Los riesgos de prometer el paraíso desde la góndola de la farmacia
La disfunción sexual eréctil obedece -entre otras- a dos causas principales: psicológicas y vasculares. De incidencia variable, dibuja una curva en la que los motivos emocionales predominan entre los más jóvenes; y los vasculares, entre los hombres mayores.
Para todo este universo, llegó el Viagra (sildenafil) y produjo una revolución. Su reconocida eficacia no sólo aportó alivio terapéutico para millones de personas, al mejorar su vida sexual, sino que hasta trajo efectos sociales inesperados: es una de las causas (no revelada) por las que en los últimos años ha aumentado el número de hombres que se casan con mujeres mucho más jóvenes que ellos.
La búsqueda de supuestos afrodisíacos estuvo, desde la antigüedad, siempre presente; basta con recordar el ejemplo del pobre rinoceronte, que pagó con su probable extinción la creencia de que su cuerno aumenta el vigor viril. Pero la realidad es que ni brebajes ni hechizos funcionaron hasta la llegada del sildenafil. Notablemente, su éxito no es sólo clínico: triunfó arrolladoramente por la forma en que sus efectos acompañan las aspiraciones de nuestra cultura. Es farmacología al servicio de la ilusión de éxito.
Paralelamente, y también en forma creciente, ha ido aumentando su uso con fines llamados "recreativos", es decir, la utilización ocasional del fármaco por parte de personas sin dificultades sexuales, pero en busca de una performance superior a la habitual. En una cultura que impone al hombre el mandato de la erección como prueba de virilidad, y del buen desempeño como requisito de éxito, el Viagra promete (no siempre cumple) una fiesta para la autoestima masculina. Y aquí reside el peligro potencial: todo aquello que produce engrandecimiento narcisista es rápidamente adictivo. El mayor problema que generan estos medicamentos es la dependencia tras el uso reiterado, por lo que es importante estar advertido.
Vivimos en una sociedad en la que se naturalizó la sobreestimulación como puerta hacia el placer o la diversión. Sentir o poder "todo" aparece como una nueva quimera en el afán de derribar límites y negar los condicionamientos que nuestra dimensión personal nos impone. En sintonía con esto se multiplica la oferta de productos que, bajo el disfraz de ciertas etiquetas (natural, orgánico, medicina china) y sin eficacia científicamente probada, prometen el paraíso en la góndola de la farmacia.
No hay nada de malo en que alguien pretenda divertirse una noche. Lo malo está en olvidar que formamos parte de una cultura que consume y consume (alcohol, drogas, Viagra, tratamientos estéticos) para olvidar nuestra inevitable "incompletud". La cuestión, finalmente, no está en lo que se toma, sino en el para qué.
El autor es médico psiquiatra y psicoanalista