La antigua ciudad romana que perdió sus tesoros y nunca pudo recuperarlos
Cuando los restos de Pompeya y Herculano, ambas arrasadas por lava volcánica en el siglo I d.C. comenzaron a descubrirse se cometieron errores e imprudencias que derivaron en la destrucción de estatuas, pinturas y otros patrimonios de la humanidad
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Los sitios arqueológicos de Pompeya y Herculano, excavados sobre las ciudades romanas arrasadas por la erupción del Monte Vesubio el 24 de agosto del año 79 d.C, conectan a sus visitantes con la vida en el antiguo imperio. Pero una parte del patrimonio faltará para siempre a ojos de los visitantes: los tesoros perdidos tras su redescubrimiento, más de 1600 años después del cataclismo.
1945 años se cumplieron este sábado de la tragedia que segó la vida de más de 15.000 personas y sepultó sus ciudades bajo toneladas de ceniza, lava volcánica y piedra pómez. Pero este sacrificio involuntario estaba destinado a dar un nuevo aire a la cultura occidental en tiempos de la Ilustración: “Han sucedido muchas catástrofes en el mundo, pero pocas han producido luego tanta alegría como esta”, escribió el filósofo, escritor y naturalista alemán Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), quien visitó las ruinas en distintas ocasiones y quedó impactado por el viaje al pasado que proponen.
Es que este manto natural mantuvo olvidadas durante años a las ciudades de Pompeya, Herculano y la vecina Estabia, y los objetos de sus habitantes quedaron pacíficamente enterrados durante siglos. Las pinturas al fresco con la que los vecinos decoraban sus casas peramencieron intactas como en una máquina del tiempo. Hasta sus esculturas, en muchos casos fragmentadas, conservaban rasgos más perdurables que los de sus antiguos amos, reducidos a esqueletos o, en el caso de aquellos cuyos últimos instantes fueron abrasados por la ceniza, meros huecos en la roca volcánica.
Todo quedó preservado en el tiempo bajo metros de tierra, roca y ceniza petrificada, como una fotografía atemporal del último día en que habían visto la luz del Sol, a la espera de ser revelada, suceso que tuvo lugar a mediados del siglo XVIII, cuando empezaron a ser encontrados los primeros restos arqueológicos de la ciudad.
El hallazgo fue más producto de la casualidad, que del esfuerzo consciente por buscarlas, pero el revuelo que la noticia generó en el mundo intentó ser contenido por Carlos de Borbón, el monarca que entonces regía en el golfo de Nápoles, que trató de mantener el brillo de los fabulosos hallazgos en una sala privada de su palacio.
El saqueo de los primeros tesoros: las tres Herculanesas y otras estatuas de mármol
El tiempo detenido en Pompeya y Herculano había pasado en la superficie, cuando los restos de las ciudades perdidas empezaron a emerger, en el siglo XVIII. En esa época, el golfo de Nápoles era parte de un pequeño reino bajo el control de Carlos VII, heredero de la misma dinastía española que aún mantiene el trono de la Península Ibérica.
Este monarca extranjero, que tenía solo 18 años cuando accedió al trono napolitano en 1734, es descrito como “un joven inteligente, que llegó a dominar muchos idiomas y a tener más conocimientos científicos que históricos” por el historiador austríaco Egon César Conte Corti, en su libro Muerte y resurrección de Pompeya y Herculano.
Para cuando Carlos VII llegó al poder, ya habían pasado más de dos décadas desde que un conjunto de estatuas antiguas de mármol habían sido desenterradas cerca de la pequeña localidad de Resina, ubicada encima de las ruinas de Herculano. En esa ocasión, el hallazgo casual había ocurrido por la iniciativa del príncipe d’Elboeuf, Emmanuel Mauricio de Lorena, oficial del ejército austríaco que las había encontrado en 1711, cuando buscaba rocas para construir su villa en la ciudad de Portici. Por sus primitivas excavaciones, más similares a túneles, d’Elboeuf suele acreditarse como el descubridor de Herculano, aunque nunca imaginó que sus preciados mármoles pertenecían a la ciudad perdida.
