Después de nueve años fuera de los cines, la directora estrenó Zama, se metió de lleno en el delirante mundo de la ópera, cree que la cultura está en los trajes de las fiestas religiosas bolivianas, sueña aplicaciones para que los chicos le pierdan el miedo a la oscuridad y tiene una empresa de experimentos absurdos.
Con tal de hacer realidad la película Zama, Lucrecia Martel fue capaz de vender el Cosmos. A bordo de ese velero de madera de 32 pies, había cumplido en 2010 su sueño de remontar el Paraná, desde Buenos Aires hasta Corrientes, junto a dos amigas. Se orientaban con cartas náuticas de 1975, tan viejas como el barco, un modelo Sosiego “por lo menos inadecuado para el viaje, y con una capitana con escasa experiencia”. La capitana era ella. Durante el mes y medio que duró la navegación, se encontraron con las miradas incrédulas de los hombres del Paraná y se perdieron innumerables veces en los brazos del río que se cortan.
Para la travesía, Martel llevó un libro que tenía desde 2005: Zama, la novela del ahora revalorizado Antonio Di Benedetto sobre un funcionario colonial español que sufre la angustia de la espera en las costas bravas de ese río, llenas de mosquitos y de víboras, a fines del siglo XVIII.
“Desde chica, siempre pensé que a los 50 tenía que empezar otra vida”, dice ahora que tiene esa edad. El Cosmos es historia: “Si basás tu vida económica en el cine, siempre en un momento te quedás a mitad de camino”.
Hasta Zama, Martel había hecho tres largos, todos con el agua en un papel principal: la dejadez de la pileta en La ciénaga, el agua transparente en la piscina del hotel de La niña santa y el mito de las tortugas que nadan en la pileta de La mujer sin cabeza. Con mayoría de protagonistas mujeres rodó, siempre en Salta, historias con una gran carga autobiográfica: las familias pudientes y decadentes del interior, la educación religiosa, la perversión y lo no dicho en una Argentina más o menos actual.
Zama, en cambio, representa muchas primeras veces: Martel filmó la adaptación de un texto ajeno, viajó dos siglos hacia atrás y se enfocó en un hombre, el ex corregidor Don Diego de Zama que, alejado de su familia, espera su traslado a Buenos Aires y ve escurrirse su prestigio y autoridad –su cordura– como si se los llevara la corriente. Pese a todo eso, Martel dice: “Zama es la que más tiene de mí. Me transmite que si quedan cinco minutos, hay redención. Otros lectores tienen la percepción de que el final es trágico, pero uno percibe un libro en sus circunstancias”.
Ella venía de tirar por la borda el año y medio que pasó escribiendo el guión para El Eternauta, la historieta de Héctor Oesterheld y Francisco Solano López. “Hice el esfuerzo de adaptar la historia, junto con otra gente, con mucho fervor. Comparadas con ese entusiasmo, la decisión de los productores de no hacerla fue miserable”.
Martel, que arrastra las erres y apenas le da un bocado a una galleta de granola para celíacos, habla con dolor de ese tiempo: “Cuando me meto en algo, ya no puedo parar. No estoy calculando «si me depositan $10.000, me meto un 5% más». Me meto”.
Hacia la mitad de los cinco años que le llevó conseguir los US$ 3 millones que costó Zama, rompió lanzas con la productora Lita Stantic: “Si todos estamos en tratar de hacer la película, aunque pienses que es sumamente difícil, y alguien pierde la fe… como en cualquier remada, es inevitable que quiera bajarse del barco”.
¿Qué te interesó tanto de Zama?
Lo que más me impactó fue el asunto de la identidad. Cómo uno se va metiendo en un carril que después hay que sostener. Inventaste tu vida, pusiste unos rieles, unos coches-cama, la máquina… Pero después, te das cuenta de que eso no era lo que te constituía. Como muchos de mi generación, yo siento que hice el mismo proceso que Zama. A nuestra edad se reflexiona sobre quiénes éramos y quiénes queríamos ser, qué sentido tenía eso. Muchas veces, eso viene pasado por el filtro de la enfermedad, un divorcio o alguna experiencia extrema, como las drogas duras. Pero aún mutilado, vale la pena seguir.
