Tras integrar proyectos como La Cosa Mostra, El Tronador y Las Taradas, la multiinstrumentista y productora artística se consolidó como una pieza imprescindible en la escena local actual
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Lucy Patané aprendió a tocar la batería antes de que su pie derecho llegara al pedal del bombo. La primera vez que la usó tenía 4 años y se mandó sola a la sala de ensayo de sus papás, que la escucharon desde la cocina. Se sentó en la banqueta y empezó a hacerla sonar, no como lo haría una nena que juega con instrumentos que no sabe ejecutar, sino con una determinada acentuación. “Estábamos a pocos metros y escuchamos un 2x4”, dice Marcela Espadero, la mamá de Lucy. “Nunca había tomado clases, pero aprendió viendo a otros tocar”. Había una facilidad muy clara para aprender música, una casa llena de discos e instrumentos y cierto virtuosismo manifiesto. Todo estaba dado para que Lucy siguiera los caminos pulcros de la academia. Ella, sin embargo, decidió que quería ser punk.
“¡Escuchaba King Crimson y me daba una bronca bárbara!”, le dice Lucy Patané a ROLLING STONE sobre su adolescencia en una familia que acercó mucha música muy temprano en su vida. “No la entendía, me parecía super enroscada al pedo y mi hermana escuchaba mucho metal y hardcore, así que seguí sus pasos”. Dos décadas después de esas instancias de iniciación y tras muchos proyectos compartidos, Lucy lanzó su primer álbum solista y lo bautizó con su propio nombre y apellido, como si fuera el documento que acredita la identidad de su sonido, como si dijera: “Acá está, así suena la música que está 100% hecha por mí, que es prácticamente yo misma”. Con un espíritu conceptual, las doce composiciones de su disco debut la acercan más a la banda de Robert Fripp que supo odiar (y que hoy disfruta) que al minimalismo del punk que marcó sus inicios como guitarrista de Panda Tweak. De ese género, de todas formas, se quedó con varios elementos: una ejecución potente de los instrumentos, una actitud sobre el escenario y una ética de trabajo.
Para Lucy, su primer disco es una suerte de condensación de todo lo que no encontró espacio en proyectos previos (como Las Taradas, La Cosa Mostra y El Tronador), con una curaduría que respondió a su motivación más urgente: encontrar su propio lenguaje. “En un momento me encontré con tanto material propio que pensé: ‘Bueno, son tres discos con sonidos diferentes’. Me enrosqué. Después me di cuenta de que, en realidad, ese es el mayor desafío de un disco: hacer convivir todas las facetas y sonoridades propias y poder reunirlas en algo nuevo, que sea genuino y distinto”. De hecho, ese compendio esencial que es su primer disco construye un todo a partir de piezas tan disímiles como guitarras western, percusiones autóctonas, solos de batería y riffs audaces, una combinación de ingredientes que estuvo sujeta a cambios hasta la etapa misma de la grabación. De una superposición de capas, con composición, producción y arreglos hechos por Lucy, salió “algo así como un monstruo”.
En la extrañeza del invierno del año pasado, Lucy se enteró de que su primer disco estaba nominado a los Premios Gardel 2020 en dos categorías: como Mejor Álbum de Rock Alternativo y como Grabación del Año. “Cuando empezó la transmisión y vimos que los agradecimientos se habían grabado en video, ya lo dimos por perdido”, se acuerda. Un rato más tarde, encendió el celular y fue lo primero que vio: Lucy Patané (2020) ganó como Mejor Álbum de Rock Alternativo. “Mi felicidad se completó cuando vi que Paula había ganado en la categoría Video. Necesitaba que ganemos juntas, no por ganar en contra de otros, pero me interesaba que la música independiente se lleve un par de premios”.
Su incursión furtiva en la batería fue el primer momento en el que los papás de Lucy reconocieron en ella, a muy temprana edad, una facilidad bastante insólita para ejecutar instrumentos a partir de ver a otros haciéndolo. Ejemplos sobraban en su casa, con dos padres músicos, dueños de una buena cantidad de vinilos y de una sala de ensayo y grabación que funcionó desde 1997 en la casa de la familia, en Quilmes. Por ese lugar, en general, pasaban los artistas del barrio, un cura que quería grabar canciones de misa, y algún profesor de música con sus alumnos, aunque alguna vez también ensayó Flemita, lo que fue todo un acontecimiento en la familia (a Ricardo Patané no le entusiasmó que le escupieran toda la sala, pero quedó para su anecdotario).
El segundo momento en que los Patané reconocieron la pulsión que empujaba a Lucy hacia la música está directamente relacionado con su hermana mayor. Cuando Lucy tenía 9, Sangre Azul, la banda que integraba Ana (por entonces, de 12 años), perdió a su bajista y Lucy se ofreció a reemplazarlo. “Ella no tocaba el bajo en ese momento, pero nos dijo: ‘Yo lo hago’. Nos había visto ensayar tantas veces que no le costó aprenderse las canciones”, se acuerda Ana.
