También conocido como el "mal de Florencia" es una enfermedad psicosomática que causa elevado ritmo cardíaco, vértigo, temblor y palpitaciones cuando el individuo es expuesto a un gran número de obras de arte en un mismo lugar. En primera persona, desde la cuna del Renacimiento, una cronista relata qué pasa en el cuerpo cuando la belleza es abrumadora.
Sueño con levantar los despojos de la ciudad inenarrable, esa misma que Italo Calvino dice que Marco Polo no pudo contarle a Kublai Kan porque, si la hubiera puesto en palabras, habría desaparecido. Soy nómade. Hija y nieta de trashumantes. Mis ancestros fueron y vinieron tantas veces que mi nonno nació en Argentina, pero tuvo padre e hijo italianos. Mi nonna era yanqui, pero vivió la Segunda Guerra en Salerno, donde nació mi padre. Supongo que tanto agitar los genes como péndulo de un continente a otro hizo que no pueda quedarme quieta y gaste hasta el dinero que no tengo en viajar sin descanso. Eso y mi pasión por el arte, los museos, los edificios, los puentes y sus ríos, las montañas, las esculturas, la antigüedad de las piedras, los parques, los mercados. La sed no se calma con nada. Soy adicta al mal del viajero. Ese palpitar, esa falta de aire que describió Henri Beyle, más conocido por su seudónimo, Stendhal, en Roma, en Nápoles y en Florencia, en 1817.
"Ahí, sentado en un reclinatorio, con la cabeza apoyada sobre el respaldo para poder mirar el techo, las Sibilas del Volterrano me otorgaron quizás el placer más intenso que haya dado nunca la pintura. Estaba ya en una suerte de éxtasis ante la idea de estar en Florencia y por la cercanía de los grandes hombres cuyas tumbas acababa de ver. Absorto en la contemplación de la belleza sublime, la veía de cerca, la tocaba, por así decir. Había alcanzado este punto de emoción en que se encuentran las sensaciones celestes inspiradas por las bellas artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de la Santa Croce, me latía con fuerza el corazón; sentía aquello que en Berlín denominan nervios; la vida se había agotado en mí, andaba con miedo a caerme".
Conozco ese vértigo, no es exclusivo de Florencia. Lo he sentido en distintas ciudades, la belleza puede marearme. Sin embargo, nunca había estado en Florencia. La evitaba como Ulises a las Sirenas. Hasta que llegó el día.
Pienso en trepar hacia la Piazzale Michelangelo, donde se ven el Arno, el Ponte Vecchio y varias cúpulas. Pero no me animo.
¿Hubiera planeado el viaje si a mi pareja no lo esperara un congreso médico allí? Tarde o temprano lo hubiera hecho. Es el mediodía, hace dos días que recorremos juntos la ciudad, llegó la hora de asistir al compromiso que nos trajo, me deja sola en la Piazza della Repubblica. El sol preanuncia la primavera, siento deseos de ser drone, o ave. De poder mirar todo al mismo tiempo, pienso en trepar hacia la Piazzale Michelangelo, sobre una colina desde la que se ve el Arno, el Ponte Vecchio, las cúpulas de la Catedral Santa Maria dei Fiori, la de la basílica de San Lorenzo, el campanario de Giotto y toda la sucesión de terracotas de techos renacentistas. Pero no me animo. Bastante fuerte había sido enfrentarme a la postal a nuestra llegada, el primer día. Bajaba el sol, los turistas tomaban por asalto la escalinata/platea, un músico tocaba covers que en cualquier otro contexto hubiera odiado, nosotros compartíamos una cerveza abrazados, sosteniéndonos para no sucumbir. No puedo volver sola.
Elijo subir al café La Terraza, en el centro comercial La Rinascente. Puedo leer, puedo escribir, puedo mirar lo bello de a partes. La dosis completa puede ser mortal. El lugar es pequeño, casi todas las mesas están ocupadas, la moza me señala una y avanzo como bicho que busca la luz. Il Duomo, la cúpula que Brunelleschi hizo a pedido de algún Médici para completar la Catedral Santa María dei Fiori, está justo junto a mi mesa. Me escondo en el menú, pido una grapa. Mi interlocutora me observa preocupada, ellos están acostumbrados a ver enfermos del mal de Stendhal, no en vano se lo ha dado en llamar "mal de Florencia". Al traérmela me advierte que es una bebida fuerte, agradezco sin sacar los ojos de la cúpula. No leo, no escribo, aunque esta crónica nació ahí, en mi cabeza borracha de belleza y mareada de grapa.
