No sé cuándo vine a Dadá por primera vez. Quizá eso sea lo mismo que decir, o incluso preguntarse, ¿vine?, ¿vine alguna vez?, ¿realmente vine? De tanto en tanto me crispa la duda, venenosa en su lata por saber, por definir, por redondear, y después recula: cangrejo entre frenético y exultante que mira hacia arriba con ojitos de robot. O recalcula, como el alma de un GPS. Verbigracia, algunas vacilaciones matemáticas: ¿cuántas noches en cuántos años?, ¿cuántos equívocos?, ¿cuántas copas en cuántas madrugadas?, ¿cuántas constataciones esenciales?
Entonces, mientras recuerdo olvido –qué saludable olvidar y qué poco le calza el epíteto; cuán deportivo es darle, pues, una tregua a la memoria– cuándo pisé San Martín 941 por primera vez, reja roja, piso blanco y negro, cortina de terciopelo bordó, barra de venecitas multicolores, microscópico baño, curdas, festejos, Rufus o Caetano o Kusturica, comer a cualquier hora, aquella camarera llamada Barbi y esta camarera llamada Barbi, igual de sonriente o más en pleno gambeteo de habitués. Y los peajes entre cada cosa, ¡todas las cosas!, la grieta por donde se filtra la luz del himno de Leonard Cohen.
Hablar de Dadá es hablar en caprichos del Florida Garden. O mejor: de Renato en Dadá y de Renato en el Florida Garden. Sí, de mi amigo Renato Rita, viejo lobo de bar, autóctono, relato puro. Acodados a una mesa del boliche de Florida esquina Paraguay, la primera que se insinúa cuando el mozo de pajarita abre la puerta, Renato percibe, al cabo de horas de practicar una situación, que en esta calcada postura se sentaban con Federico Manuel Peralta Ramos. Cuatro patas idénticas, el dueto como echado encima, sostenido por el nudo largamente ensayado, en su impremeditación, de los brazos sobre la tapa de travertino, relojeando la taza sin café y las servilletas de dudoso papel que machacan con eso de "la identidad de una esquina" y que untan en vez de succionar, atardecer conspicuo del Bajo porteño, cierto atolondramiento en el cambio de protagonistas.
La calle Florida, que se abre paso en la Plaza San Martín, donde otrora la galería Ruth Benzacar, y se reconvierte después de Rivadavia, es un trajín ecléctico de buscavidas, comerciantes, turistas y burócratas que supo llamarse San José, Del Correo, Del Empedrado, Unquera, De la Florida y Del Perú hasta su último bautismo, en 1857, cuando todavía conservaba su lecho de cantos rodados made in Montevideo. Más allá, llegando a Perón, dicen que hace casi dos centurias debutó al unísono la marcha patriótica, nuestro himno actual, en la casa de María Josepha Petrona de Todos los Santos Sánchez de Velasco y Trillo, a.k.a. Mariquita Sánchez de Thompson y anfitriona de valientes tertulias.
Otro día, otros relatos. El verbo relatar desciende del latín refero, o sea "volver a llevar". En el Florida, Renato pide un Renato, un feca con un susto de leche que es como pedirse a sí mismo, volver a nacer. Sostenido flaneo estático mediante, me dice que le llevó medio siglo entender lo que más feliz lo hacía. Su vida sería así, era así, es así: que despertarse, que caminar un par de cuadras, que tomar el desayuno acá, que uno de los mozos le pregunte si necesita algo, que saludar como la reina Elizabeth ("¿qué tal, cómo te va?" tipo mantra sufí) a decenas de catecúmenos sabiendo que amigos-amigos hay dos o hay tres, que luego una siesta en la casa, que a la tarde caminando al K, que un bife en la barra de El Establo, que un tinto en el boliche –como le dice a Dadá– y que con su módico jornal todo este universo magnánimo de escuetas liturgias resulta operable.
Así suena más o menos su voz, de inflexión –pienso ahora en cómo habla y en la noble tarea de volverlo… papel– marítima, como recién descosida de la tierra y en un vaivén ribereño del que no salen impunes las manos, el pescuezo ni la mirada, anillos espoleándose entre sí (uno habla con el cuerpo y en él, ¿o es el cuerpo el que habla y la palabra concreta?, ¿y la voz del traductor de Google?, ¿y Siri y Alexa?): "Hay gente que toma Renatos sin saber que es por mí. Existen distintos tipos de café… cortado, ristretto, liviano y apenas cortado. Bueno, el Renato es menos cortado que apenas cortado, ni siquiera una cucharita de té de leche, casi nada; el otro extremo de la lágrima. No está en la carta porque perdería la situación folclórica. Tener un territorio de pertenencia en Argentina es difícil porque nada permanece. Cuando entrás en ese estado, todo se vuelve muy cómodo".