¿La novela habla de nuestra identidad?
Habla de la mentira que es eso. La identidad es una persecución negativa. No me parece mal construirla, pero en el mismo momento debería entenderse como un artificio. Cuanto más reversible, transformable y mutable pueda ser, los índices de libertad van a ser mayores. Incluso la identidad sexual. Yo apoyo cualquier elección, pero me gustaría que apuntemos a que las decisiones relacionadas con la identidad se definan en una peluquería y no en un quirófano. Debería ser algo de barrio: voy, me corto el pelo, soy varón; me pongo peluca, soy mujer.
En política, cambiar de identidad puede ser visto como traición.
Si los cambios se dan porque fuiste observando las cosas y pensás que hay que verlas para otro lado... El gran problema de la militancia es proponer que existe una vía a la que adscribiste y por ahí tenés que correr. De ahí, la falta de autocrítica que tienen todas las militancias: no es una fe. Uno siempre cumple para afuera. Poca parte del día trabaja para uno mismo. Eso es lo que más me afectó de lo que le pasa a Zama.
Estamos en una mesa en la vereda. Un taxista para en el semáforo. Tiene la ventanilla baja y grita por el teléfono. Martel reflexiona: “Pobre hombre. Antes, esto pasaba sin poder hablar, manejaba con esa conversación en la cabeza, como loco…”.
¿Cómo vivís la revalorización de Di Benedetto en el mundo, con el artículo de J. M. Coetzee en The New Yorker?
En la Feria del Libro, Coetzee estaba sorprendido de que nos importara tanto qué se opina afuera: “El asunto es cómo pesa en la cultura de ustedes”, dijo.
Seguimos teniendo la mirada colonizada…
Pasa todo el tiempo. La presión que hay en la industria cinematográfica es atroz. Y lo vivimos como los indios ciegos de Zama. Creo que es Deán Funes quien cuenta que en las ciudades de la colonia española, a cualquier hora del día hay indios insomnes vagando por las calles... es como este hombre gritando en el taxi. Esa imagen de Latinoamérica no se terminó: somos unos indios insomnes que no sabemos qué pasó, quiénes somos ni de qué lado estamos.
“Los qom la respetan. El equipo técnico y los actores la aman. Ella se mueve en ese arco de amor y respeto con delicadeza y cuidado. Parece una exploradora del siglo XIX. O un ave rara del siglo XXI”, escribió Selva Almada en El mono en el remolino, las notas sobre el rodaje. Desde leyendas de la pantalla como Graciela Borges hasta prestigiosos dramaturgos como Rafael Spregelburd y Daniel Veronese, los artistas dejan todo para trabajar con ella. Y después de hacerlo salen transformados. Usan palabras llamativas para describir el trabajo al lado de una mujer que descree de cualquier fe: “clima sagrado”, “mística”, “te hace creer”.
Para Mercedes Morán, Martel es una artista genial e inspirada que hace películas. “La ciénaga fue el mayor aprendizaje que hice sobre qué es ser una actriz entregada a la imaginación de una creadora. En La niña santa pude disfrutar de disolverme y bailar en su remolino creativo. Genera una especie de adicción, y la certeza de que dejarías todo por volver a rodar con ella”.
Para estar en La niña…, Carlos Belloso rompió un contrato con Ideas del Sur: “Yo soy puro expresionismo y gestualidad, pero ella me los fue graduando en base a lo que necesitaba: grabé una escena más de 20 veces”. Martel nunca ensaya las escenas tal como son hasta prender la cámara.
Spregelburd también se sacrificó para Zama: “Moví todos los otros trabajos que tenía y cancelé varias cosas. Sabía que iba a ser una experiencia de otro orden”. Y lo fue desde la preparación: “Insistía en que la mayoría de las películas argentinas de época fallan porque presentan hombres a caballo como si fueran estatuas de machos. Ella quería una gestualidad cortesana, más bien afeminada. Durante los ensayos, en vez de transitar las situaciones de los personajes, nos puso a tomar clases de minué”. Y eso que su personaje, el capitán Parrilla, se pasa el 90% de las escenas arriba de una mula y con un solo brazo sano. Sin bailar.