La primera en darle entidad clínica a tal mal fue la psiquiatra y psicoanalista fiorentina Graziella Magherini, quien en 1989 lo describe a partir de sus propias experiencias en el servicio de urgencias psicológicas del dispensario de Santa Maria Nuova, al cual llegaban turistas víctimas de súbitas crisis nerviosas provocadas por la fatiga o la emoción. La riqueza de su aporte es el cruce entre la observación clínica y el conocimiento de la tradición literaria de los viajes a Italia desde Goethe hasta Freud, pasando por Stendhal, por supuesto.
En su paper, la doctora describe los casos de algunos pacientes, mejor dicho algunas, porque al parecer el mal aqueja más a las mujeres y, entre ellas, a las solitarias cuarentonas (ay). Como Inge, originaria de alguna localidad del norte europeo, que no pudo tolerar su soledad dominguera en Florencia y, tratando de regresar a su casa, terminó en el hospital. O como Elisabeth, una sudafricana que llegó a la consulta en estado tal que no pudo decir ni quién era. Debieron rastrear su historia a través de las postales que había escrito desde su hotel, pero jamás había despachado. O una neoyorquina de 51 años, que se quedó paralizada literalmente frente a un Botticelli en la Galería Uffizi. Y yo que aún no me animé a entrar en Uffizi. Ay, Florencia, qué difícil sos. La mayoría de estas turistas, además de ser solitarias, respondían a un perfil socioeconómico que les permitía viajar a Florencia en busca de cierta comunión artística.
La primera en darle entidad clínica fue la psiquiatra y psicoanalista fiorentina Graziella Magherini, a partir de su experiencia en el servicio de urgencias psicológicas. Al parecer el mal aqueja más a las mujeres y, entre ellas, a las solitarias cuarentonas (ay).
Magherini concluye que el síndrome de Stendhal es una obsesión moderna, una especie de soledad del turista cuando es expuesto a una forma súbita de desarraigo casi sin notarlo. Porque viajamos demasiado rápido, aviones, trenes de alta velocidad. Nosotros, viajeros contemporáneos, a diferencia de los Goethe o de los Stendhal, que hicieron del viaje a Italia un prolongado rito de iniciación, cargamos en nuestras mochilas livianas la osadía irresponsable del que llega a una ciudad mucho antes que su propia alma.
La Galería de los Uffizi, el gran paso
Camino por las calles internas, miro a los transeúntes a la cara. Estoy en Florencia, ¿qué hago volviendo tan temprano al monolocale que hemos alquilado? Me caliento un café, unto unas tostadas, intentó calmar la ansiedad asumiendo que es la grapa. Busco en la web información sobre el "mal de Florencia" y así me entero de que no hace mucho, en el mes de diciembre pasado, un señor de 70 años sufrió un infarto en la sala de Botticelli de la Galería Uffizi. El hombre se desploma frente a "El nacimiento de Venus". A su derecha están "La primavera" y "La adoración de los Magos"; a la izquierda, "La Anunciación"; a su espalda, el "Tríptico Portinari", del pintor Hugo van der Goes. Tuvo suerte; un grupo de médicos que visitaban también el museo lograron reanimarlo, con ayuda del desfibrilador que debe necesariamente tener semejante amenaza estética a la estabilidad cardíaca.
El director del museo, el alemán Eike Schmidt, declaró que es consciente de que el espacio puede despertar cierto estrés emocional o psicológico: "No me permitiría diagnosticar algo así en ningún caso concreto, no soy médico, pero se puede tratar de un Stendhal. Hay que destacar el efecto del arte, que tiene una gran fuerza psicológica en los seres humanos". Me tranquiliza leer que la doctora Jessica De Santis, que atendió al turista en la sala, señaló que igual el hombre tenía importantes antecedentes de problemas coronarios. No es mi caso, pero empiezo a pensar en cientos de excusas para evitar ir al museo. Es tan grande, tan inabarcable, se pierden horas en hacer la cola para entrar, el día de mañana estará tan soleado, cómo encerrarse en un museo.
Hay que destacar el efecto del arte, que tiene una gran fuerza psicológica en los seres humanos.