Luego del regreso de d’Elboeuf a su patria, su villa pasaría a ser el hogar de Carlos VII, que se maravilló con las obras clásicas sacadas de la tierra. Como recuerda Conte Corti, “en la quinta de Portici había cuatro estatuas algo deterioradas”, entre las que había “una estatua griega del dios Hermes, hecha de mármol traído de la isla de Paros, y la estatua de una mujer que al principio fue considerada Cleopatra, a la que le faltaban un pie y un brazo”. Además, en el mercado de Resina había expuestos “cuatro torsos, que no tardaron en ser trasladado a la finca real”.
Aquellos pedazos de historia habían sido la antesala del más magnífico de los descubrimientos de las cuadrillas de d’Elbouf: un conjunto de “tres hermosas estatuas de mujer, aprisionadas en una masa de lava petrificada”, como describe Conte Corti. “Se trataba de una mujer con sus dos hijas. Una estatua representaba a una persona de edad madura cubierta con un gran manto que le tapaba la cabeza y le llegaba a los pies. Aquella era la manera de vestir de las matronas. Junto a ella había otras dos que representaban a las jóvenes, también muy arropadas, pero con la cabeza descubierta, como correspondía a las doncellas de aquel entonces”.
Estas estatuas no estaban en Nápoles cuando llegó el rey español. Habían sido regaladas por d’Elboeuf a su jefe, el brillante militar Eugenio de Saboya, pero terminaron en manos del futuro suegro de Carlos VII, que las compró tras la muerte de su anterior dueño. Así, las llamadas Tres Herculanesas se exhibían de forma privada en su palacio de Dresde. En esta ciudad alemana pueden verse todavía, ya abiertas al público, pero a más de 1500 kilómetros de su lugar de origen.
En 1738, Carlos se casó con la princesa María Amalia de Sajonia, considerada una joven que “debía a su padre una esmerada educación artística”. Después del matrimonio, la reina consorte se mudó a la villa de Portici, donde se encontró con las otras estatuas descubiertas por d’Elboeuf. Al instante recordó a las Tres Herculanesas del palacio de su padre, y pidió a su marido que continuara con las excavaciones en el mismo lugar donde se habían hallado las primeras obras.
Las primeras excavaciones de Carlos VII: estatuas fundidas, murales arruinados y tesoros abandonados
Intrigado a su vez por la cuestión, Carlos VII se hizo asesorar por el ingeniero agrónomo español Roque Joaquín de Alcubierre. El 22 de octubre de 1738, con un equipo de 40 trabajadores forzados, retomaron el pozo iniciado por d’Elbouf, pero avanzaron despacio porque la red de túneles tenía encima el pueblo de Resina, y el avance en la tierra sacudía los cimientos de las casas.
La continuación de los trabajos desenterró algunas estatuas de bronce y mármol, así como columnas de estuco, y los trabajadores pronto se chocaron con unas escalinatas. Esto hacía suponer que estaban sobre un anfiteatro. Lo comprobaron el 17 de diciembre, cuando leyeron en un muro subterráneo una inscripción en latín donde constaba para la posteridad que Lucius Annius Mammianus Rufus había mandado a construir el “Theatrum Herculanensem”. Así, ya no quedaron dudas de que caminaban sobre las ruinas de la perdida Herculano.
A partir de entonces se profundizaron las excavaciones y se multiplicaron los errores. Siguiendo la costumbre de la época, Carlos VII buscó reconstruir las estatuas rotas de bronce dándoselas a un escultor llamado Joseph Canart. Pero la restauración estuvo plagada de desaciertos.
“Lo primero que hizo Canart fue limpiar las estatuas y quitar la hermosa pátina antigua de los bronces. Luego, dado el gran número de fragmentos que iban apareciendo y desalentado ante el gran trabajo que representaban, mandó fundir muchos de ellos”, narra el historiador austríaco. “Entre otras piezas, hizo fundir el torso del conductor de una cuadriga, y con ello hizo medallones con la efigie de los reyes, figuras religiosas y lámparas para la capilla real”. El rey no se lo tomó como un homenaje y lo despidió al poco tiempo, pero para entonces ya se habían perdido muchas reliquias del pasado.
