Luis Landriscina: con madera de la buena
Un martillo de juguete que recibió una mañana de Reyes, a los 9 años, encierra para el cuentista la memoria del matrimonio de españoles que lo crió
De chico, Luis Landriscina quería ser carpintero. Y esperó durante años el regalo que su padre un día le prometió: un juego de herramientas. Sin embargo, la promesa caería en el olvido a medida que la figura de aquel ex combatiente de la Gran Guerra se esfumaba hasta perderse, luego de que su esposa muriera en un parto. Este hecho, ocurrido cuando Luis no había cumplido aún dos años, marcó la disgregación de la familia. Séptimo de ocho hermanos, Luis dejó entonces Colonia Baranda, Chaco, para irse a vivir con dos hermanas suyas a un pequeño pueblo de Santa Fe, hoy conocido como Pedro Gómez Cello. Allí los recibieron sus padrinos, Santiago Toribio Rodríguez y su mujer Margarita, dos españoles de León que los criaron como hijos propios. “Ellos preservaron mi inocencia y me inculcaron los valores que tengo”, dice Landriscina, mientras muestra el fondo de pantalla de su celular: una imagen de él a los cinco años, junto a sus hermanas y sus padres adoptivos.
Cuando supo que la promesa de su padre jamás se cumpliría, Luis pidió de nuevo el regalo pendiente, que finalmente llegó una mañana de verano, el día de Reyes. Con 9 años, deslumbrado, abrió una caja de madera que contenía un serrucho, una tenaza, un formón y un martillo. “No te los trajo un rey mago, sino una reina maga”, deslizó Margarita, acaso para abrirle los ojos con delicadeza y sin dolor a aquel niño que aún creía en un mundo de fantasía.
Esas herramientas se perdieron con los años, menos el martillo. Por alguna razón, el niño lo reforzó con la ayuda del herrero del pueblo, que cambió el mango de madera original por un cabo de hierro. Así se hizo fuerte, tal como se iba haciendo fuerte sin advertirlo ese chico al que le encantaba acompañar a su padrino en sus recorridas por el obraje maderero que manejaba. Allí aprendía a distinguir los sonidos de los hachazos sobre quebrachos enormes, que debían ser volteados “en yunta”. Un hacha golpeaba hacia arriba, la otra hacia abajo, y cuando el árbol se rendía los dos hacheros lanzaban un sapucai que repicaba en todo el obraje.
“Me gustaba hacer las cosas que hacían los grandes –cuenta Luis–. Por entonces no había superhéroes, y el héroe a imitar era tu viejo. En mi caso, mi padrino. Yo no conocí otra ternura que la de ellos. Además de quererlo, a mi padrino lo admiraba. ‘Este es mi hijo’, me presentaba a los hacheros. ‘Tiene otro apellido, pero es mi hijo’. Yo nunca me fui a dormir sin un beso en la frente.”
Landriscina se reencontraría con su padre biológico en los años 70. Una tarde recibió una carta suya en Canal 13, donde grababa un programa con libro de Gius. Se vieron en Resistencia, Chaco. “Fue un encuentro raro. Me alegró, pero abracé a un extraño. Nos había dejado con los padrinos para que tuviéramos una buena educación, dijo. Le organicé una fiesta con mis hermanos para que muriera tranquilo, sin cargo de conciencia.”
Luis tuvo una educación. Cuando terminó el secundario, su padrino le dio un dinero que había estado ahorrando. “Menos cura y abogado, lo que quieras”, fue su consejo, aunque en secreto quería que Luis se hiciera contador. Luis le dio el gusto. Sólo que en lugar de números se puso a contar historias, un arte que empezó a despuntar en el secundario, con el estímulo de sus maestras, y en el que descollaría. “El cuento es un viaje. Si el viaje no es entretenido, el pueblo a donde vas queda lejos. Lo mío es pintar en el aire con palabras.”
Landriscina toma el martillo con mango de hierro. Habla de la bondad y la nobleza de Santiago y Margarita y de pronto queda en silencio. Todo recuerdo es presente, escribió el poeta Novalis. Me digo que la entrevista ha terminado, pero Luis agrega: “La patria es la infancia, que es el lugar adonde uno quiere volver, esté donde esté”.
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