Los ídolos vienen de madres
¿Cómo fueron las mamás de los más grandes? El caminante quieto se detiene en las de Sarmiento, Sandro, Mercedes Sosa y Maradona
Resulta que los ídolos vienen de madres. Desde siempre me anda merodeando la pregunta: ¿cómo serán esas madres, las de nuestros ídolos? Ellas, ¿cómo hicieron para modelar esas arcillas con el tiempo tan veneradas?
Madre de Sarmiento
En este rato de palabras, mi Caminante Quieto va a detenerse en algunos ídolos que nuestra patria idolatra. Empiezo por Domingo Faustino Sarmiento, alguien que no es exactamente ídolo, pero, venerado o aborrecido, tiene una dimensión mucho más que extraordinaria. El exuberante Sarmiento, tan colosal en sus sueños y realizaciones, tan amante amador de la civilización y por momentos tan bárbaro, tuvo una madre, y él se encargó de enarbolarla con singular vehemencia y ternura.
El civilizado y bárbaro Sarmiento, además de "inventar la escuela" (fue maestro y constructor de una escuela antes de sus veinte años); además de ser político, militar, filólogo, arquitecto, crítico de bellas artes, hacedor de museos; además de practicar prodigiosamente lo que hoy con cierta alevosía ingenua se llama "nuevo periodismo"; además de pionero y fundador a raja cincha y de presidente de la Nación y de importar maestras y de traer gorriones desde tierras distantes; además de ser un escritor ante cuya prosa se inclinó don Borges; además de todo eso corporizó la primera "agencia de publicidad" que tuvo esta entretenida patria del sur.
Una inevitable digresión: hoy, los políticos, aquí, en Estados Unidos, en Europa y por donde se mire, trabajan más en fabricarse una imagen que en formarse para ese servicio que es el gobernar. Sarmiento, apremiado por el exilio, trabajó arduamente sobre su imagen porque, dijo, necesitaba "salvar de un naufragio su reputación". Para eso escribió Recuerdos de Provincia, libro en el que da cuenta de sus ideas, de sus antepasados, de su padre y sus hermanitas, y de su mismísima madre. Pero hay que decirlo: la diferencia entre Sarmiento y la mayoría de los políticos de nuestro tiempo es abismal. El no le encargó a nadie que le diseñara un carisma. Fue él mismo, su agencia de publicidad; lo hizo todo a pulso. Así construyó su propia imagen. No precisó apellido ni fortuna ni titiritero que le manejara los hilos, que le inventara los discursos, ni precisó ventrílocuo que le soplara en la oreja lo que debía decir con obediencia debida de loro.
Salgo de la digresión: cuando escribió Recuerdos de Provincia, al describir a su parentela, se detuvo muy especialmente en doña Paula Albarracín: "La madre es para el hombre la personificación de la providencia, es la tierra viviente a que adhiere el corazón, como las raíces al suelo. San Agustín elogió tanto a la suya, que la iglesia la puso a su lado en los altares. (…) Para los efectos del corazón no hay madre igual a aquella que nos ha cabido en suerte. La mía, empero, Dios lo sabe, es digna de los honores de la apoteosis." El elogio de Sarmiento a su madre incluye sus juanetes: "Mi madre en su avanzada edad conserva apenas rastros de una beldad severa y modesta. Su estatura elevada, sus formas acentuadas y huesos, apareciendo muy marcados en su fisonomía los juanetes, señal de decisión y energía…"
Sigue ensalsándola: "En una clase de gramática que yo hacía a mis hermanas, ella de sólo escuchar, mientras por la noche escarmenaba su vellón de lana, resolvía todas las dificultades que a sus hijas dejaban paradas, dando las definiciones de nombres y verbos, los tiempos, y más tarde los accidentes de oración, con una sagacidad y exactitud raras. (…) Su alma, su conciencia, estaban educadas con una elevación que la más alta ciencia no podría por sí sola producir jamás".
Momento de observar cómo Sarmiento, para resaltar la excepcionalidad de su madre, la contrastaba con un padre no demasiado ejemplar: "Era mi padre arriero en la tropa, lindo de cara, y con una irresistible pasión por los placeres de la juventud, carecía de aquella constancia maquinal que funda las fortunas, y tenía (…) un odio invencible por el trabajo material. (…) El sostén de mi familia recayó desde los principios del matrimonio sobre los hombros de mi madre".
Posdata. La describió sencilla, sabia y monumental: "A los setenta y seis años de edad, mi madre ha atravesado la cordillera de los Andes." ¿Para qué semejante esfuerzo? "¡Para despedirse de su hijo, antes de descender a la tumba!" Qué mujer.
Madre de Sandro
Sandro, el cantante popular argentino con más convocatoria en las últimas décadas, que en el apogeo de su decadencia física, asediado por un enfisema pulmonar, llenó cuarenta Gran Rex de la calle Corrientes; Sandro, aquel que en medio de una celebración intensificada por una bebida más grave que el whisky, dijo: "Yo puedo perder la vida, hermano, pero a la vida no me la pierdo"; Sandro, aquel Sandro, se llamaba Roberto Sánchez. Y además, Ocampo.