El actor y director quedó sorprendido por su ímpetu: “Lucrecia es una tromba; caminaba el pantano a la par de técnicos y actores, corregía monturas, elegía caballos y mulas de acuerdo con sus caracteres, entrenaba novatos, desmalezaba locaciones. No dejaba lugar para las ñoñerías propias de los actores. Trabaja con ellos como un elemento más, fundido en la fotografía, el clima y el sentido del humor. Su entusiasmo te convence de que las prioridades son esas. Crea las condiciones generales de un caos muy grande y luego parece registrarlo como si fuera un documental”.
El primer día de rodaje, llegaron a la locación y estaba bajo medio metro de agua. “Lucrecia miró el desastre y sin decir gran cosa fue la primera en saltar al agua desde el acoplado –cuenta Spregelburd–. Los cables de sonido pasaban por el agua, en la que no era inusual ver culebras zigzagueantes. El piso bajo las aguas estaba lleno de hojas de palma, que pinchan, por lo cual andar descalzo (algo que pedía el guión) se parecía mucho a la mismísima aventura que cuenta la novela”.
Le pregunto a Martel si fue su Fitzcarraldo: “Eso fue una demencia. Fitzcarraldo existe porque existía una Latinoamérica con gente sin ningún derecho. Es una proeza del cine, pero una señal de alerta para la humanidad. Herzog se arriesgaba, pero los que más se arriesgaban eran otros. Ese modelo no me gusta”.
Martel, según todos los comentarios, es lo contrario como directora: “Firme, pero no déspota. No grita en el set. Está casi siempre un poco fuera de campo”, la describe el diseñador Alejandro Ros, que durante el rodaje, dice, vio locura, lo imposible hecho realidad, proeza, aventura, fantasía: una forma de hacer cine que no volverá.
“Tiene mucha conciencia de que está trabajando con gente que debe producir algo, por eso pone especial cuidado en la forma en la que pide lo que cree que debés hacer como actor, desde el protagonista hasta el más desconocido”, dice Daniel Veronese, que en Zama hace de un gobernador desagradable.
Con Natalia Smirnoff, la responsable de casting, observó a las 1.200 chicas que quisieron ser las dos protagonistas de La niña santa. “Vimos juntas todos los castings, fueran de 1.000 o 2.000 personas, para elegir cada personaje chiquito, muchos que no hablaban…”. Para el de Zama, cuenta Almada, “Martel les pedía a los postulantes que le contaran un sueño”. El vestuarista Julio Suárez celebra este nivel de detalle: “Te pone a investigar un mundo, cosa que no sucede con otros directores. Y si tuviera más tiempo, filmaría más. Los productores le tienen que decir basta”.
Una mañana, Veronese llegó al set y estaban cambiando todo. “Lucrecia se daba el gusto de desarmar y probar radicalmente otra cosa. Su imaginación estaba continuamente funcionando y su mirada, buscando. En cine hay una enorme cantidad de gente preparando ese set; esa gente estaba dispuesta a seguir, sin problema, los nuevos planteamientos de Lucrecia sin retrasar la filmación. En un medio tiranizado por la técnica, el tiempo, el presupuesto y la continuidad, ella puede encontrar algo que, a priori, parece difícil: una manera de trasladar siempre su deseo a la pantalla, de hacer un cine distinto, vivo, sensible a lo que propone el equipo, el lugar y las condiciones”.
Martel lo pone más simple: “Es como pescar. Armaste la caña, elegiste la carnada y el lugar, tiraste a cierta profundidad… y después hay que sacar. Pasa poquísimas veces en una escena, pero siempre estás ahí”.
¿Te gusta pescar?
Lo detesto. De chica pescaba, pero de grande fui enfocándome cada vez más en el pez, y no puedo soportar el tirón cuando muerde el anzuelo.
Contaste que no podrías ser actriz porque te compenetrás demasiado. ¿Le tenés miedo a la locura?
