Manos de esta tierra
Al excepcional valor estético de sus frescos, la célebre Cueva de las Manos suma una fascinante posibilidad: atisbar el universo espiritual de los primeros argentinos, aquellos hombres que, hace más de doce mil años, conquistaron el Ultimo Confín de la Tierra
Aunque pocos lo sospechen, llamar Ultimo Confín de la Tierra a la Patagonia tiene una remota justificación. Con su poblamiento, hace más de doce mil años, nuestra especie completó la ocupación de las masas continentales. Los protagonistas de aquella gesta fueron cazadores especializados, que se agrupaban en bandas, fabricaban instrumentos de piedra nada toscos y, entre otros animales, perseguían al guanaco y el extinguido caballo americano. A ellos adeudamos las primeras expresiones de nuestro arte rupestre: espléndidas escenas de caza y negativos de mano en una profusión impar. La colección más deslumbrante está en la célebre Cueva de las Manos, en el noroeste de Santa Cruz. A fines de 1999, la Unesco incorporó este sitio arqueológico al Patrimonio Mundial. Así pasó a codearse con Altamira, Lascaux, Tassilli y otras cumbres del arte prehistórico. Pero el valor estético –al menos en el sentido que hoy le damos– no fue una búsqueda prioritaria para los autores de sus frescos. Tampoco es lo que más importa a los arqueólogos. La Cueva de las Manos brinda una cautivante oportunidad: asomarse al universo espiritual de los primeros argentinos, al alma de quienes conquistaron este Ultimo Confín. Sus imágenes cifran –quizás insondablemente– símbolos, creencias, ritos. No extraña que el escritor Diego Bigongiari la haya asociado con la Capilla Sixtina.
Catedral prehistórica
Se trata, en realidad, de una serie de abrigos rocosos. Sus bocas se abren bajo uno de los empinados farallones que enmarcan el Cañadón del Alto Río Pinturas, a más de ochenta metros sobre el nivel de las aguas. Al frente discurre lo que alguien calificó de paisaje paleolítico: un curso lleno de meandros, festoneado de sauces, que marcha rumbo al Atlántico entre vertiginosas bardas y una soledad aún más imponente. De tanto en tanto, sobre un tapiz de matas tortuosas y pastos amarillentos, las tropillas de guanacos enfatizan la simetría con el escenario que retrataron las pictografías. En 1881, acompañando un grupo de tehuelches meridionales, el viajero inglés George Chaworth Musters pasó cerca del lugar. Pero sólo se enteró de que al este de su ruta se extendía “una región llamada por los indios el país del diablo, en la que según me afirmaron nadie entra nunca”. La Cueva de las Manos debió esperar sesenta años para que un puñado de fotos del padre De Agostini –infatigable explorador patagónico– diera a conocer su fabulosa imaginería. Una década después saltó a la literatura científica, merced al relevamiento efectuado por una expedición arqueológica del Museo de La Plata. Y en 1964, Carlos J. Gradin –un topógrafo devenido arqueólogo– comenzó su estudio sistemático. El primer impacto fue decisivo. Al recorrer aleros y cuevas, Gradin se topó con un mundo todavía palpitante: guanacos de vientre abultado –“como si estuvieran preñados”– o corriendo “en fila serpenteante”, “cazadores que mostraban sus técnicas” y una policroma selva de manos estarcidas (hay más de ochocientas).
“Allí estaba todo un pueblo que creíamos desaparecido –escribió en Recuerdos del río Pinturas–. Corrí junto con los que perseguían a los guanacos. Sentí el silbido de la bola perdida que arrojaban los cazadores desde algún escondite entre las rocas. Y por fin participé en el reparto de la presa que habían capturado.” Pero: ¿quiénes eran? ¿De dónde venían? ¿Cómo vivían? ¿Cuándo estuvieron por allí?
Gradin dedicó más de treinta años a la búsqueda de respuestas, con el respaldo financiero del Conicet y el apoyo técnico de los arqueólogos Ana M. Aguerre –su amada compañera– y Carlos A. Aschero. Gracias a este esfuerzo –que implicó tanto relevamientos pictográficos como excavaciones–, hoy sabemos que en la Cueva de las Manos está representada una secuencia cultural ininterrumpida de ¡más de ocho milenios y medio! Para los antiguos cazadores de guanacos significó mucho más que un refugio circunstancial. Fue un espacio sacralizado. Algo así como una catedral.
Mano a mano
Las pinturas, según Gradin, corresponden a cuatro períodos. El más antiguo arranca 9300 años atrás y puede atribuirse a la corriente colonizadora, cuya industria lítica produjo puntas de proyectil triangulares de estupenda factura. Lo distinguen escenas de caza ajustadas a los cánones naturalistas y con gran dinamismo, que los especialistas concuerdan en relacionar con la magia cazadora (apresar la imagen de un guanaco otorga, en cierto sentido, poder sobre ese animal).
