Madres, casi padres
Celebramos (y consumimos) el Día de la Madre. Este Caminante Quieto, tan tentado siempre a ir a contramano, compartirá historias de madres cruciales. Esas que, en situaciones extremas, piensan con el instinto. Madres hubo que no esperaron un siglo para liberarse. Léase: Alfonsina Storni. Madres hubo que dieron bien el mal paso y se la bancaron y tuvieron un hijo que cada día canta mejor. Léase: Berta Gardes. Madres hubo, apasionadas, como una que se enamoró de un cura con sangre en las venas y, portando embarazo, fue asesinada por la pena de muerte. Léase: Camila O’Gorman.
Madres hay que hasta pueden prescindir del vientre. Como María Coronel: obstetra. Después de varias pérdidas aceptó que era yerma. Vadeó el resentimiento y abrió un comedor para chicos hambrientos de pan y alfabetismo. Madre fue, de cientos.
Madres hay, como la de Miguel Bru, desaparecido desde 1993. Rosa Schönfeld reclama “al menos sus huesos”. Su Miguel estudiaba periodismo, ponía la música fuerte. Un día lo borraron en la 9ª de La Plata. Rosa me dijo: “Siento impotencia. Pero la impotencia me da fuerzas”.
¿Y las madres-abuelas que no se bajan del insomnio hasta nacer a sus nietos robados? Sin ellas, ¿tendríamos ese peso indispensable que es el de la ley de la gravedad de nuestras conciencias? Escribió Susan Sontag: “Se nos ha enseñado a olvidar perfectamente. Y ésa es la base de nuestro optimismo”. Este concepto se desactiva cuando entran a tallar las madres-abuelas. Ellas pueden ser optimistas porque no olvidan. Porque no nos dejan olvidar.
Madre coraza. Juan Rulfo tenía costumbre de escribir sólo páginas esenciales. Recuerdo una referida a una mujer arrojada por un caballo desenfrenado. Lleva ella, en brazos, a su niño. Escuchemos a Rulfo: “A mí me tocó cerrarle los ojos llenos de agua; y enderezarle la boca torcida por la angustia. La encontramos embrocada sobre su hijo, tenía la mirada abierta, puesta en el niño. Y parecía contenta de no haber apachurrado a su hijo en la caída... Ella podía haberse defendido al caer; pero hizo todo lo contrario: se hizo arco, dejándole un hueco al hijo como para no aplastarlo”. Madre mexicana hay una sola.
Vecinos de la plaza Balcarce, en Buenos Aires, en el septiembre de 1996, creímos porque vimos. Un frondoso árbol de más de diez metros se derrumbó. Si caía hacia su izquierda aplastaba la calesita. Cayó en diagonal, donde las hamacas. Estela Salas acunaba en brazos a su beba mientras vigilaba a su otro chico a no más de un metro. El árbol crujió y cayó en dirección a su banco. Ella vio porque escuchó: empujó al chico justo donde caería la copa del árbol. Acto seguido ahuecó su pecho y estiró la cabeza. Con ese movimiento metió en una cueva a su beba. Tras el impacto la mujer fue nudo en el suelo, acorazando a la pequeña. Yo vivía enfrente; al escuchar gritos bajé; vi a la mujer: sus brazos, su rostro, habían recibido la inclemencia de las ramas. Desfigurada, apenas si podía ver a través de sus ojos inflamados. No soltaba a la bebita, que no sufrió el menor rasguño. El chico, invisible abajo del follaje del enorme árbol, respondía con un quejido tenue. Llegaron los bomberos, el rescate. Blanco por el terror emergió el chico, un raspón en la frente y nada más. La madre había pensado con el instinto: lo empujó hacia el único hueco posible del árbol. Cuando vio a su hijo ponerse de pie entre las ramas, vení, estate conmigo, le dijo. Y lo enlazó con el brazo libre.
Llegó la ambulancia; y detrás, el marido, que trabajaba de albañil a dos cuadras. Vio a los chicos, a su mujer, se abrazó a ellos. Empezó a salirle un llanto seco al hombre, y se desmayó. Madre argentina hay una sola.
Madre de referí. Hay madres a flor de labios, a flor de insultos. Pero ninguna más mentada que la madre de referí. Conocí una, la de Guillermo Nimo. Este hombre encarna la apoteosis del sic. Me confiesa que le gusta “la vida nocturna de noche”, y que cuando él nació, su madre, Josefa, “rompió el molde; exaptamente como lo digo: atiendamé, lo mío como referí fue un caso único en la Tierra, llegué a internacional en seis años… Pero una vez metí la pata, en el penal que no le cobré a Gallo, de Vélez, jugando contra River. Por eso River perdió el campeonato… Sabe, mi mamá, fanática de River, estuvo tres semanas sin digerirme la palabra. Mamá, le dije, me tapaba un jugador, no vi el penal, ¡lo mío fue un accidente de trabajo!”
Trascendidos. Mamá Josefa le habría dicho:
–Guillermo, ¿sabés lo que sos vos?
–¿Qué soy mamá?
–Sos un referí hijodeputa.
