempeño de mi deber, y que ni la virtud ni los talentos tienen precio, ni pueden compensarse con dinero ni degradarlos. Cuando reflexiono que nada hay más despreciable para el hombre de bien, para el verdadero patriota que merece la confianza de sus conciudadanos en el manejo de los negocios públicos que el dinero o las riquezas.
Cuando reflexiono que estas riquezas son un escollo de la virtud que obliga a despreciarlas, y que adjudicadas en premio no solo son capaces de excitar la avaricia de los demás, haciendo que por principal objeto de sus acciones subroguen el bienestar particular al interés público, sino que también parecen dirigir a lisonjear una pasión seguramente abominable en el agraciado.
[Cuando considero todo esto], no puedo dejar de representar a Vuestra Excelencia que sin que se entienda que miro en menos la honrosa consideración que por mis servicios se ha dignado a dispensarme la Asamblea, cuyos Soberanos Decretos respeto y venero, he creído propios de mi honor y de los deseos que me inflaman por la prosperidad de mi Patria, destinar los expresados cuarenta mil pesos para la dotación de cuatro escuelas públicas de primeras letras (en que se enseñare a leer y escribir, la Aritmética, la Doctrina Cristiana y los primeros rudimentos de los derechos y obligaciones del hombre en sociedad, hacia ésta y al gobierno que rige) en cuatro ciudades a saber: Tarija, ésta [Jujuy], Tucumán y Santiago del Estero (que carecen de un establecimiento tan esencial e interesante a la religión y al Estado, y aun de arbitrios para realizarlo) bajo del reglamento que pasaré a Vuestra Excelencia (...) reservándome el aumentarlo, corregirlo o reformarlo siempre que lo tenga por conveniente.
Espero que sea de la aprobación de Vuestra Excelencia un pensamiento que creo de primera utilidad y que no lleva otro objeto que corresponder a los honores y gracias con que me distingue la Patria. Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años. Jujuy, treinta y uno de marzo de mil ochocientos trece.
Manuel Belgrano.
Docentes, asuetos y obligaciones
La donación del premio recibido por el triunfo en Salta tuvo un corolario. Belgrano se encargó de escribir un reglamento para que rigiera en cada uno de los cuatro establecimientos: el de Tarija, el de Jujuy, el de Tucumán y el de Santiago del Estero. Los veintidós artículos demuestran que el donante se regía por los lineamientos del gran educador suizo Enrique Pestalozzi. Además, se concentró en la financiación. Explicaba que si a cada provincia se le entregaban diez mil pesos, el interés anual que obtendrían sería de quinientos por escuela. Ese dinero tenían que utilizarlo de la siguiente manera: cuatrocientos pesos para pagar el sueldo del maestro (era una buena remuneración) y cien para asistir a los padres de bajos recursos con los elementos para el aula: papel, tinta y libros. En caso de que hubiera un excedente, se emplearía para comprar premios para estímulo de los estudiantes más destacados.
Proponía que el cargo del docente durara tres años y luego se hiciera una reevaluación para determinar si se proseguía con el mismo maestro o se lo cambiaba. Debían enseñar “a leer, a escribir y a contar”. También, la gramática, el catecismo y “el conocimiento del origen y objeto de la sociedad”. Esto incluía —por favor, prestemos atención— el aprendizaje de los derechos y obligaciones de un ciudadano hacia el prójimo y la autoridad.
Duración del ciclo lectivo: todo el año, dividido en dos semestres, el primero desde octubre hasta marzo, de lunes a sábado en doble turno (siete a diez de la mañana y tres a seis de la tarde) salvo los jueves, que se daba asueto a partir del mediodía. A las cinco, finalizada la actividad en el aula, los chicos y el maestro concurrirían a misa. Horario de invierno: ocho a once y dos a cinco.
Tampoco dejó los asuetos librados al azar. Además de los jueves a la tarde, estableció que las clases se suspenderían en fechas de evocación patriótica, tales como el 31 de enero (inicio de sesiones de la Asamblea del Año XIII), 20 de febrero (Batalla de Salta), 25 de Mayo y 24 de septiembre (Batalla de Tucumán).
El maestro debía encargarse de explicarles la importancia de cada fecha. A la vez, habría un asueto común, aunque exento de significación histórica, el 1 de enero; y dos más específicos para cada escuela: el día del maestro y el del fundador de la ciudad. Se refería a los días de sus santos patronos, también llamado onomástico.
