Los puentes, altares y santuarios de Kyoto
Temprano por la mañana, el sol comienza lentamente a levantar un poco la fresca temperatura de la jornada. Si bien no hace frío, siento una especie de escalofrío y trato de salir de mi asombro.
Si alguien me hubiese dicho que durante mi descanso nocturno, como por arte de magia, utilicé en mis sueños la maquina del tiempo, al mejor estilo de la famosa novela del escritor británico H. G. Wells (publicada en 1895), lo podría haber creído con facilidad.
Siento que vestido como estoy desencajo con todo lo que me rodea, como si perteneciera a otra época. Tan difícil ciertamente es escaparle a nuestro tiempo y espacio que aquí parado, en una esquina del barrio de Gion, me siento transportado a una escena de alguna película del genial Akira Kurosawa, aquel que se consagró en el séptimo arte con joyas como Los sueños, Trono de sangre o El infierno de odio. Y me pregunto si en algún momento Toshiro Mifune aparecerá vestido de samurái…
El silencio que experimento es increíblemente mágico. Si bien el horario comercial ya comienza a mostrar su trajín, todo parece realizarse con calma, sosiego y sin grandes estridencias.
La vista y perspectiva que tengo es única: las bajas casas, de perfecta madera, con sus persianas todavía cerradas y sus techos de colores oscuros, se contrastan con alguna casa de té de colores mas vivos y techos más ornamentales. Decido caminar y seguir viviendo este "sueño".
Matsubara-dori, la escarpada calle que me sirve de parapeto, sigue despertándose, y trato de adivinar lo que dicen los minimalistas y elegantes carteles que seguramente promocionan la oferta de cada una de las casas. Todas y cada una de estas, siguiendo el más tradicional de los estilos, ofrecen algo que ha pasado de generación a generación por siglos.
Esto es lo que se obtiene cuando uno visita Kyoto, la antigua y célebre capital de Japón en el oeste (lo fue entre los años 794 y 1868, cuando el emperado Meiji Tenno decidió trasladar la corte imperial a Tokio).
Y ni hablar si me acompañan ahora en mi caminata y nos encontramos como por arte de magia. Aquí, en este lugar único, las lineas del tiempo y el espacio referidos anteriormente se borran fácilmente.
En un pequeño puente sobre el río Shirakawa, nos apoyamos sobre la baranda y observamos cómo los majestuosos cerezos comienzan a florecer, regalándonos una inmaculada imagen de perfección, con el pequeño curso de agua trayéndonos el rumor del agua y ancianos faroles de estridente color rojo haciendo las veces de centinelas.
Desde allí no hay más que seguir caminando rumbo al sur por Yamato-dori, atravesando parte de la ciudad rumbo a mi destino final del día. Pero antes pararemos cuando lleguemos a un tercio de nuestro camino en Kashundo para probar los riquísimos wagashi, unos dulces japoneses, y sorprendernos por la delicadeza de su confección.
Ya liberadas las endorfinas necesarias, seguiremos a pie. Son unos buenos kilómetros, hasta alcanzar nuestro destino: Fushimi Inari-taisha.
Este icónico e importante santuario sintoísta tiene una riquísima historia de cientos y cientos de años, y está ubicado en la base de una montaña llamada inari, nombre de la diosa del arroz y patrona de los negocios.
Sus altares y pequeños santuarios son de ensueño y me han acompañado hasta aquí para conocer una de las características más importantes de este lugar: las famosas torii, las puertas… Miles y miles de estas puertas, donadas por individuos, por familias y por compañías a lo largo de muchas vidas, pintadas de rojo y negro, serán nuestra entrada al rico mundo espiritual japonés.