–Ah no, mamá, con la vieja no, ¡eh!
Madre de la ESMA. Dos veces entré a eso… La primera no sentí nada, porque sentí demasiado. Un año después, la segunda, sí sentí. Una aglomeración de preguntas, el corazón convertido en un puño estrujándome la garganta. Cómo decirlo: aquí el crimen fue superado; la absurdidad, desnucada; la condición humana, desfondada.
En esa segunda visita me demoré en una habitación donde parieron mujeres torturadas y luego desaparecidas. Allí, en el sitio que dentro del infierno fue usado de maternidad, me escuché preguntar: Los torturadores, ¿tienen madre? La pregunta repta, es insoportable, pero no hay que esconderla debajo de la alfombra: ellos, ¿vienen de vientre? Debería ser posible responder que no. Pero ni el consuelo de esa mentira.
Me asomé a un tragaluz: un viejo árbol, callado. El vio todo. Vio y escuchó. Necesité tocar esas paredes. Buscar en ellas voces y carcajadas y alaridos. Alaridos por la picana, alaridos por los partos. Mis dedos quisieron leer lo escondido en la última piel de esas paredes impunes. Mi uña levantó la pintura ajada: una capa de un gris cansado, y abajo otra de un gris verdoso, y más abajo otra de un amarillo ceniza, mustio. Esta, ésta es la piel de esas paredes, testigos de lo imposible desnucado.
El hijo podrá ser mirado por la madre en el relámpago de un minuto o a lo sumo durante un puñadito de días. Parir allí, en la víspera de la muerte, ¿cómo habrá sido?
Mientras sentía el pulso de esas paredes siniestras, recordé la historia que me contó Emiliano Lautaro Hueravilo. Escuchémoslo: “Nací el 11 de agosto del ’77 en la ESMA. Cuando la secuestran con mi viejo, mi mamá estaba de seis meses de mí. Mirta Alonso y Oscar Lautaro Hueravilo se llamaban. A diferencia de otras secuestradas, a mi vieja la dejaron tenerme veintidós días. Ahí fue que ella me hace una marca en la oreja izquierda, con una aguja, con la esperanza de que yo fuera encontrado por mi familia. Esta es mi marca”. Hueravilo tuvo el privilegio de que lo dejaran en la Casa Cuna. De su madre le quedan fotos, el relato de otra secuestrada y lo que le cuentan sus abuelos. “A veces sueño con mi vieja; está en una foto; es más joven que yo ahora; la foto se empieza a mover y ella sale y habla en voz alta… Ya sé que me parió con los ojos vendados, que mamé su leche, y eso para siempre me tiene que durar… Soy enfermero de niños, y me toca estar con chicos muy graves. Ahí yo me aprieto el lóbulo de la oreja, así, y digo mamá. Y mi mamá viene, siempre jovencita.”
Madre niña. Ella, ellita, tal vez tiene nueve años.
–¿Qué vas a ser cuando seas grande, Danubia?
–Voy a hacer hijos.
–¿Sabés cómo se hace un hijo?
–Besando. Sin que los demás miren.
–Y si te miran, ¿qué?
–Mejor. Así vienen muchos mellizos.
–¿Falta mucho para que hagas hijos?
–Faltan veintisiete lluvias.
–¿Y si perdés la cuenta de las lluvias?
–No importa. Eso pasará cuando estos zapatos me queden chicos.
Madre salvaje. Córdoba, mayo, 1997. Mónica Juncos detiene su auto frente a la farmacia. Deja a su hijo, a su beba y a un amiguito. Ya en la farmacia, se vuelve: un hombre sube al auto. ¿Una broma? No, es un ladrón. Ella corre, se cruza delante del vehículo y le implora los chicos. Los dos mayores saltan; adentro queda la beba. El ladrón (ex policía) la amenaza con insultos. Mónica firme. El arranca, ella cae, ella se agarra (es la palabra) del paragolpes y del caño de escape; el auto toma velocidad, el caño de escape es un fuego… su mano izquierda, su pecho, su hombro sienten la quemadura… ochenta, cien metros… ella, siempre aferrada. Un montículo de arena, y el auto atascado. Ella es puro alarido, huye el ladrón, los vecinos llegan, sacan a Mónica la piel hecha jirones. Ella pide a su hijita, se la acercan, y grita más que cuando la parió. (Error de cálculo del ladrón: no sabía que una mujer, si es madre, puede afrontar un Fiat Duna. Y un camión. Y una locomotora.)
Madre noticia. “¡Siento patitas aquí!”, le dice ella. La felicidad es tan insoportable que él se arroja por la ventana. No le pasa nada: cae sobre una flor. ¿Y la flor? Tampoco, sigue tan flor como antes.
Madre de atar. En el Vistalba de Luján de Cuyo, pañuelo al oeste del paraíso, nació Juana Zarategui. La Juana sucedió entre 1915 y 1995. Se casó, parió en su casa tres hijos que pesaron más de cinco kilos, cada uno. Vivió siempre con su único hombre, el Andrés. Ni completó el tercer grado. Jamás leyó un libro. ¿Profesión? La más difundida y menos considerada: nacer hijos, nacer comidas, trabajar hasta en las fiestas de guardar, acompañando los sueños del Andrés: que los hijos fueran personas de provecho y no aprovechadores.