Cuando actué en la escuela de cine, sentí un gran terror cuando de pronto en una escena falsa tuve sentimientos reales. Ser actor o actriz es justamente eso. Conozco muy de cerca a personas que le temen a la locura. Pero nunca he estado en el horizonte de mis temores. Aunque hasta hace dos años, una enorme angustia para mí era repetir la historia de alguien de mi familia.
Entonces recuerda la idea del cambio a los 50. “Todo lo que me pasó me obliga a empezar otra vida. Hay cosas que ya no pretendés para tu vida profesional. Y es un buen momento. En el mundo de las mujeres, en general la producción intelectual más importante es de los 50 en adelante. Pienso en las películas de Agnès Varda… para las actrices, en cambio, a partir de los 50, la única posibilidad de representación que tiene una mujer es la vejez y la locura. Cuando todavía los estúpidos de Bruce Willis o Mel Gibson pueden seguir, hechos mierda, combatiendo no sé qué, a las minas se las restringe a la vejez constreñida, sin movimiento”.
¿Ves series?
No me gustan las series. Sense8 es un melodrama con un exceso de efectos especiales, un papelón. Me dirán: “Con tus películas de mierda, ¿le decís papelón a Breaking Bad?”. Pero hay una generación que creció viendo Pokémon, Los caballeros del Zodíaco, Lain. Parecía que el mundo animé los iba a disponer a estructurar narrativamente de maneras asombrosas. Y apareció este canon espantoso de puro guión.
Te nombraron miembro de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas...
No acepté el cargo. Antes de contactarnos, lo hicieron público, como diciendo: “Ojo, que estos negros, gays y minas que metimos adentro ya pueden opinar”. Esa actitud es exactamente lo que el público pide que cambien. A latigazos nos metieron a 600 estúpidos. La mitad no aceptaron, no les interesa estar en la Academia.
¿Qué pensás de la remoción de autoridades del Incaa?
Fue una dramaturgia incomprensible. Un gobierno tiene derecho a echar a un funcionario si sospecha de él, pero no necesita hacer un escándalo mediático, sobre todo con personas avaladas y que habían logrado aglutinar varios sectores de la industria. Me parece peligroso y no entiendo la movida política. En nuestra sociedad, la paranoia está desatada. No hay una noticia a la que no tengas que hacerle cuatro lecturas cruzadas.
Hay tres escenas importantes de la novela que no se ven en la película: cuando Zama ve el cadáver de un mono en un remolino de agua (“está pero de fondo: los chicos gritan que hay un mono”), una frase que escribe Zama hacia el final (“cada vez me cuesta más la idea del plano detalle de la escritura”) y cuando tiene sexo con una mulata, después de haber herido a unos perros con su espada.
“La saqué aunque a muchos compañeros les parecía buena. Pero si vivís en un país en el que cada día matan a una mujer y filmás una escena de violencia contra una mujer, aunque puedas dar muchos matices sobre las circunstancias, es intolerable. Me parecía imposible que no remitiese a una idea errada: que la violencia sobre una mujer tiene razones poéticas para ser cometida. Para una mujer, cuyo cuerpo es la escenografía de esa situación, es muy difícil tener ganas de hacer lecturas sobre eso”.
Martel se adelanta a los cuestionamientos: “Dirán que con esa posición políticamente correcta se terminaron las situaciones de violencia de género en mi cine. Hasta que esto mejore, sí. No podemos avalar con discursos públicos escenas que abonan la fantasía violatoria de los hombres. No he visto una sola película, por más que el resultado sea el desprecio por la persona que abusa de su poder, que en el fondo no esté realizando una fantasía violatoria. Es lo que sucede con Irreversible: la elaboración que hace Gaspar Noé de la violencia me parece una porquería”.
En el viaje por el Paraná, los hombres del río, navegantes o pescadores, abrían bien grandes los ojos al ver el Cosmos: en parte por las características del barco, pero sobre todo por la tripulación íntegramente femenina. En una conversación por radio, un prefecto le dijo: “¿Pero no hay un hombre en ese barco?”. Cuando llegó a puerto, Martel lo encaró: “¡Nunca más le vuelvas a decir eso a una mujer!”. El oficial terminó avergonzado, pidiendo disculpas.
