Luis Felipe Noé y los tesoros del inconsciente
El 27 de agosto de 1971, Luis Felipe Noé se sienta en el consultorio de su psicoanalista y toma un marcador verde. Mientras habla sobre su dolor, dibuja a un grupo de manifestantes que sostienen una pancarta con el esqueleto de un pez. Cuando el artista termina la sesión, Gilberto Simoes anota la fecha y agrega: “Muerte de Jorge de la Vega”.
"Ese año fue para mí muy intenso. Entre otras cosas me ayudaste mucho a sobrepasar la muerte inesperada de mi gran amigo", escribe ahora Noé, en referencia a uno de los colegas con los que había integrado el grupo Nueva Figuración. El prólogo a su libro En terapia, que acaba de publicar la galería Rubbers, es una cálida carta dedicada a aquel médico brasileño, formado con los pioneros del psicoanálisis en la Argentina.
A pesar de su ortodoxia, Simoes tomó una decisión innovadora: en lugar de proponerle recostarse en el diván, puso sobre su escritorio a disposición del artista marcadores y papeles, para que pudiera dibujar mientras conversaban. "Cuando me retiraba de cada sesión –recuerda Noé en su carta–, los guardabas, escribiendo en muchos casos las fechas en que los había hecho. Muchos años después nos reencontramos y me los devolviste en un gesto típico de tu gran honestidad".
Aquellos "apuntes gráficos" no solo integran el libro, junto con varias obras posteriores inspiradas en esos bocetos, sino también una muestra, inaugurada días atrás en Rubbers. Coincide además con su presencia en arteBA y la reciente publicación de La Línea Piensa 100, catálogo editado por el Centro Cultural Borges, que reúne el centenar de muestras realizadas desde que Noé inició ese proyecto con Eduardo Stupía en 2006.
Cuarenta años antes, Noé abandonaba la pintura. Comenzó a realizar obras que se proyectaban desde la pared al espacio –definidas por él como “seudoinstalaciones”– muy difíciles de guardar, trasladar y vender. Las exhibió en la galería Bonino, en Nueva York, y las destruyó antes de regresar a Buenos Aires. Alejado de la escena artística, decidió crear algo muy distinto. Fundó el Bárbaro, bar que se convertiría en un símbolo la vanguardia artística y cultural de la época.
"Eran tiempos en los cuales muchos artistas habían dejado también de hacer obra plástica para comprometerse con lo político –recuerda Noé–. Sin tener el quehacer artístico y en crisis militante, asumí mi gran angustia y la necesidad de una terapia psicológica".
Recomendado por un amigo fue a ver a Simoes, a quien trataba de usted. Le inspiraba respeto ese psicoanalista "freudiano ortodoxo prelacaniano", en apariencia más estructurado que él. Iniciaron una terapia que se prolongó hasta fines de 1971, y volvieron a tener encuentros ocasionales durante los dos años siguientes.
Aquellos dibujos primarios inspiraron otros, realizados con técnicas más sofisticadas. En 1975, Noé regresó a la pintura y al año siguiente viajó a París, donde viviría con su mujer y sus dos hijos hasta 1987.
En la década de 1990 sintió la necesidad de retomar el contacto con Simoes. Los tiempos habían cambiado, y la libertad era mayor en todo sentido. En cada reunión decidían cuándo sería la próxima sesión, y comenzaron a tutearse. Pronto se hicieron amigos. "Algunas de tus características –recuerda Noé en su prólogo del libro– eran la amplitud intelectual, tu gran sensibilidad e inteligencia perceptiva y el gran respeto por el otro".
Con el cambio de milenio, los dibujos realizados en terapia se expusieron en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires y llegaron los reconocimientos: el Konex de Brillante a las Artes Visuales (2002); la representación de la Argentina en la Bienal de Venecia (2009); un libro autobiográfico –compuesto por dos tomos que pesan juntos cinco kilos (El Ateneo, 2015)–, y una gran muestra retrospectiva en el Museo Nacional de Bellas Artes (2017), que inauguró bailando, a los 84 años. La terapia había cumplido su función.