Viene su voz desde lejos que es acá nomás, "acacito" dicen en el norte, y dejo al pasado que para su relectura: "Estaba sentado en esa mesa con [el poeta, agrego yo] Federico Gorbea y un tipo se murió de un síncope en la caja, sacando un ticket. Nosotros seguimos charlando. Cerraron el bar y de pronto estábamos solos con el muerto. El remate de la anécdota es que pedí un Renato y un mozo vino a disculparse porque no iban a poder traérmelo".
Apenas mudado al barrio, una noche me topé con un bajista amigo en el Bar-O-Bar (¿Bar-O-Bar o BarBaro?... ¿La Munich o El Munich?), fundado por Yuyo Noé en el 69 y muy verosímilmente el pionero "pub" que tuvo la ciudad. En los adoquines de Tres Sargentos –Gómez, Albarracín & Salazar–, ahora tan coqueta y tan peatonal en sus doscientos metros de prosapia barcelonesa, a la vista de linyeras afables que desfilan con colchón enrollado al hombro y reivindican sin saberlo la sombra del andariego Facundo Cabral, el músico me preguntó si conocía a Habibi. "¿Habibi?, no, no lo juno", contesté. Habibi es árabe y patea el Bajo gritando su nombre como cebo para pescar con su oferta de estupefacientes a quienes se acerquen. El eufemismo es policíaco, pero bien vale la pena escurrirlo.
A todo esto no declaré que vivo hace dos años en el Bajo, a caballo entre Retiro y el Microcentro. Que tal vez yo sea, como sugirió el editor de estas páginas, el último vecino de unas pocas manzanas, menos locas y psicodélicas que en el pico de su flama artística, hoy más trash y penumbrosas. Mi tercer piso balconea en ele sobre Paraguay y Reconquista, de punta a punta qué placer, en la estructura de 1911 onda proa de barco que garabateó Rodolfo Schafer metiendo en una coctelera lo clásico, lo barroco y lo kitsch, dando a luz un estilo personalísimo, eso sí, que fulgura vanidoso con su cúpula en los ventanales espejados del edificio de enfrente, donde cada tanto los tubos de neón trasnochan y una mujer en uniforme verde palta bailotea al ritmo de un escobillón.
En el otro enfrente, pero hacia la izquierda, hay un estacionamiento feúcho que se deshabita de noche, emigración muy a tono por acá, cuando fuera del horario de oficinas queda boyando una nueva rama de la antropología, un estacionamiento que es el más caro del país (a no olvidarlo, pese a todo estamos en el centro del centro del centro: peculiar forma de periferia), y a su lado –"adhirámonos, amalgamémonos y barajémonos, enrosquémonos, embebámonos e intercalémonos", cantaría Jorge De La Vega– una fachada art déco detrás de la cual el arquitecto y artista Luis Fernando Benedit, arriba de la librería Menéndez, tenía su atelier-casa.
Julián Prebisch, hijo de Tatato y también artista, vive ahí desde que murió su padre en 2011. No pensaba quedarse tanto, pero el barrio te va chupando aunque sea complicado para vivir, aunque te chupe el prana, aunque no consigas una fruta. Por contigüidad nos despiertan los mismos bocinazos y charlamos porque no hay como charlar. Anoto que dice: "A excepción del quiosquero de la esquina, que sabe todo, acá hay una vida oculta que no se ve a simple vista: gente haciendo la movida todo el tiempo. Y los domingos son rarísimos porque las calles están detonadas, parece Calcuta. Al que no lo curte le resulta monstruoso este lugar. Yo, por ejemplo, soy uno de los fanáticos porque se encuentra cualquier cosa. Necesitás un permiso para cortar un elefante rosa en tiritas y se saca a tres cuadras. Paradójico, ¿no? El mundo desemboca en este punto y sin embargo se trata de un barrio marginal, con mucha transa y mucho entongue".
Me venía bien esa radiografía que, mirada a trasluz, convinimos con Julián en que últimamente tiene menos huesos rotos. Al margen de la osamenta y de las patas que a menudo se ven saliendo de los contenedores de basura como nadadoras de sincronizada, un enigma me sedujo hasta hace poco, el enigma de las ridículas –ridículas por pavorosas, ridículas por inacabadas– macetas estilo capelina que cuelgan de lo alto de los nuevos faroles públicos.
Oftalmólogo sin título, las miré y las miré (el ojo lo ve todo, pero no puede verse: ¡Macedonio!), pobres florcitas de malvón o lo que sea, ¿quién las regará allá arriba si no es el aguacero? Y una mañana lo desculé: bloqueando el tránsito se plantaba una chata utilitaria al lado de cada farola, dos operarios abrían las puertas traseras y de un tanque de agua emergía una manguera de cinco metros coronada por un palo amarillo y una roseta de ducha que un tercer operario calzaba en la maceta hasta rebalsarla.