Y allí había otra referencia que Belgrano estimaba importante: opinó que al maestro no solo había que darle un asiento preferencial en las principales misas del año, sino que había que considerarlo un Padre de la Patria.
Propuso que los estudiantes más avanzados en escritura solo la ejercitaran en dos carillas y emplearan el tiempo restante en la lectura de obras de conocimiento general, doctrina cristiana, aritmética o gramática.
Orden y castigos
Respecto de los castigos, eran severos, de acuerdo con los tiempos. Por eso no debe llamar la atención que Belgrano haya contemplado el castigo corporal como una de las herramientas para la formación de los chicos cuando escribió este reglamento en el año 1813. Él mismo planteaba lo siguiente:
- Art. 15°. Solo se podrá dar de penitencia a los jóvenes, el que se hinquen de rodillas. Pero por ningún motivo se los expondrá a la vergüenza pública, haciendo que se pongan en cuatro pies, ni de otro cualquier modo impropio.
- Art. 16°. A ninguno se le podrán dar arriba de seis azotes por defectos graves; y solo por un hecho que pruebe mucha malicia, o sea de muy malas consecuencias en la juventud, se le podrán dar hasta doce, haciéndolo esto siempre separado de la vista de demás jóvenes.
- Art. 17°. Si hubiere algún joven de tan mala índole o de costumbres tan corrompidas que se manifieste incorregible, podrá ser despedido secretamente de la escuela con acuerdo del alcalde de primer voto, del regidor más antiguo y del vicario de la ciudad, quienes se reunirán a deliberar en vista de lo que previa y privadamente les informe el preceptor.
Higiene y buenos hábitos
También le prestaba mucha atención al aseo. Belgrano quería que en sus escuelas los estudiantes se vieran pulcros; pero ninguno debía vestir con lujo, “aunque sus padres quieran y puedan costearlo”. Los inspectores y supervisores, hoy tan vigentes, también estaban contemplados en el reglamento. Un día de la semana, al azar, un funcionario del Cabildo tenía la obligación de concurrir con el fin de ver cómo se desarrollaban las clases. A la semana siguiente iría otro; y así, cada semana. De esta manera, podía tener diferentes miradas acerca de la labor del docente. Además, él se reservaba el derecho de enviar a alguien de su confianza para llevar a cabo una “visita extraordinaria”, ver en qué condiciones se daban las clases y cómo se manejaba el maestro. Deseaba estar cerca de la evolución de cada una de las cuatro escuelas.
Uno de los principales artículos, el decimoctavo, contenía un decálogo de los temas que debía inspirar el maestro en sus alumnos:
- Amor al orden.
- Respeto a la religión.
- Moderación y dulzura en el trato.
- Sentimientos de honor.
- Amor a la virtud y a las ciencias.
- Horror al vicio.
- Inclinación al trabajo.
- Desapego del interés.
- Desprecio de todo lo que diga a profusión y lujo en el comer, vestir y demás necesidades de la vida.
- Un espíritu nacional, que les haga preferir el bien público al privado, y estimar en más la calidad de americano, que la de extranjero.
Un ejemplo a seguir
Una aclaración muy necesaria es que el donante no ofreció el dinero para fundar las escuelas, sino para dotarlas. Esto significa que quería encargarse de todo lo necesario para su funcionamiento. Con el correr del tiempo fueron varias las escuelas que se atribuyeron ser parte del legado del prócer. Entre ellas nombramos a la Escuela Santo Domingo, de Santiago del Estero, que funcionó entre 1815 y 1857, y dos que abrieron sus puertas en 1825, en Tarija y Jujuy, pero cerraron pocos años después por falta de fondos; los que les correspondían —para dotarlas— no llegaban desde Buenos Aires.
Lo cierto es que las cuatro que hoy se mencionan como oficiales son: Escuela General Belgrano, en Tarija (del año 1974); Escuela de la Patria Doctor Manuel Belgrano, en San Miguel de Tucumán (1998); Escuela de la Patria, en Loreto, Santiago del Estero (1999), y Escuela Legado Belgraniano, en Campo Verde, San Salvador de Jujuy (2004).
Las últimas tres fueron impulsadas a partir de una resolución del Ministerio de Educación de 1997.
El reglamento de Belgrano terminó siendo utilizado en Santiago de Chile, en Córdoba y en algunas otras ciudades del país. Fue modelo para escuelas que estaban formándose en el territorio. Como vemos, también se le debe el reconocimiento como inspirador en el área de la educación.
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