En su departamento de Villa Crespo, entre antiguos sillones y aparatos de odontología, hay una maqueta de madera con un escenario redondo que gira. Encima, unas torres rojas y grises hechas con unos Rasti: Martel será régisseur en la ópera Andrea Chénier, que se estrena en diciembre en el Colón. “La humanidad ha hecho un desastre absoluto con la ópera. Ha convertido algo potente, de muchísima belleza, en la estupidez de la reproducción fiel. Están arruinando a generaciones de músicos y cantantes, y faltándoles el respeto a Verdi, a Bach, a todos. Si esos tipos se trasladaran a la actualidad, ¿cómo van a encontrar algo bueno en que su obra sea representada igual? A mí no me fascina la ópera ni me interesa el lugar de estatus. Es más, me encantaría que el gobierno porteño invitara a las orquestas juveniles de los barrios más difíciles… Simplemente, me quise sumergir en la locura de los grandes teatros nacionales: los personajes, la intriga palaciega, la paranoia”.
Según la base de datos de cine IMDB, el tema favorito de la directora son “las mentes turbadas”. Martel está intentando concretar un proyecto con la cantante Mariana Carrizo. “Es una artista extraordinaria en la zona de la música más avant garde que se ha producido en esta tierra: la copla. Es Nina Simone, más difícil de llevar que una cabra trepando un cerro. Pero cuando la escucho, siento que me estoy curando de algo. Yo no creo en el talento, sino en el trabajo. Y, por su trabajo, poquísimas personas son médiums reales. Como Julieta Laso, de la Fernández Fierro: cuando canta, siento que estoy escuchando tango por primera vez”.
Entre sus proyectos también está Motas, una aplicación para crear bichos imaginarios. “Se introducen variables físicas, como peso y dimensiones, cantidad de patas o alas, tipo de tejido y piel. Así se arma una criatura, la soltás en un espacio y escuchás el sonido que hace con auriculares, a oscuras. Los chicos superarían el miedo a la oscuridad con eso”.
Si la app parece de ciencia ficción, mejor no intentar explicar la instalación “de disolución del espacio” que creó junto con Ros, su socio en una “empresa de experimentos absurdos”. Ros también la ayudó a descubrir el lugar donde la cultura vive: “Voy a las fiestas en honor a la virgen de Urkupiña y de Copacabana, en Morón y Liniers. En una fiesta en Salta había unos disfrazados como narcos con guantes tipo Transformers y, en la mano, un revólver todo decorado que, a la vez, era un Rolls-Royce y, al agitarlo, una maraca. Eso tiene sonido, gestos que significan y se transforman. Si ves la creatividad puesta en esos trajes, la paleta de colores, las danzas tradicionales en permanente transformación, la sensualidad de los bailarines, y todo dentro de un rito religioso, tenés la mejor de las drogas. Es una demencia, una cultura viva y hecha con poca plata”.
Pero su nuevo sueño de gigante es hacerse una casa en un cerro en Salta.
¿Querés volver porque extrañás la tierra?
Muchísimo.
Ahora que terminó Zama, planea organizarse para construir una casa en la finca familiar, a 12 kilómetros de la capital provincial. Pero para llegar, Martel necesita construir un camino de dos kilómetros y medio. Quizá lo logre.
María Alché, “la niña santa”, cuenta que un día, navegando en el Cosmos, se les cayó al agua una pieza del barco, una pequeña maderita que rápidamente fue llevada por la corriente río abajo. Ellas estaban remontándolo. “La otra tripulante y yo la dimos por perdida. Pero Lucrecia nos convenció, a desgano, de que la íbamos a encontrar”. Desandaron su camino varios kilómetros. “Íbamos burlándonos, diciendo que era imposible hallarla”. Hasta que, finalmente, la maderita apareció flotando entre las olas.
“A veces pienso –dice Alché– que todos los proyectos son apuestas, ir en busca de esas pequeñas maderitas difíciles de hallar. Lucrecia va tras ellas con tanta obstinación y fe que siempre las encuentra”.
Martín Mazzini
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