Su debut fue sobre un escenario en el playón del estacionamiento de un supermercado de Quilmes. Sentada sobre un cajón de envases de gaseosa retornables, Lucy se apoyó un Gibson Grabber con cuerpo de madera sobre una de sus rodillas y empezó a cultivar el gesto serio, de concentración, que todavía mantiene en los shows en vivo, con los ojos puestos en sus dedos. Con covers de Aerosmith, Pappo y Vox Dei en su setlist y presentada como una banda de “niños prodigios”, Sangre Azul también llegó a pasar por Badía & Compañía, en Canal 9, y Top Kids, en ATC. Pero la solemnidad de ese proyecto había empezado a escalar –tenían horarios de ensayos y hasta un manager– y a Lucy le espantó esa rutina: “Mandé todo a la mierda, por un tiempo no quise saber nada con la música”.
Esos años sin música, Patané descubrió la fotografía por su papá, que también tenía un pequeño laboratorio en el que revelaba sus propias imágenes. Para devolver la música a la órbita de lo recreativo, Lucy, su hermana y su papá armaron una banda que bautizaron Anarcoiris, con letras llenas de chistes internos familiares. Algunas de esas canciones fueron grabadas por Lucy con el portaestudio y se convirtieron en sus primeros experimentos con el audio.
Pisando los años 2000, Lucy seguía reticente a la idea de convertir a la música en una rutina y se dedicó a sacar fotos. Ana, ya con 18 años, como baterista de Sugar Tampaxxx, paseó a su hermana menor por todas las fechas que pudo, haciéndola entrar gratis como fotógrafa. “Íbamos a todos los recitales de Cemento”, se acuerda Lucy. “El pogo me daba un poco de miedo, entonces me quedaba haciendo fotos, que era un lugar de resguardo y una forma distinta de ver un show. Me daba mucha felicidad volver en el bondi a Bernal, pensando en ese clic que había hecho en un momento específico”. Con su cámara, Lucy acompañó a Ana al Rosa Rosa, el primer festival argentino con un lineup integrado solo por mujeres que Érica García organizó en septiembre de 2000. Para Lucy, ese show fue la chispa que encendió el fuego interno de volver a pensarse como música. “Fue muy fuerte ver a tantas y tan buenas artistas, pero creo que el show que realmente me sacudió fue el de She Devils. Más que nada, ver a Pilar [Arrese] arriba del escenario, esa imagen andrógina me mostró que una podía ser música de la forma que quisiera. Algo me pasó en ese momento, pero lo terminé de entender 20 años después”. Para que Lucy encontrara su propia forma de ser música, su sonido e identidad escénica, sin embargo, todavía faltaba un tiempo. En realidad, faltaba un nombre en su vida: Paula Maffía.
Lucy y Paula se conocieron hace 16 años en un sótano de Microcentro que Maffía define como pestilente. Patané ya se había amigado con la idea de tocar en bandas, y desde hacía un tiempo era la guitarra de Panda Tweak. Maffía, en tanto, era parte de Acéfala, un trío de punk femenino. Esa noche, la banda de Lucy compartía una fecha con Marina Fages y Tender (otros amigos de Maffía). “La banda a mí, particularmente, me parecía fea”, recuerda Paula. “Pero me sorprendió muchísimo ver a esta bestia tocando la guitarra con las piernas abiertas y una Stratocaster Squier por las rodillas”. Para Maffía, fue imposible ver a Lucy en el escenario sin pensar en la imagen de Joan Jett, con el instrumento por debajo de la cintura, los pies bien separados y una actitud que partía la tierra en dos. “Cuando terminó el show, la vi y me acerqué a hablarle. Le digo: ‘Vos escuchaste The Runaways’. Y ahí lo vi en los ojos. Le conquisté el corazón”.
Pocos días después de su primer encuentro, se juntaron y Paula le mostró sus canciones y le dio una Telecaster y un pedal Tube Screamer: “Este es el audio que quiero y quiero que lo hagas vos”, le dijo. Así se plantó no solo la semilla de La Cosa Mostra, su primera banda juntas, sino también la de la identidad de Lucy como guitarrista. “Con esa Telecaster desarrollé una forma de tocar que es con la primera que llegué a identificarme”, se acuerda Lucy. “Sentí que tenía algo propio, un sonido. Algo como lo que noté la primera vez que la vi a Pilar de She Devils. Algo que la distinguía del resto”.
“Me parece que cada una vio la potencialidad de la otra. Creo que ella vio en mí una gran compositora y yo vi en ella una gran instrumentista, talentosísima, una persona que habla a través de tonos musicales, realmente una estratega de la guitarra”, considera Maffía. “Su poder me parecía ilimitado y ella vio lo mismo en mí, si no, no entiendo cómo hubiera suscripto a tantos años de música juntas”.
