Luisa Valenzuela Escribiendo por el mundo
Es una de nuestras más notables autoras de ficción, curiosamente mucho más reconocida afuera. Siempre de viaje, recibe en el exterior distinciones y propuestas varias. Mientras tanto, sigue construyendo obras que se traducen a numerosos idiomas, entre ellos el japonés.
La luz entra a raudales por los ventanales que dan al jardín. Detrás de los vidrios se confunden enredaderas, jazmín celeste, rosas chinas, ficus, formando una selva urbana. El silencio se quiebra por los trinos de un zorzal y los ladridos de su perra Vero, que sólo se detienen después de olfatear minuciosamente a la visitante. Adentro, en la casa de Luisa Valenzuela se percibe su condición de peregrina, de viajera infatigable, y su obsesión por las culturas primitivas: máscaras y artesanías de diversas tribus descansan en un rincón y en otro.
La escritora entra, se sienta y, con sus ojos de asombro, indaga sobre el origen de sus fantasías itinerantes: "Desde chica me gustaba explorar el mundo. Mi primer disfraz fue de aviadora y el segundo, de exploradora. Llevaba a mis amigas a un baldío cercano y las convencía de que eran bosques impenetrables; volvíamos todas arañadas. Muchos años después, cuando ya mi oficio era la escritura, elaboré la teoría de que uno escribe con el cuerpo y eso era precisamente lo que yo estaba haciendo con esas exploraciones. Aquellas salidas siempre tenían tema. Por ejemplo, encontrar los pasadizos secretos de una casa abandonada por los nazis que nos llevarían hasta la embajada alemana. En general, sólo nos topábamos con ratas".
Esta curiosidad por explorar los bajos fondos y descubrir culturas exóticas responde también a una necesidad genética. Su abuela materna, Mercedes Jové Martí de Levinson, pasó su infancia y adolescencia viviendo en países ajenos. Su padre era diplomático y cuando estaban radicados en Río de Janeiro, la jovencita conoció a su futuro marido. Parece que un hecho indispensable los unió para siempre: el hombre al rodear con sus manos la cintura de doña Mercedes comprobó que podía tocarse las yemas de los dedos. Esto le pareció un síntoma saludable y le propuso matrimonio. La mujer de la cintura anhelada le respondió: "Acepto, siempre y cuando vivamos en Buenos Aires".
Por esta respuesta, Luisa Valenzuela abrió por primera vez sus ojos en la City porteña, ya que de la unión de estos peregrinos nació su madre, la escritora Luisa Mercedes Levinson, un personaje inefable que deambulaba por las calles de Buenos Aires con gasas y sombreros, amiga de Jorge Luis Borges. Aunque, como todo personaje, tenía sus pros y sus contras para ejercer su rol maternal. Entonces la pequeña Luisa se refugiaba en los brazos de su abuela materna, que realizaba esos oficios hogareños que su madre descartaba de cuajo.
Así, la nieta se crió entre la ambivalencia que le producía la ausencia materna en algunos aspectos y la fascinación que despertaba en ella: "Cuando venían mis amigos -cuenta Luisa- me daban vergüenza ciertas cosas, por ejemplo, unas cortinas carcomidas por el sol que daban al patio, y yo intentaba disimular por todos los medios. Mi madre tenía un gran sentido estético en la casa, pero adolecía de lo práctico; en la vida también le sucedía lo mismo, existían muchos aspectos que omitía. Por otro lado, me fascinaba su mundo".
Por aquella época, los Valenzuela vivían en una casa de 11 de Septiembre y Teodoro García, que supo convertirse en un mito ya que por ella deambulaban todos los grandes: Borges, Sabato, Nalé Roxlo, Mallea, y todos los exiliados españoles, Arturo Cuadrado, entre ellos.
"Había mucho entusiasmo -recuerda Valenzuela-, se armaban grandes discusiones sobre la vida y la muerte, o el tema del arte por el arte o el arte dirigido. Yo era una especie de niñita sabionda que habitaba ese universo."
