Lucio Fontana, entre el sur y el norte
Las reuniones solían terminar muy mal. Con "peleas furiosas y no siempre controlables" en las que abundaban "los insultos más odiosos". Los artistas concretos acusaban a Lucio Fontana de "cultivar un academicismo repelente" y este los llamaba "neoclasicistas escleróticos", mientras proponía proyectar imágenes en las nubes para romper con el soporte tradicional de la pintura.
Promediaba la década de 1940 y la escena artística porteña se recalentaba con discusiones en las cuales habría fermentado el Espacialismo, movimiento fundado por Fontana, "central para investigar el camino hacia las manifestaciones del arte contemporáneo".
Eso sostiene el curador Javier Villa en el catálogo de Historia de dos mundos, monumental muestra que aloja hasta el domingo próximo el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Incluye varias pinturas y esculturas del artista ítalo argentino, cuyo legado funcionó como puente entre Europa y América Latina.
Hoy integra las colecciones permanentes de más de cien museos –entre ellos nuestro Museo Nacional de Bellas Artes, que el año pasado le dedicó una muestra–, se ofrece en las principales ferias del mundo y en 2015 alcanzó un récord en subastas con una venta cercana a los 30 millones de dólares. La ambientación que exhibió en la Documenta de Kassel en 1968, poco antes de morir, fue recreada tres décadas más tarde en una retrospectiva en Fundación Proa. Su obra volvió a ser noticia semanas atrás, cuando el polémico Maurizio Cattelan se tomó una selfie delante de una pieza de Eduardo Costantini exhibida en el Malba.
Nacido en Rosario en 1899, Fontana se mudó a Milán a los seis años y regresó a la Argentina con poco más de veinte, para trabajar junto a su padre en el taller familiar de escultura funeraria. Pasó la década de 1930 en Italia y en la siguiente volvió a cruzar el Atlántico. En 1946 impulsó con sus alumnos de la Academia Altamira el llamado Manifiesto Blanco, que declaraba el fin de "la agotada estética de las formas fijas" y defendía un arte que reflejara el mundo moderno: una síntesis de color, sonido, tiempo, espacio y movimiento.
El gran salto lo daría a fines de esa década en Italia, con la publicación del Primer Manifiesto del Espacialismo, la participación en la Bienal de Venecia, la ambientación con luz negra en una galería y los iniciáticos agujeros sobre la tela, antecedentes de sus famosos tajos. La obra alcanzaba en el espacio una dimensión superadora de la pintura y la escultura, que inspiraría a artistas como Yves Klein y Piero Manzoni. Y todo esto, según Villa, comenzó a gestarse entre insultos en aquellas acaloradas tertulias porteñas.
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