Era petisa, sólida, de caminar arrebatado, pero nunca consiguió romperse la cadera. Tenía un carácter que iba adelante de su caminar y si había que poner cuatro gritos, ya los puso. De pocos rezos la Juana, pero, eso sí, el Jueves Santo iba a misa porque “¿qué cuesta respetar a los santos un poco? Uno nunca sabe”. Para ella no existía ni el psicoanálisis, ni la semiología, ni nada. Eso sí: sabía que cuando sale el sol amanece y cuando amanece, “¡arriba! porque demasiado corto lo hicieron el día para todo lo que hay que hacer”. También sabía rápido cuando alguien tenía puesta la careta en vez de la cara. Nunca se la escuchó cantar, salvo las cuarenta. Hablaba con segunda intención, y con tercera también. Para ella, adivinar era un hábito. No le importaba un caraxus lo que veía; le importaba lo que adivinaba. Su lógica, demoledora: “Si uno no trabaja, se lo comen los bichos. Y si uno trabaja también se lo comen los bichos, pero después”. Tenía su teoría sobre los tontos: “Díganle que se pegue la cabeza contra la pared. Si lo hace es nomás. Si no lo hace, ése no tiene un pelo de tonto”.
La Juana una vez le dijo a uno de sus hijos:
–Cortate el pelo. Parecés poeta así.
–Mamá, soy poeta.
–Cortateló. ¿Qué necesidad tenés de parecer poeta?
Cuando supo que ese hijo iba a estudiar filosofía y letras, averiguó en el vecindario. “¡Su hijo se va morir de hambre!” La Juana lloró a destajo, meses. Un día le dijo, mientras planchaba:
–Ya estamos a 10 de febrero, ¿qué esperás para ir anotarte para estudiar eso?
–Mañana voy–. Clavó la plancha en la mesa:
–¡Ahora vas! ¡Basta de rascarte las verijas!
Finales de la década del 50. El Andrés trae a la casa el primer lavarropas: modelo Eslabón de Lujo. La Juana anduvo diciendo: “¡El Andrés me regaló un Jabón de Lujo!” Ignorancia convertida en poesía: ¿qué otra cosa es un lavarropas sino un prodigioso jabón de lujo?
Un día cayó a su casa un tipo que venía a chantajear por un negocio. Con un revólver apuntó al pecho del Andrés. En eso entró la Juana y se le plantó enfrente: “¡Vamos hijoputa, tire de una vez!” Y empezó a empujar, con su pecho alzado, al revólver y al tipo que lo empuñaba. Se fue el tipo con las balas sin usar. La Juana mantuvo su carácter, incluso hasta cuando le llegó la arteriosclerosis, esa enfermedad que permite a los viejitos sentir que viven sesenta años atrás. El que iba a ser el último fin de año de su vida lo celebró, no el 31, sino el 30 de diciembre. Se levantó diciendo “hoy es 31”, y no hubo dios que la hiciera cambiar. “¡Pongan los pollos de una vez en el horno!” La familia simulaba hacerle caso, y ella tronó: “¡Qué mierda de comida están haciendo que no hay olor a nada!” Hijos y nietos trataron de convencerla. Fue inútil: doña Juana consiguió que ese 30 fuera 31. Ya con todos en la mesa, empezó a llamar a su marido. Le explicaron que había muerto hacía diez años. Se enfureció: “¡Habladurías! ¡Ustedes matan a los vivos y a los muertos! ¡No me chupo el dedo, el Andrés está en el baño!” Con dolorosa dificultad se levantó de la silla y fue a buscarlo. No lo encontró. Volvió, tomó una pata de pollo con la mano y empezó a comerla, mientras lloraba desconsolada: “Una se mata haciendo de comer, ¿para qué? Pero cuando lo vea, ¡el Andrés me va a escuchar!”
Muchos años antes, el hijo algo poeta de la Juana volvía de la escuela. Un vehículo lo atropelló. Una vecina medio atolondrada le avisó así: “¡Un auto le pisó la cabeza a su hijo!” Cuando llegó al hospital, dos enfermeras trataron de frenarla: “Diez minutos, señora, y podrá ver a su hijo.” Las dos enfermeras de traste al piso. La Juana corrió y al llegar a la sala de emergencias encontró la puerta cerrada. Retrocedió varios metros y se arrojó sobre ella; de cuajo la abrió. Y gritó la Juana: “¡Hijo mío!”. Y yo, que estaba sentadito en la camilla, sentí cómo me guardaba con su abrazo. Madre mía. Juana Zarategui de Braceli. En intensidad descansa, mi vieja. No es que haya muerto: la porfiada respira de otra manera.
rbraceli@arnet.com.ar/ www.rodolfobraceli.com
Poeta, dramaturgo, ensayista, autor, entre otros, de Madre argentina hay una sola, El último padre, De fútbol somos y Vincent, te espero desnuda al final del libro.
lanacionarTemas
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