Aunque ese ambiente le fascinaba, jamás pensó en elegir como oficio la escritura. A ella le gustaba la acción, treparse a los árboles, jugar en la vereda, olfatear todos los mundos y, por esa condición, percibía cierta pasividad en el acto de escribir. "Mi madre siempre estaba en la cama, escribiendo, rodeada de papeles. A mí me parecía extraño eso y le saqué varias fotos así."
Esta sensación de la escritura como pasividad sólo se le rompió cuando, después de estar estudiando pintura con Batlle Planas, escuchó un día a su madre y a Borges reírse a carcajadas mientras escribían un relato. "Empecé a entrever -comenta- que la cosa podía ser entretenida. Desde siempre me causaba admiración escucharlo hablar a Borges. El buscaba la palabra exacta; esto resultó un gran aprendizaje para mí."
Por esa época, Valenzuela frecuentaba un grupo de amigos entre los que se encontraba Jorge Sabato. Con ellos realizaba excursiones nocturnas por toda la ciudad: amaban recorrer las orillas del río y meterse por los rincones del Bajo. También asistían a la sociedad de los escritores, la SADE de la calle México, para escuchar los textos que recitaban Norah Lange y Olga Orozco.
En medio de tanta ebullición literaria, Valenzuela escribió un cuento, Ciudad Vergel, que el editor Juan Goyanarte decidió publicar. Pero su oficio literario aún no estaba trazado. Empezó entonces a trabajar en periodismo, deambulando por la revista Esto Es, El Hogar y el diario El Mundo. Trabajó en las primeras etapas de la Revista La Nación , y sigue colaborando con nosotros en la actualidad.
Siguió siendo básicamente periodista hasta que se casó con un francés, un marino mercante que la cautivó contando historias maravillosas allende los mares. Partió a París, donde nació su hija, Anna Liza Marjak: "Yo no tendría que haberme casado -desliza-, pero en aquellas épocas la gente lo hacía".
Al alejarse de su tierra, se le despertó el bichito de la escritura. Así nacieron sus cuentos del libro Los heréticos. En las orillas del Sena también escribió su novela Hay que sonreír, donde aparecen esos bajos fondos que visitaba con su grupo de amigos porteños. Al terminarla, la encajonó porque consideró que le faltaba humor: "Curiosamente -comenta- muchos años después la leí y me reí muchísimo, tiene un porteñismo exacerbadísimo".
En 1969 ganó la beca Fullbright para instalarse una temporada en la Universidad de Iowa. En ese campo del Medio Oeste, entre la nieve que caía y una serie de escritores latinoamericanos que se trenzaban en arduas discusiones, la escritora encontró el caldo de cultivo para escribir El gato eficaz, novela de ruptura que le enseñó a tener otra mirada.
Después de una temporada en Barcelona, siguiendo con su destino itinerante, la autora regresó a sus pagos. Transcurría 1974, Perón acababa de morir y se encontró con aquel mundo de horror simbolizado por el Brujo López Rega. Decidió entonces escribir un libro con toda esa violencia que percibía y recurrió al humor negro y a lo grotesco para poder distanciar su mirada frente a esa realidad: "El humor -explica- es una lente de distorsión que te permite mirar de frente. Es similar a lo que pasa con un eclipse, uno tiene que mirarlo a través de una lente especial, de lo contrario se quema".
En 1977, después de terminar Cambio de armas y agobiada con la situación del país, aceptó una invitación que le hizo la Universidad de Columbia en Estados Unidos como escritora de residencia. Juntó sus petates y se fue a Nueva York, desconociendo en ese entonces que los seis meses se convertirían en diez años. Por esa época, cuatro de sus títulos se habían traducido y publicado en el país del Norte. Al principio dictó cursos de literatura latinoamericana y de literatura argentina. Luego hizo talleres de escritura en inglés de posgrado: "Yo creí que estaban locos cuando me ofrecieron esto. El inglés es mi segunda lengua porque mi abuelo era inglés, lo hablábamos en casa y fui al Belgrano Day School, pero me pareció un exceso la propuesta recibida. Parece que les gustó, me contrataron por siete años. También daba conferencias y escribía artículos para The New York Times".
Ella siempre sostuvo que el ser humano tiene raíces aéreas, pero el día que descubrió que empezaba a soñar en inglés, decidió volver a las pampas.
-¿Por qué considera que su obra se conoce más afuera?
