Madres difíciles
¿Cómo es posible que una mamá le diga a su hijo que en su casa va a aburrirse? ¿Qué necesidad hay de forzarlos a aprender a nadar cuando todavía son tan pequeños?
Al lado de la piscina a la que voy a nadar hay otra piscina, mucho más chica y de poca profundidad, donde se les enseña a nadar a niños muy pequeños. Hace algún tiempo, mientras dejaba mis cosas en el vestuario, escuché el diálogo entre una madre y su hijito. El niño tendría dos años, no más. Tenía la carita redondeada y esa expresión dulce e inocente de algunos niños que hace que uno los quiera abrazar y proteger aunque no los conozca. La madre estaba sentada en un banco mientras lo desvestía y le ponía la malla. El chiquito, de pie frente a ella, frunció los labios. Parecían un pimpollo.
–No quiero ir a la piscina –dijo, en un murmullo apenas audible.
–Hace un rato me dijiste que sí querías –dijo la madre, y le puso un gorro de natación sobre la cabeza.
El chiquito arrugó la frente.
–No quiero –repitió, en un hilo de voz.
–Si no vas –dijo la madre–, tenemos que volver a casa y, en casa, nos vamos a aburrir mucho. ¿Tienes ganas de aburrirte?
El niño no contestó, pero de los ojos le cayeron dos lágrimas.
Yo ya me había cambiado. No había ninguna razón para que me quedara más tiempo en el vestuario, así que abrí la puerta que conecta con el área de la piscina y me zambullí en el agua.
Hace años que nado y me encantaría poder decir que, mientras lo hago, no pienso en nada. Pero sería una mentira. Mi cerebro sigue pensando siempre, a pesar de mí. Con el tiempo, he aprendido que no tengo control sobre mis pensamientos. Se piensan solos. Lo mejor que puedo hacer es no prestarles demasiada importancia. Esa mañana, sin embargo, estaban desatados. No cesaban de distraerme. ¿Cómo es posible que una madre le diga a su hijo que en su casa va a aburrirse? ¿Acaso los niños de dos años pueden aburrirse? ¿Qué necesidad hay de forzarlos a aprender a nadar cuando todavía son tan pequeños? Recordé al mío, cuando era niño, hablando solo, jugando con piedritas o con los dedos de sus pies, haciéndome una pregunta tras otra.
Ya había hecho unos cuatro largos cuando, de pronto, los vi allí, al lado de la piscina chica. El niño con su boquita fruncida como un pimpollo, una remera y crocs de plástico. Se aferraba a la mano de su madre mientras el profesor de natación, desde el agua, lo alentaba a entrar.
–No quiero –dijo el niño, casi en un susurro.
Le temblaba la voz.
El profesor –un hombre joven, alto, musculoso– agarró una ranita de plástico.
–¡Mirá! –le dijo al niño, mientras apretaba la panza de la rana.
La rana escupió un chorro de agua que formó un arco hasta llegar a la piscina. El niño se rió: inocente, espontáneo, sorprendido.
El profesor volvió a apretar la panza de la rana que escupió un chorro aún más largo que el anterior. El niño, sin soltarse de su madre, rió de nuevo.
La tercera vez que el profesor hizo escupir a la rana, el chiquito extendió la mano, para tocar el chorro que caía como un arco iris a la piscina. Inmediatamente, sin aviso, el profesor lo tomó por las axilas y, con crocs y remera puestos, lo metió en el agua. El niño gritó. Miraba a su madre, desde la piscina, con los ojitos llenos de lágrimas. Ella, que le había soltado la mano en el mismo instante en que el profesor lo tomó de los brazos, se dio media vuelta. Caminando con firmeza, se metió en el vestuario y se perdió de vista. Recién entonces, el niño, que hasta ese momento había intentado hacerse oír suavemente, empezó a llorar sin consuelo.
No pude dejar de pensar en él mientras nadaba. ¿Qué vida le esperaba? ¿Qué confianza podría tener en su madre y en los demás adultos? ¿Cuánta bondad sentiría que el mundo guardaba para él? ¿Qué idea habría empezado a hacerse de la vida aquí en la Tierra? ¿Llegaría a ser un adulto sano y más o menos feliz?
Han pasado unos cuantos meses y aún lo recuerdo. Todavía me dan ganas de llevármelo a casa y cobijarlo.
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