Además de acompañar a Maffía en la guitarra, Paula y Lucy integraron La Cosa Mostra, un cuarteto entre el jazz y el swing que completaron Pedro Bulgakov y Santiago Mazzanti. También Las Taradas, una orquestina inspirada en la admiración por The Boswell Sisters, que empezó como un chiste y terminó editando dos discos. Por fuera de esa dupla hubo otra buena cantidad de proyectos en el recorrido de Lucy: ser la guitarra rítmica de Marina Fages, integrar El Tronador (también con Fages y otros tres músicos) y tocar con Diego Frenkel. Hace cuatro años, además, Lucy se asoció con Juan Serrano (AKA Juanito el Cantor) en el estudio de grabación, producción y mezcla Sale La Luna.
Pero la conexión Maffía-Patané, para Paula, tiene otros componentes. “Me parece que las dos tenemos una visión muy social de la creación, muy interdisciplinaria, como una noción de la herramienta revolucionaria que es crear”, sostiene la dupla creativa e íntima amiga de Patané. “Creo que, en particular, después de Cromañón, se partieron las aguas en ese sentido, y nosotras quedamos ubicadísimas del mismo lado. Teníamos esa mentalidad de querer aliarnos con otras bandas, generar una escena, cosas que recién ahora podemos empezar a ver, pero en ese momento la música no estaba politizada de esa manera. Lo único que estaba politizado estaba dentro de la órbita de un partido político o dentro de una institución de curiosa procedencia, cosas que nosotras rechazábamos”.
En noviembre de 2020, Patané dice que ya sintió todo por su primer disco. “Es como la primera vez que te enamorás. No entendés qué pasa, pero cuando se termina, sabés que algo así de fuerte no se va a volver a repetir”, dice. Pero además, en 2020 se frenó repentinamente el galope de su hacer-sin-parar. “Ahora pienso, para atrás, en la velocidad con la que estábamos haciendo las cosas y creo que no era saludable”, dice sobre su vida precuarentena, que podía incluir girar por Rusia como sesionista de Natalia Oreiro o fechas que terminaban de madrugada en el conurbano profundo (sus preferidas), seguidas de largas jornadas de grabación. “Hay una vida a la que uno se sube cuando saca un disco... cómo lo mostrás, lo movés, a dónde vas a tocar. Todo eso, que empezó a desarmarse con la cuarentena, dejé que se vaya a la mierda y me tomé el tiempo para verlo desde otro lugar, ver qué me hace bien, pensar qué me gusta y, sobre todo, ver qué vale la pena apoyar con lo que hago”.
Para comienzos de 2021, esa sensación de vacío parece haber quedado atrás. Cuando los protocolos lo permitieron, armó shows en lugares pequeños que necesitaban salir a flote tras la pandemia. Además, Lucy participó del ciclo “Un mapa”, producido por el Centro Cultural Kirchner, en el que grabó dos canciones: “Ustedes”, de su disco solista, y una versión tanguera y a dos pianos de “Viento helado”, de Rosario Bléfari, que quería hacer para homenajear a la cantautora fallecida en julio pasado, una de las artistas que más admiró.
Otra misión ambiciosa en la que se embarcó fue la de dirigir artísticamente los conciertos realizados en La Ballena Azul del CCK por el Día Internacional de la Mujer. “Fue un delirio”, dice sobre el proyecto que puso a 60 mujeres y disidencias de diferentes generaciones en el mismo escenario. “Fue lo más grande que hice en dirección y producción, no solo por el resultado, sino porque trabajé con un equipo en el que buscamos funcionar de una forma más horizontal, y el resultado fue una serie de gemas que son espectaculares”.
Además, por estos días, Lucy acaba de grabar dos canciones que quedaron afuera de su álbum y que serán editadas en vinilo durante el invierno a través del sello Deseo Discos, de Carlos Sidoni. “Sabía que encontrarle las tripas a grabar iba a ser difícil después de mi primer disco”, dice Patané. Y lo fue: “La del avión”, el primero de los temas, lo grabó cuatro veces en cuatro estudios distintos.
“No era que no me gustara el sonido, no me gustaba cómo me sentía yo”, explica. “Finalmente descubrí que tenía que involucrar a alguien más”: invitó a Licina Picón en el piano y lo grabaron en vivo. “Nevada”, el otro tema, se grabó con nueve cuerdas, más un ensamble de vientos, percusiones y Lucy cantando y tocando. Todo en vivo y mezclado con una consola analógica. “Me banco mucho esas banderas de lo que verdaderamente hace la música en mí y conmigo”, dice Patané, como si se estuviera dedicando una energía extra a tenerse paciencia. “Creo que todo eso está lejos de las estrategias, resultados y de todas esas cosas que hoy, casi siempre, se llevan puesta a la música. Entonces, si tengo que pasear por cuatro estudios y repetir la grabación hasta sentirme cómoda, hoy elijo hacerlo. Yo me puedo llegar a morir si escucho una canción mía grabada con la que no me pase nada”.