Luis Miguel, la serie y eso que no se puede recrear
Nunca se habló tanto de Luis Miguel como en estos días. Nunca nos encontramos cantando tantas veces "La media vuelta" o "No sé tú", esos bolerazos que LM grabó en sendos volúmenes de Romance y que a comienzos de los 90 lanzó como bombas de tabasco y miel sobre las caseteras del mundo. Por entonces, Luismi era el piloto nuclear de un Enola Gay ensamblado en las costas de Acapulco, y América era su Hiroshima melódico.
En cuanto a Luis Miguel, la serie , soy uno de los conversos que primero la dejaron pasar, después le entraron con desconfianza y al final se la bajaron a la velocidad en que Luisito Rey reducía sus whiskies. Necesitaba, como muchos, saber qué pasó con Marcela Basteri, la mamá de LM, desaparecida desde 1986. Sabía que la serie no nos revelaría el misterio, pero quería ver hasta qué punto esta biopic autorizada por el cantante, un caso extraño de control freak, iba a jugar su hipótesis. El clamor popular pedía la confirmación del padre, verdadero protagonista de la ficción, como femicida y desaparecedor, y que se viera claramente cómo lo hizo. Sin embargo (alerta de spoiler para los que no están al día), lo que tuvimos al final de la temporada fue al villano interpretado por el gran Óscar Jaenada exhalando unas últimas palabras que harían enfurecer a Annie Wilkes, la enfermera psicópata de Misery, por cómo manipulan la intriga del espectador al límite de la estafa. Y que dejan la mesa servida para una temporada 2 difícil de vislumbrar.
Si para algo sirvió esta superproducción de Netflix es para confirmarnos cuánto se parecen las nuevas series HD a las viejas telenovelas mexicanas. Y también para recordarnos el inmenso magnetismo que tenía Luis Miguel. Hace un par de semanas, el periodista Lucas Garófalo apuntó en Twitter: "Nunca vi a una persona tan en control de su sex appeal como Luis Miguel en el Festival de Viña del Mar de 1990". Ese video impresiona por la naturalidad con la que un LM de 20 años, en pleno poder de sus facultades seductivas, sortea el bache de un desperfecto técnico. El jopo le brilla en la noche al igual que la sonrisa torcida (las paletas separadas como las de Madonna, la diastema convertida en ícono) mientras adelanta a capela temas de su nuevo álbum. Con cada gesto, con cada palabra, LM regula la tensión sexual de sus fans como si tuviera un joystick, y manifiesta la impecabilidad técnica de un tenor que ya superó el trance de la adolescencia.
Eso, en definitiva, es lo único intransferible. El actor Diego Boneta hace un muy buen trabajo, pero no llega ni a rozar ese magnetismo, el aura eléctrica de Luismi en sus días de gloria. Durante buena parte de la serie, el LM de Netflix se parece al Ken de Toy Story 3, un muñeco narcisista que se prueba su vestuario frente a un público atado a la silla, mientras el conflicto humano más interesante se va centrando en el derrumbe moral de Luis Rey, un hombre desesperado capaz de hacer cualquier cosa con tal de no vivir en la pobreza.
Todos llevamos dentro al menos una sombra de la crueldad y el patético terror al fracaso de Luisito Rey. Y también podemos ser tan ególatras e indolentes como LM en una madrugada de fiesta. Ninguno, eso sí, podría cantar como cantó él en Viña del Mar en 1990.
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