No se había caído ni golpeado. Tampoco había tenido lesiones o fracturas en esa zona. Sin embargo, la inflamación se volvía cada vez más molesta y la sensación de un calor intenso que le consumía la pantorrilla por dentro no la dejaba caminar con normalidad. Siempre había sido una joven muy activa y a los 15, Valentina Rodríguez, disfrutaba de sus clases de danza y de pasar algunas horas de la tarde en el gimnasio fortaleciendo la musculatura.
Hasta que la sensación de quemazón se volvió insoportable y Valentina agendó una visita al traumatólogo. Le hicieron una resonancia, una radiografía y una tomografía. "Tenés una lesión rara en la pierna. Lo mejor es derivarte al Hospital Italiano en Buenos Aires. Viajen lo antes posible", le dijo esa mañana el médico.
Sus padres se ocuparon del asunto y, a los pocos días, Valentina y su mamá ya estaban en Buenos Aires a la espera de los resultados de la biopsia que le habían realizado. "Tuve que ir al sector de Oncología Pediátrica. Yo en ese momento con 15 años no entendía nada, no sabía ni siquiera qué significaba y tampoco lo googleé. Después de una larga espera llegó mi oncóloga y nos hizo pasar al consultorio. Me preguntó qué era lo que yo sabía que tenía. Una lesión rara, le respondí. Ella me dijo con toda tranquilidad: no, tenés un tumor y es maligno". Sarcoma de Ewing: ese era el diagnóstico, un tumor canceroso que puede aparecer en cualquier hueso del cuerpo, pero que se presenta con más frecuencia en los huesos de los brazos, las piernas, las costillas, la columna y la pelvis.
Siguieron las recomendaciones y las indicaciones para comenzar con el tratamiento. Valentina tendría que dejar su Rosario natal y mudarse a Buenos Aires en un lugar cerca del Hospital por posibles complicaciones. La Casa Ronald, una organización independiente sin fines de lucro que hace más de 25 años se dedica al acompañamiento de niños con enfermedades que requieren un tratamiento de alta complejidad y a la contención de sus familias fue el lugar que la albergó durante el año que duró su tratamiento. A la joven también le advirtieron que los vómitos, la fiebre, las infecciones, las transfusiones de sangre y la caída completa del pelo, entre otras secuelas serían parte de los efectos secundarios de la quimioterapia que estaba por comenzar.
"Yo tenía un pelo divino, largo hasta la cintura. Me imaginé pelada y me sentí mal. Porque ese es el signo del paciente oncológico, el que está pelado… y eso tiene una connotación que la sociedad le impone, que lo relaciona con la muerte directamente. Por eso me puse mal, porque no quería que me catalogaran como pelada= cáncer= muerte porque yo pensaba que tenía toda una vida por delante, que esto no podía y no tenía que acabar con mi vida, porque quería estudiar, terminar la secundaria, y todo lo que un adolescente en esa etapa quiere hacer".
Caerse y levantarse
Seis ciclos de quimioterapia que duraban 21 días cada uno. Así comenzó el tratamiento de Valentina. "De esos 21 días estaba internada cinco en los que me pasaban la medicación. Dejaba la internación pero me bajaban las defensas, me subía la fiebre siempre y volvía a internarme porque cualquier cosa podía desencadenar alguna infección".
Hasta que finalmente, un 15 de abril de 2015, el día del cumpleaños de su mamá, llegó la operación tan esperada por la familia. Consistió en un trasplante óseo de la tibia derecha con resección de partes blandas. Literalmente Valentina tuvo que volver a aprender a caminar de nuevo porque no tenía fuerza y no podía apoyar el 100% de su peso por completo. "Fue un proceso muy largo y duro de rehabilitación, primero con silla de ruedas y sin pisar, luego con un andador y después con bastones canadienses. Y así sucesivamente hasta poder volver a caminar completamente con las dos piernas y sin ninguna ayuda ortopédica".
Sin embargo, Valentina confiesa que la parte más dolorosa que le tocó atravesar fue la mirada de la sociedad. Como pacientes oncológicos, la mirada de los otros nos marca como los destinados a morir. Es muy crudo escucharlo pero más fuerte es sentirlo, porque la gente nos hace sentir así. En la calle me tenía que enfrentar a las personas y a sus miradas, y era muy cansador. Me sentía observada todo el tiempo, pero ninguna de esas caras reflejaba una sonrisa. Y las miradas que me juzgaban me debilitaban".
Ejemplo de superación
Valentina tiene 21 años, estudia medicina y aunque sabe que ya nunca más podrá retomar la danza por el impacto que puede implicar para su pierna, asume que el trasplante óseo hoy le permite caminar, recorrer lugares nuevos y disfrutar.
Su mamá María Laura (53) -que es Trabajadora Social, forma parte de un equipo interdisciplinario en una escuela primaria y da clases en la facultad- se emociona cuando recuerda los momentos difíciles que pasaron juntas pero reconoce en su hija una fortaleza única que la vuelve aún más especial. "Su enfermedad nos unió mucho, tuvimos largos días a solas para acompañarnos, conocernos más, compartir. Lo más difícil no fue atenderla, ni bañarla, ni darle de comer, ni pasar las noches semidespierta….lo más difícil fue sostenerla cuando decaía y se desvanecía, cuando su pelo se debilitó y se iba desprendiendo poco a poco, o cuando se enojaba por tener que volver a internarse por una fiebre o apoyarla en la rehabilitación que hacía de su pierna todos los días, sin ganas a veces, sin fuerzas. Pero ella lo hacía fácil con su sonrisa, no le duraban mucho los enojos o los bajones, volvía a sonreír con facilidad; fue paciente, asumió con tranquilidad lo que vino".
El ejemplo de su hija la dio la templanza necesaria para enfrentar, tiempo después, un cáncer de mama detectado a tiempo y que se pudo tratar. "Comparado con lo que atravesó Valentina, no fue nada. Lo vivido nos enseñó a confiar, a ser más comprensivas respecto de las vidas propias y de los demás, a ser capaces de escuchar y acompañar con una palabra o con el silencio".
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