-Es cierto que tengo mayor difusión afuera, mi narrativa se tradujo a diversas lenguas, incluso al japonés. Cambio de armas, traducido a ese idioma, es uno de los libros estéticamente más bellos que tengo. A mí me molesta cuando me encuentro con gente y me preguntan si estoy viviendo acá. Llevo más de una década de trotar por estas calles. Creo que hay escritores que no están en la memoria de la gente. Los editores sostienen que los lectores argentinos no leen a sus autores; Fernando Estévez, de Alfaguara, en Uruguay, se sorprendió mucho cuando llegó acá y percibió este hecho, inédito en otros países de habla hispana. En Chile, Colombia, México y España no sucede eso.
Hablando del fenómeno de ventas, la escritora sostiene que en la actualidad se leen en nuestro país más libros periodísticos que de ficción. Explica: "El libro periodístico señala que los malos están afuera y no dentro de uno. En la ficción es diferente: creo, como dice Goytisolo, que el lenguaje nunca es inocente. Toda palabra abre algún camino interesante para explorar. Eso es lo que atemoriza a la gente de la ficción, a través de la palabra se puede arribar a zonas muy oscuras de uno mismo. Es como ese cuarto de Barbazul lleno de cabezas de mujeres degolladas que uno se resiste a mirar; hay que atreverse y explorar. El trabajo que las Madres de Plaza de Mayo realizan en el plano fáctico es el que el autor hace con la palabra".
-En su obra siempre queda flotando el enigma, como si le diese a eso que no está dicho una gran importancia.
-Cuando eso me sucede con un cuento considero que está bien hecho; de lo contrario, lo tiro. Yo creo que ese silencio, eso que queda flotando, es una forma de diálogo con el lector.
Entre los temas que aborda Luisa Valenzuela se destacan el autoritarismo, la violencia social, la construcción de la identidad, la androginia y, entramado en todos éstos, el poder. Confirma: "El tema del poder a mí me asombra, está metido en todos lados, en las relaciones cotidianas, en la pareja, en la sexualidad. Yo estoy siempre atenta para descubrir este mecanismo".
-¿Cómo definiría lo que es un cuento?
-El cuento es como un universo en la palma de la mano. Una vez me regalaron una ciudad realizada en una mesa muy chiquitita por los indios mexicanos. Eso es un cuento, todo un mundo en una cáscara de nuez. Tenés que crear un universo, insinuarlo, y decirlo con un mínimo de palabras.
Mientras Luisa Valenzuela intenta atrapar un mosquito que ha estado rondando durante toda la entrevista, la cronista recuerda que es doctora honoris causa por la Universidad de Knox; la Academia Brasileña de Letras le otorgó la Medalla Machado de Assis; y recibió la beca Guggenheim.
-Usted tardó en descubrir su oficio. ¿Lo hizo para distanciarse de su madre?
-Cuando me preguntaban cuál era mi oficio, a mí me costaba mucho decir que era escritora, respondía entonces que era periodista. A los 20 años me fui de mi país, creo que lo hice para apartarme de ese mundo de mi madre, y jamás busqué publicar en las mismas editoriales de ella. Me aparté para que no dijesen que me copiaba.
-Que se cobijaba bajo el ala de su sombrero...
(Risas.) -Puede ser, puede ser.
Los misterios de la ficción
Varios títulos conforman la obra de Luisa Valenzuela. Es autora de las novelas Realidad nacional desde la cama, El gato eficaz y Novela negra con argentinos. Entre sus libros de cuentos se destacan: Aquí pasan cosas raras, Simetrías, Los heréticos, Cambio de armas, Donde viven las águilas y Libro que no muerde.Hablando de los entretelones de la creación, la escritora relató: "Un día, cuando estaba radicada en México, vi una foto de una montaña roja; en medio de ella había un pueblo de barro del mismo color. Tiempo después recordé esa foto y escribí las Crónicas del pueblo rojo, pertenecientes al libro Donde nacen las águilas. Muchísimos años después, una amiga sin saberlo me regaló una foto rojiza de los palacios de adobe de la cultura anasazi de los indios norteamericanos, enclavados en esa montaña. La misma foto que años antes había inspirado el relato".