Los vínculos, ante un dura prueba
Juntos, amontonados, solos. Separados o enfrentados en compañía. Acompañados en soledad. Integrados, desavenidos, apartados. Conectados, pero sin comunicación. Comunicados con o sin conexión. Cercanos en la lejanía. Lejanos en la cercanía. Cerca de cuerpo y alma. Lejos y alejados. Los confinamientos y cuarentenas, esas experiencias desconocidas que, a partir de 2020 se convirtieron en realidad cotidiana, nos confrontaron, en carne propia, con la más amplia y variada posibilidad de los vínculos humanos. Y en todas las variables, el otro, el semejante, el prójimo dejó de ser un concepto abstracto, un dato intelectual, para adquirir su verdadera y absoluta dimensión. Lo que hayamos comprendido y aprendido de esas cercanías y lejanías, de esas ausencias y presencias, de esos hartazgos y extrañamientos, es patrimonio íntimo e intransferible de cada uno de nosotros. Y seguramente operará sobre nuestra vida y nuestros vínculos en el presente y en el futuro. Lo hará de modo consciente o inconsciente, pero lo hará.
El pensador existencialista austríaco-israelí Martin Buber (1878-1965), fundó la filosofía del diálogo. Sostenía que la vida humana es vida en diálogo. Y no hay diálogo posible sin un Tú, un prójimo. Soy Yo en tanto existe un Tú. Si el otro desaparece, dejo de existir. Encarnado o extrañado, ausente o presente, junto a mí o en la distancia, soy en tanto otro es. Otro que me escucha, me mira, me extraña, me recuerda, me habla, me espera, me interroga, me cuestiona, me confirma, como yo lo hago con él. Diálogo no es una suma de monólogos paralelos, advertía Buber, quien desplegó su idea en Yo y Tú, su libro seminal. Es una relación auténtica y profunda, en la que cada uno expone una mitad esencial de la verdad. Confinados y en cuarentena durante largos y recurrentes meses, las circunstancias nos confrontaron con nuestra capacidad de vincularnos creativamente, de existir, aun en la distancia, en relación con alguien, de componer una verdad compartida, hecha de nuestras necesidades, de nuestras diferencias, de nuestra aceptación. Quienes pudieron responder posiblemente se hayan enriquecido en esta travesía extraña, desconocida y difícil. Habrán entendido aspectos profundos de sus vínculos, los habrán explorado en dimensiones impensadas. Quienes no pudieron o no supieron, acaso solo hayan vivido amontonados, o solitarios, o se hayan soportado desconociéndose a pesar de la familiaridad, o estuvieron exiliados en soledades carentes de autoconocimiento.
Hay convivencias que enferman y soledades que sanan, hay convivencias reparadoras y soledades tóxicas. Hay conjunciones y amontonamientos, hay distancias necesarias y apartamientos dolorosos. Ninguna de esas posibilidades habrá sido generada por el confinamiento, aunque seguramente fueron reveladas por él. En situaciones excepcionales aflora lo que la rutina permite ocultar. Lo postergado emerge. También las potencialidades, los recursos, el reservorio afectivo y emocional. “Es difícil que una relación tenga alma si las personas que la integran no se interesan por lo que les está ocurriendo, sobre todo en tiempos de fermentación”, apunta el psicoterapeuta, escritor y exseminarista Thomas Moore en Las relaciones del alma, uno de sus sensibles y lúcidos libros de la saga que dedicó al cuidado del alma. Mientras conocemos a otra persona podemos averiguar muchas cosas sobre nosotros mismos, dice Moore. Y, a medida que nos conocemos, podemos aceptar y comprender mejor el alma del otro. He aquí una oportunidad que se nos presentó. Se pudo tomarla (aún se puede), o se pudo dejarla pasar dedicándose a auto confinamientos paranoicos o a amontonamientos transgresores y maníacos. Dos formas extremas de evitar el verdadero encuentro, sea cuerpo a cuerpo bajo el mismo techo o sea en una distancia en comunión. De lo uno o de lo otro, no hay culpables. Solo responsables.
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