Junto a ellas aparecen algunos negativos de manos, que fueron obtenidos soplando una mezcla de pigmentos minerales, yeso y agua o grasa sobre manos apoyadas contra la roca, que para algunos investigadores tuvieron que ver con la magia curativa.
La presunción se basa en uno de los episodios vividos por Musters entre los tehuelches, herederos de los primitivos cazadores de la Patagonia. Cuenta el aventurero británico que, antes de sacrificar una yegua para sanar a un niño, los indios estamparon sobre su blanco pelaje manos embadurnadas con pintura roja. Sin embargo, Rodolfo M. Casamiquela –un profundo conocedor de las culturas patagónicas– prefiere asociar las manos estarcidas con ceremonias de iniciación femenina (sus indagaciones indican que la mayoría pertenecería a mujeres). Del 7000 al 3300 antes del presente, coincidiendo con una segunda ocupación del área, los negativos de manos hacen rancho aparte y ganan en densidad. Las escenas cinegéticas, en cambio, son desterradas por grupos de guanacos en actitud estática y con el vientre abultado, a veces junto a sus crías. Lo más probable es que respondan a ritos propiciatorios de la fecundidad (la abundancia de presas resulta esencial para toda cultura cazadora), aunque no debe saltearse una interesante observación de Casamiquela: ante la sed extrema, los tehuelches mataban una guanaca preñada para beber el agua de la placenta (líquido amniótico).
Durante el tercer período (3300 a 1500 a.C.), el abandono del realismo naturalista de los inicios se acentúa y –junto a las infaltables manos estarcidas– aparecen hombres y guanacos de tratamiento esquemático, huellas de ñandú y seres fantásticos, mezcla de saurio y humano. Después, con los antecesores directos de los tehuelches, la abstracción triunfa definitivamente y las oquedades del Alto Río Pinturas se llenan de triángulos opuestos por el vértice, círculos concéntricos, líneas puntiformes y zigzags de un rojo intenso. Esta tendencia culminó con las laberínticas composiciones que adornaban los quillangos y toldos de los indígenas que tomaron contacto con el blanco. El registro de la Cueva de las Manos termina dos siglos antes de la llegada de Colón.
Tesoro del mundo Santa Cruz asumió la iniciativa de proteger el sitio y convertirlo en un atractivo turístico. En 1993, Cueva de las Manos fue declarada monumento histórico nacional. Y, dos años más tarde, el Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano (Inapl) la incluyó entre las prioridades absolutas de su Programa de Documentación y Preservación del Arte Rupestre Argentino. Paralelamente, el yacimiento arqueológico se abrió paso hasta el Patrimonio Mundial.
“La designación como tesoro de la humanidad entraña un redoblado compromiso de conservación –señala la doctora Diana S. Rolandi, directora del Inapl–. Hemos elaborado un Plan de Manejo, que vela tanto por las pinturas como por su entorno natural, y conseguimos que sus directivas fueran aceptadas formalmente por la dueña de la estancia que incluye el sitio. Ahora falta implementarlo. Esto implica, entre otras cosas, dotar a la Cueva de las Manos de un buen centro de interpretación, senderos de bajo impacto y cartelería bilingüe; ampliar su playa de estacionamiento y la casa del custodio; y conseguir que los visitantes ingresen siempre en compañía de un guía especializado. Si todo marcha como debería, las rejas no tardarán en perder sentido". Entonces la ilusión será perfecta. Y, como Gradin, podremos imaginarnos en medio de una ceremonia iniciática, una corrida de guanacos, un banquete primordial. O sentir que las manos de la tierra nos están tocando.
Agradecemos el apoyo brindado para la realización de esta nota por el Ministerio de Turismo, Cultura y Deportes de la Nación y la Administración de Parques Nacionales. En especial, a María Cibeira, Carlos A. Hinostroza –cuidador de la Cueva de las Manos– y el guardaparque Alejandro Caparrós.
Para viajeros
Al NO de Santa Cruz. Se llega desde la localidad de Perito Moreno, por rutas nacional 40 y provincial 97 (178 km).
Alojarse y comer: entre $ 45 y $ 80 por persona, con desayuno incluido. Se puede elegir entre tres estancias turísticas. Telken, con 15 plazas, platos regionales y una cálida atención (02963-432079). Los Toldos –cuyas 46.000 hectáreas engloban la Cueva de las Manos–, cabañas, un albergue y una hostería de aceptable cocina (02963-32085). Y Casa de Piedra, dos habitaciones triples, un camping con capacidad para 30 carpas y asado de cordero (02963-432199).
Todas las estancias mencionadas organizan salidas –en 4x4, a pie y a caballo– hasta la Cueva de las Manos y otros sitios de importancia arqueológica, como Charcamata y Arroyo Feo. Temporada propicia: fines de primavera, verano y principios de otoño. Más información: Centro de Información Turística de la Provincia de Santa Cruz (Suipacha 1120, Capital Federal, tel. 4325-3098/3102, e-mail: estancias@interlink.com.ar ) o http://www.scruz.gov.ar/turismo y http://estanciasdesantacruz.com