Los platos de la pandemia: de las harinas y fermentados a los sabores caseros y el delivery gourmet
Cuando el mundo que conocíamos parecía terminar, el miedo nos metió en casa. Una amenaza real, pero con tono distópico. "Parece una película", era la frase más común. ¿Y qué nos dieron ganas de comer? ¿Una ensalada? ¿Platos sofisticados? No, nos volcamos de cabeza a la cocina más simple: pan amasado por nosotros. Masas madre para experimentar (y el mercado se quedó sin levaduras). Hidratos de carbono con ganas y sin culpas, porque reconforta. Amasar, hornear y olor a pan casero. Buscábamos algo de humanidad.
Pasaron los días e hicimos guisos, pastel de papas, pastas, estofados… comida simple y sabrosa. Las cocciones largas juntan a las personas, las unen. El aroma llama a la cocina, se mezclan la curiosidad y algo de ansiedad. Es cocina tanto del viaje como del destino. Ser parte de un proceso de amasado con horas de cocción, espumado, reposo, levados hace que todo parezca más rico.
Aprendimos a improvisar un poco. Aparecieron las ollas de hierro pesadas, el humo, nos animamos a usar las fuentes de horno que estaban empolvadas. La comida campesina es generosa hasta en la escasez. Y claro: compartimos en la cocina y en las redes lo que hacíamos. Empezamos a utilizar más manteca, mucha salsa de tomates, papas y cocciones largas, pasamos horas en la cocina como en el recuerdo de algunas madres y abuelas.
Y de repente, llegaron las Pascuas, trayendo algo de angustia después de algunas semanas. Nada mejor para la angustia que el azúcar: chocolates, roscas, alfajores… finalmente abrieron las heladerías. Y ahí fuimos todos, directo al shock hiperglucémico, porque nos lo merecíamos.
De a poco empezó a volver la cocina profesional, esta vez en otros formatos –delivery–, y en otra vajilla –envases para delivery–, y entonces nos tentamos con algo más sofisticado, con algún plato mas elegante, o exótico, de sabores lejanos a los de nuestra cocina. Hechos por otro.
Y luego sí, seguimos cocinando, con un poco más de práctica quizás, ya sintiendo la rutina. Si hay algo que rescato de todo esto es que en muchas familias y en muchas casas se horneó pan por primera vez, se cocinó algo durante dos horas por primera vez, se quemó una salsa o se llenó de aroma a ajo doradito por primera vez. Todo eso pasó en comidas donde pusimos tiempo, esfuerzo, risas, lágrimas de cebollas picadas, bollados... alimentos con los que uno construye recuerdos. Esos que son sensoriales, que no se borran.
Una generación que se crió a platos casi listos, de pronto pudo vivir y sentir todo esto. Una generación de niños que no lo habían hecho nunca vieron cocinar a varios miembros de la familia juntos, hablar de comida con pasión. Y eso deja huella, una buena.
El paso siguiente fue empezar a sentirnos un poco mas cómodos al salir a comprar, que es para lo único que la gran mayoría sale a la calle: por provisiones. Aquellos que nunca miraban precios, un día lo hicieron. Así notamos que de golpe subieron los huevos, por ejemplo, casi el doble. Nos indignamos, hablamos de especulación. También se puso difícil conseguir paltas y los millennials colapsaron.
El tema es que entender por qué pasa esto también forma parte de conectar más con lo que comemos. Se trata ni más ni menos que de los ciclos. El desplume de las gallinas, cuando se van preparando para el frío, hace que dejen de poner tantos huevos por unas semanas. Y la temporada de paltas chilenas da paso a las peruanas, colombianas y brasileñas, esperando a las nuestras, que vienen de Tucumán y Jujuy.
Lo cierto es que esta cuarentena nos enseñó muchas cosas, nos puso más atentos, y algo que ni habríamos notado un año antes es trending topic en Twitter y tema de conversación en la mesa. Masa madre, locro, rosca de Pascuas, huevos, palta…
Cuando vemos en nuestro alimento algo más que combustible y placer inmediato, cuando entendemos que es una oportunidad para nutrirnos, sentirnos menos solos y conectar desde otro lugar con los seres queridos, se abre la oportunidad de mirar la comida, nuestros hábitos y el medio ambiente de otra manera. Ahora a lo mejor aprendimos a que no da lo mismo un tomate con gusto a nada, que uno dulce y jugoso. Quizás, finalmente, nos va a importar cómo se produce nuestra comida.
No sabemos qué es lo que viene, pero al menos parece que algo bueno surgió de esta situación impensada meses atrás: aprendimos a conectar nuevamente con lo que comemos y prestarle un poco más de atención.
Es posible que no sea algo inmediato, quizás tardemos, pero la lección la estamos teniendo todos, todos los día y al mismo tiempo. Algunos prestarán más atención que otros.