Los regresos de las marcas históricas: Balenciaga
El éxito medido en cifras a escala industrial de la nueva Chanel, recargada con potencia pop por Karl Lagerfeld en 1983, pareció en el papel una fórmula fácil de imitar. Había que disponer de una maison provista de un aura legendaria y de signos de estilo instantáneamente reconocibles a los que se aplicaría una política de reactualización permanente, generando tendencias propias sin jamás perder de vista las ajenas.
Cuando, en 1968, Cristóbal Balenciaga, distinguido como la figura mayor por sus colegas más grandes, cierra su casa, no casualmente en medio de las turbulencias del Mayo parisino, una era de la moda queda atrás. No se extingue con él la alta costura, pero sí desaparecen los valores que hasta entonces aquella representaba. Balenciaga vestía certezas, o aspiraciones, aristocráticas. La época que sucede a la suya alentará, en cambio, ilusiones, o espejismos, de juventud. En 1973, un año después de la muerte del modisto, Diana Vreeland, recién llegada a su puesto de creadora de muestras memorables en el Costume Institute de Nueva York, se urge a dedicarle la primera de ellas, The World of Balenciaga. Le otorgó así un estatus supremo. Balenciaga entró, glorioso, en la historia y su legado se alejó de la actualidad. Los 60 no eran, por cierto, el momento propicio para un retorno a su rigor, su adhesión total a la estilización extrema.
Intrigó que una década más tarde, en 1987, el Groupe Jacques Bogart, la compañía de cosméticos que había adquirido los perfumes Balenciaga, decidiera incursionar en la moda, pero esta vez con una colección de prêt-à-porter de luxe. Dos sucesivos diseñadores –el francés Michel Goma (87/92) y el neerlandés Josephus Thimister (92/97)– aportaron sus visiones sin suscitar el clamor esperado. Fue el tercer heredero, el francés Nicolas Ghesquière (1971), que formaba parte del equipo de colaboradores de la casa, quien daría en el blanco desde su primera colección, casi entera en jersey negro, a la vez minimalista y espectacular. Marcó el estilo del nuevo milenio, a lo largo de quince fructíferos años, como incansable lanzador de tendencias, con hallazgos formales –prendas, accesorios, materiales– adoptados y copiados hasta el cansancio y aún hoy perfectamente actuales. Definió un chic contemporáneo de gran eficacia gráfica, mezcla de panoplia deportiva, vestuario de fábulas futuristas, minimalismo seductor y glamour tecno, sin olvidar las obligatorias referencias al archivo del gran Cristóbal.
En 2001, ante su suceso creciente, el Gucci Group, ahora Kering, arrancó Balenciaga a los conglomerados competidores. En 2012, a pesar de la expansión descomunal de la que fue artífice, Ghesquière se retiró de la marca. Hoy reitera su proeza creativo-comercial en Louis Vuitton, el rival por excelencia. Lo sucedió Alexander Wang, producto de la movida joven de Nueva York, quien, aunque fieramente protegido por Anna Wintour, no se mostró a la altura de las elevadas circunstancias.
Tras apenas diez colecciones, llegó Demna Gvasalia (1981, Georgia, ex-Unión Soviética), fundador, en 2009, y cabeza de Vêtements, una línea de suceso fulgurante, que reversiona los estilos de la calle joven en clave vanguardista, siguiendo caminos trazados por Martin Margiela y Rei Kawakubo, en muchas ocasiones demasiado literalmente. Gvasalia favorece la técnica del assemblage, muy en boga en las escuelas, desarmando prendas del vestuario cotidiano para armar una nueva e inesperada. Así, en plan de reciclado, una parka de plumón se metamorfosea en una chaqueta de amplísimo escote y envolvente cuello de inspiración balenciaguesca. Pero el procedimiento resulta tedioso. Gvasalia prolonga experiencias ya vistas sin aportar nada realmente nuevo. Aunque la prensa aplauda y las redes se exciten, un cambio se impone, que restaure los esplendores de la casa Balenciaga.
El autor ha colaborado en Vogue Paris, Vogue Italia, L'Uomo Vogue, Vanity Fair y Andy Warhol's Interview Magazine, entre otras revistas.
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