Pensaba que escribir sobre lo que tengo más cerca sería fácil, más fácil que hacerlo sobre Islandia o Japón: sin embargo, no, todo lo contrario. Sentados con Renato –sentados de manera tan absoluta y definitiva como si estuviéramos parados, apuntaría similarmente Gombrowicz, quien paseó su tres piezas de conde polaco mmmm por estas aceras y las registró en su indómito Diario argentino, donde con olfato de sabueso se preguntaba un martes de 1958 si los porteños éramos "lo indefinido"–; perdón por el paréntesis, empiezo de nuevo: sentados con Renato en uno de los dos banquitos de madera enclenque que copan la vereda de Dadá, frente al estacionamiento cuyo slogan propone "un hotel para tu auto", debajo de la "E" trepidante con su flecha roja, vemos el mundo pasar, una estrechez de firmamento expandido: tela de cine o mejor, teatro, teatro buñuelesco para ser lastrado de un mordisco.
Aflora sin pétalos un reincidente y musitamos, martinfierristas como no somos: "hasta la hacienda baguala / cai al jagüel en la seca". Un productor y un vago confabulados, dice Renato no importa ahora sobre quiénes, y respecto de aquel que acaba de entrar y ser fagocitado por una deslumbrada que liba Negronis como agua, abrevando en Federico (fe de rico, je), ensaya "el Barba le bajó el volumen". Para apaciguar y para nadar, los ojos zafiro de Katja Alemann.
La obra se sigue representando sobre tres baldosas dickensianas. Lo insólitos que son los lunes, sin lugar a dudas los días más insólitos. Yo voy anotando porque si no… La facha James Dean de dos mendigos que andan juntos, à la Truffaut con zapatos de traje en modo chancletas, una existencia que está ahí, acá, cuestión de segundos y ya veremos. Los conocemos bien a esos demiurgos, casi anagrama. Barren la cuadra religiosamente sin profesar, el refinamiento. Algunos no quieren plata sino la mano, que les demos la mano. Un billete los olvida, el saludo los enhebra. Aquella mujer, pienso, que me dijo que el castellano no contempla a quienes se están ahogando y todavía dan pelea –el "ahogónico", digamos– sino que los hunde desde el mero vamos.
Se bambolea el patrón de un restaurante de la zona por la vereda de los números pares. Su chaleco de fotógrafo lo hace parecer un fotógrafo, pero él va levantando la pata, sellando los postes de su patria como un perro de caza a ver si todavía. Allá, llegando a la esquina en la que el barrio se destartala, lo observamos torearse, pelos y señales, con una dupla de sospechosos, no vaya a ser. Al volver tras sus propios pasos nos dedica un chau con la mano como visera desde dentro del misterio.
Y otra noche, una más que se enreda entre tantas –gran sacadero de conclusiones–, abrí la ventana de mi cuarto con panorámica fisgona al Meliá y escuché que subía en ecos el "¡Habibi, Habibi!" ronco de un hombre de unos 50 que trazaba culebras en la luz hepática de la calle Paraguay detrás de un 132 sin pasajeros. La hermosa petulancia los colectivos desocupados. Midiendo la tiránica reducción sinecdóquica con la que los argentinos convertimos a un español en un gallego, a un judío en un ruso o a un caboverdiano en un negro, comprobé que la campana áspera del cascabel era su nombre y que su nombre significa "mi amor" en árabe y es plaga en canciones románticas y danzas del vientre.
Bajé y, antes de encarar Dadá con Kinglake en el bolsillo, no porque Eothen fuera un escudo (bueno, qué libro no lo es) o una jactancia sino por eso, porque entra en el bolsillo, antes de confluir en esa barra que me exige arrancar otra vez de cero como si anoche no hubiera existido, negocié mi idiosincrásico hasta luego con las tres prostitutas dominicanas en matambres siempre tan electromagnéticos, ancas de concurso, taquitos de tero, celular como linterna.
Verlas me alegra y verlas me trae una escena de César Aira y Lamborghini, Osvaldo Lamborghini, que alguien me contó y que seguramente ahora esté adulterando. Deslumbrado con la ocurrencia del autor de Fiord, a Aira se le hacía cuesta arriba la boutade, hasta que una vuelta pasaron caminando cerca de unas putas –¿se puede decir putas acá?; hoy, "putas" suena más decoroso que "gil"– y deslizó un "los yiros son raros". Lamborghini emitió un sonido aprobatorio, casi de pasmo porque entendió, quiso entender, "chinos" en vez de "yiros", de modo que la frase tomaba otro vuelo. Y sí, los chinos, al menos para nosotros, son más raros que las prostitutas.
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