Mis ojos encuentran otro párrafo de la nota sobre el tema, el director de Uffizi relata otros casos recientes, como el de un joven que sufrió un ataque de epilepsia frente a "La primavera", de Botticelli. O, recientemente, cuando se inauguró la sala de Caravaggio y un hombre se desmayó contemplando "La cabeza de Medusa".
Sin embargo, el arte es también bálsamo. O al menos así lo demostró en 2016 un estudio realizado en el santuario barroco de Vicoforte, al norte de Italia. Se les tomó una muestra de saliva a más de cien visitantes antes de que entraran en el monumento y al salir. De este modo, comprobaron que los niveles de cortisol, la llamada hormona del estrés, se habían reducido en un 60% en la mayoría de los casos. Cierro el iPad, espanto la sensación de miedo. Al día siguiente, iré a la Galería Uffizi. Sola.
Las ruedas de las maletas arrastradas sobre la piedra centenaria de nuestra calle interrumpen mi sueño. Estamos a una cuadra de la estación principal; ese ha sido el sonido de mis últimos despertares. Sin embargo, demoro un rato en saber dónde estoy. Una voz grave grita algo en idioma inteligible. No levanto los párpados, repaso las señales que interrumpieron mi sueño antes que la alarma del reloj. "Es sábado, estoy en Florencia", me digo y entonces, sí, abro mis ojos sabiendo que los estaré lastimando el resto del día que comienza acompañada. El congreso médico no tiene mucho que ofrecer por la mañana. Por la tarde iré a Uffizi sola. Tal como anunciaba el pronóstico, el día es absolutamente primaveral. Hemos salido sin rumbo fijo, esta vez queremos perdernos. Ya vimos todo lo que había que ver, la belleza se va acumulando en capas que operan como filtro. Yo no sabía que era tan afecta al Renacimiento y no estaba preparada para llegar a su fábrica.
Aquí los Médicis gastaron el dinero como debe gastarse. Me da igual cuán perversos, acaparadores y déspotas hayan sido. ¿Cómo supieron que debían cuidar a Donatello, a Vasari, a Miguel Ángel, a Giotto, a Brunelleschi? ¿Cómo puede ser que en un mismo espacio estén los sepulcros y cenotafios de Dante Alighieri, Nicolás Maquiavelo, Galileo Galilei, Miguel Ángel, Rossini, y Vasari?
La Basílica di Santa Croce es un alarde innecesario. Miraba absorta un mural de Giotto cuando escuché detrás de mí a un guía que le hablaba con displicencia a una pareja presumiblemente británica. Un retazo de su comentario: "Igual, todo esto ha sido restaurado a niveles tales que nos es imposible saber exactamente cómo pintaba Giotto". Su veneno no llegó a matarme, por el contrario, me ayudó a seguir mi camino, pero caí en las garras de Vasari. "La última cena" de Vasari probablemente sea la más bella de todas las que he visto. Que no me escuche Leonardo, que también anduvo por aquí, por supuesto. Si será hermosa que el mismo Arno, celoso, con su carácter mutante, en noviembre de 1966 se precipitó sobre la ciudad y sus obras. La pintura de Vasari permaneció sumergida en barro tanto tiempo que se creyó irrecuperable. La magia de los restauradores, lejos de esconderse, cómo sugería el guía ladino, se exhibe con orgullo en esta iglesia/museo. No me quedé a mirar el video, no me interesaba.
Caminata a la orilla del Arno
Pero ahora es sábado; por primera vez desde que llegamos a la ciudad, nos permitimos vagar hacia donde nos lleve el impulso. Caminamos junto al Arno, claro. El sol calienta nuestra piel y arranca destellos en el agua que nos obligan a detenernos a cada paso a sacar una foto, como si pudiéramos robarnos un pedazo. Cruzamos el río por el puente Carraia: no es el más famoso; de hecho, ha sido volteado por múltiples inundaciones. Florencia sufrió ocho grandes y tres de ellas (incluida la última, de 1966) sucedieron en la misma fecha fatídica: 4 de noviembre.