Otro desastre ocurrió con varias de las pinturas murales al fresco que decoraban las casas de muchos herculanenses. Estas obras, muchas de las cuales se pueden ver todavía, mostraban detalles de la vida cotidiana de los romanos, de los lugares en que se pintaban o escenas de mitos.
En principio, el rey Carlos pidió sacar los murales a la superficie y llevarlos al palacio de Portici, donde había construido un museo privado donde guardarlos. Pero luego se dejó llevar por un mal consejo y el resultado fue devastador no solo para el monarca, sino también para la humanidad, como cuenta Conte Corti: “Un tal Morriconi aconsejó dar a las pinturas una especie de barniz para protegerlas contra el paso del tiempo. Aunque en algunos casos el barniz dio un brillo nuevo a las pinturas, en otras absorbió el color”. Como resultado, muchos frescos romanos se perdieron para siempre y Morriconi, al igual que el escultor Canart, fue despedido.
Respecto a los objetos hallados, Carlos VII se comportaba como frente a las tierras en que regía. Reconocía que no podía llevárselas consigo —Conte Corti cuenta que al momento de regresar a España, en 1759, dejó atrás un anillo de oro hallado en las ruinas por no sentirse con derecho a expatriarlo—, pero también los trataba como patrimonio de la realeza. Durante su reinado permitió a muy pocas personas ver los objetos, e incluso los trabajadores no tenían permitido hablar o dibujar las piezas que encontraban con sus propias manos.
Como el principal objetivo de estas primitivas excavaciones era agrandar la fortuna personal y el prestigio del rey Carlos, que pronto tuvo una colección de antigüedades sin igual en Europa, se pasaba por alto todo aquello que a priori no tuviera valor monetario. Las inscripciones en las paredes no eran anotadas, e incluso las mismas casas que eran excavadas se volvían a rellenar de tierra una vez que los objetos de valor habían sido retirados.
Esto cambió parcialmente en 1763, cuando bajo la cercana colina de Civita se hallaron inscripciones que señalaban las ruinas de Pompeya. Al saber que se trataba de una gran ciudad, se ordenó dejar de rellenar las casas luego de vaciadas. Sin embargo, las dos ciudades continuaron siendo una fuente de riqueza para la casa de los Borbón, quienes en los años siguientes a Carlos, repartieron los tesoros perdidos a su voluntad.
De las excavaciones orquestadas al cuidado del patrimonio de la humanidad
Ya en el reinado de su hijo, Fernando IV de Nápoles, las excavaciones se utilizaron como instrumento de seducción política. Miembros de la alta realeza europea eran llevados a las ruinas, donde se preparaba de antemano “descubrimientos” de monedas de oro, objetos de plata y otras reliquias que luego les eran obsequiadas para ganarse su favor.
En los años posteriores, las guerras producto de la revolución francesa y las aventuras napoleónicas hicieron que la tierra napolitana cambiara de manos sucesivamente entre franceses y españoles, que vieron las excavaciones de Pompeya y Herculano como fuentes de su propia gloria. Para asegurar los tesoros de las ciudades perdidas, hizo falta que los descendientes más directos de los mismos romanos cuidaran su valor.
En 1860, en los últimos tiempos del proceso que daría la reunificación a Italia, el rey Vittorio Emmanuele II nombró al arqueólogo Giuseppe Fiorelli como encargado de las excavaciones. Este pionero de la arqueología moderna enfocó el trabajo en la preservación de todos los rincones de las ciudades, y realizó un aporte que los antiguos monarcas extranjeros hubieran considerado sin valor: la técnica de rellenar con yeso los huecos en la ceniza petrificada con la forma de los muertos, que resultó en los moldes tridimensionales que hoy conectan a lo visitantes con los últimos momentos de los romanos muertos en el año 79 de nuestra era.
De esa forma, la memoria de Pompeya y Herculano quedó más completa, aunque día a día se siguen realizando nuevos hallazgos, y terminó de cumplirse la profecía de un poema inmortal hallado en una pared pompeyana:
¡Nada puede durar eternamente!
Incluso el Sol, que brilla como el oro,
Vuelve a los mares cada día.
Acaba ahora de apagarse la luna,
Cuya luz fulgía hace un momento,
Si un día tu hermosa
Grita con saña y cólera
Aguanta, a esta tormenta
Seguirá el blanco céfiro.
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