Una guía con la que habíamos hecho el típico tour inicial al llegar a la ciudad nos comentó que todos los puentes habían sido bombardeados por Hitler, en la Segunda Guerra, a excepción del Vecchio, donde se dio el gusto de tener su oficina con vista al Arno. La imagen icónica de ese estrafalario puente flanqueado por edificios de distintos tamaños es una espina que jamás podré sacarme del pie. Data de la época romana de la ciudad, Adriano y Carlomagno caminaron por aquí. Pero según Vasari, que además de haber pintado la última cena fue tan lúcido como para escribir la más perfecta guía del quién es quién del Renacimiento, el responsable de la imagen actual es Taddeo Gaddi, que lo terminó en 1345. Y el gran duque Cosimo I de Médici le encargó, más de 200 años después, al mismo Vasari, que construyera esta especie de pasadizo secreto que unía sus dos residencias: el Palazzo Vecchio y el Palazzo Pitti. Es una especie de pasarela en altura que tiene más de un kilómetro, y que corona la ecléctica figura del puente.
Del otro lado del Arno comenzamos a subir por una calle que dobla y se desdobla dejando asomar pedazos de paisaje en perspectiva. Quiero pasar por Il Giardino de Rose, necesito ver cómo huelen las flores un sábado de sol. Pero el laberinto en subida nos atrapa en su belleza, el tiempo avanza impiadoso. He gastado 20 euros para entrar en Uffizi. Más cuatro extra para no perder tiempo en colas. Debo enfrentar al monstruo, no tengo excusas. Y a mi acompañante lo esperan sus obligaciones médicas. Pero igual paramos a cada paso y disparamos a diestra y siniestra nuestras inútiles máquinas de atrapar sueños.
Cuando terminamos de subir nos enfrentamos a la Iglesia de San Miniato al Monte, románica hasta llorar. Alta, tan alta que está fuera de las murallas antiguas de la ciudad, la miró embelesada deseando creer en algún dios para agradecerle la vista de semejante fachada. El interior es sobrecogedor; por suerte, hemos llegado cerca del horario de cierre. No podemos quedarnos. Bajamos a la ciudad, cruzamos el Arno de nuevo. Llegamos demasiado rápido al Uffizi. Juan, mi compañero, me saluda cariñoso. Sabe, aunque yo no lo diga, cuánto temo aquello que deseo.
Cuando terminamos de subir nos enfrentamos a la Iglesia de San Miniato al Monte, románica hasta llorar. El interior es sobrecogedor; por suerte, hemos llegado cerca del horario de cierre.
Lo primero que hago al entrar es montar mi teléfono en un dispositivo ad hoc y grabar largos travellings/caminatas por las galerías. Parapetarme detrás del teléfono es una buena estrategia. Pero de pronto, sin saber cómo, desemboco en la sala Botticelli. ¿A quién se le ocurre ponerla tan al inicio del recorrido? Por eso se les desmaya la gente. Uno necesita mucho más entrenamiento antes de enfrentarse a esa Venus que se repite como espejo en "El nacimiento", en "La primavera", que se asoma en "La calumnia", hasta se disfraza de Palas Atenea en "Palas y el centauro". El tipo encontró la imagen en 1480, cuando pintó "La primavera", y ya no la pudo soltar más. Y yo quedo rebotando contra cada una de ellas cegada, atrapada, sin poder escapar por un buen rato. Y, entonces, cuando por fin logro desprenderme, busco una salida que me permita tomar aire y salgo a un pasillo ancho. En las paredes se proyecta Gran turismo, una instalación actual de Giacomo Zaganelli. Se trata de un video en el que se ve a la gente, a los turistas, a las víctimas indefensas, paseando entre las Venus de Botticelli y las demás trampas. Creo que como Caravaggio, Zaganelli ha logrado hoy cortarle la cabeza a la Medusa.
Verme así expuesta en mi pares, en nuestro ingenuo aletear entre la belleza, logró hacerme reaccionar. Debo salir a la calle y volver otro día con más fuerza. Antes, paso por el típico shop de museo, ese catalizador que nos devuelve a la realidad antes de tener que enfrentar la calle. Me compro un libro de cartas de Miguel Ángel que hojeo afuera mientras fumo un merecido cigarrillo: "Donato, que está en Carrara para comprar los mármoles, ha dejado en Pisa una barca cargada, pero no ha llegado porque no ha llovido y el Arno está seco", se lamenta. Me alejo pensando que el mármol es resistente, que es poco probable que los caprichos del Arno hayan dañado la obra de Miguel Ángel.
Al revés del Marco Polo de Calvino yo sí necesito contarle al Kublai Kan justamente para evitar que desaparezca. Necesito volver; Florencia, te suplico una segunda oportunidad en la que tal vez por fin me anime a verte. O será que yo también estoy condenada a contar a Florencia en cada nuevo relato de viaje que emprenda.
Bibiana Ricciardi
LA NACION