Cierto domingo a la tarde le propuse hablar sólo de su madre. Respondió, pero con las pausas de una tos nerviosa, carraspeando, con la emoción haciéndole zancadillas a su voz. Escuchémoslo:
"El reuma se le convirtió en artrosis al año de yo nacer. Ya no pudo tener otro hijo. A los 21 años, la muchacha vital y rubicunda que se había casado con mi padre, era una inválida, pesaba 40 kilos. Por ella fui criado. Cuando yo tenía 23 y cierta fama y ella tenía ya sus 42, la hice operar. Para eso traje a un gran médico de Canadá. Le dejó una pierna fija, a la otra le devolvió el movimiento con un bastón.
Yo, muy salvaje, callejero, crecí muy cerca de ella. No faltó el atolondrado que me acusara de complejo de Edipo. Esta inválida me enseñó todo: a vestirme, a lavarme la ropa, a hacerme la cama. Ella no me contaba lo de Caperucita Roja, me leía Las mil y una noches. A mis tres años íbamos los miércoles a ver tres películas de amor. Yo entonces le decía: Voy a ser artista de cine en colores, mamá. Eso soy.
Mi madre me dio cosas definitivas: muy pibe me hizo socio de la Biblioteca Popular Sarmiento, de Valentín Alsina. Me inició en el supremo placer de la lectura. Yo, mientras tanto, era una ametralladora de cometer travesuras. Me decían terapia intensiva, porque ni mi familia me podía ver. Ella, mi madre, no se andaba con vueltas: me tiraba con lo que tuviera.
La vida entera de mi mamá fueron 64 años de constante sufrimiento. Cuando ya se puso muy mal, la bajamos del primer piso y le instalamos su dormitorio en el comedor, más cerca de nosotros… Mi vieja no aceptaba damas de compañía, ni enfermeras nocturnas. Y se murió como se moría la gente antes: en su cama.
La vida, se dice, tanto te da y tanto te quita. Cuánto, pero cuánto me ha dado la vida. Pero, y lo digo sin queja, cuánto, cuánto me ha quitado. Mi madre, totalmente impedida en lo físico, tenía un carácter de la madona, un temple ejemplar. Ejemplar dije: porque el aprendizaje de ese temple me permitió poco menos que resucitar en 1993, cuando yo apenas podía ponerme de pie y respirar. Resucité como la cigarra. Y eso pudo ser por lo que me enseñó Irma Nidia Ocampo, la mujer que había elegido ese otro ser maravilloso que fue mi padre, un hombre que hasta me cambiaba él mismo las suelas de los zapatos.
Cuando murió mi mamá, su cuerpecito había pasado por dieciséis operaciones, desde vesícula hasta cataratas. Estuvo lúcida hasta su última noche. Se murió con la bolsita de agua caliente entre las manos.
Mi madre tuvo tiempo de ver mis éxitos, mi fama y toda esa milonga que fue construyendo un muñeco que se llama Sandro. Pero para ella nunca fui Sandro. Ella, a Sandro, para decirlo en criollo básico, no le daba bola. Yo era el hijo. Y chau. Y ni hablar de su humor: para uno de sus últimos cumpleaños le preguntaron qué regalo le había gustado más, y dijo: Las zapatillas de baile que me trajo Roberto. Ella era capaz de bailar con sus ojos, sentada..."
Posdata. Más de una vez Roberto Sánchez Ocampo soñó que le ponía las zapatillas de baile a su madre, y ella, en la prodigiosa impunidad del sueño, se puso de pie y dio un paso y otro más y bailó, abrazada a él, que en ese momento no era el ídolo, era él.
Madre de La Negra mayor
Cuando ella cantaba –en realidad sigue cantando– extenuábamos los elogios y decíamos: "¡Qué la parió, La Negra!" Eso: ¿quién la parió? La madre que parió a semejante voz se llamaba Ema del Carmen Sosa. Cuando ella tenía 87 años, conversamos para darle un capítulo en mi biografía de Mercedes Sosa. Era septiembre, en el aire flameaban los olores emocionantes de un locro creciente. Escuchémosla a doña Ema:
"Mercedes se llama Haydeé Mercedes. Así fue anotada. Pero yo quería ponerle Marta. Me encapriché y en la confirmación así le puse: Marta. Y en casa así la sigo llamando… Mi Marta nació bien sanita, fue a las tres menos cuarto de la mañana de un 9 de julio, vino gorda, tan linda… Ella y sus hermanos crecieron en el respeto. No se veía ni en mis hijos ni en mi casa la pobreza. Yo no la dejaba ver".
–A La Negra me la imagino rebelde de niña.
–Noooo, por favor. Nada eso. Y más le digo: la Marta cuando empezó a cantar nunca anduvo sola. Siempre con el padre. Y yo no quería que ella cante. Eso no me gustaba si había que hacerlo afuera de la casa… Mire, si algo admiro en la vida es cuando el día domingo se reúne la mujer con el marido y los hijos. Y siendo una artista yo la pierdo a mi hija.
–Un poquito egoísta usted...
–Algo sí, le acepto. Pero cuando ganó un concurso en la radio yo pensé: me la van a llevar pa’l cabaret. No quería, no quería que la Marta saliera a cantar.
–Pero su Marta, Mercedes Sosa, triunfó y es adorada.
–Lo que usted quiera. Pero sufre. Es mucho el sufrimiento que ha tenido mi hija, y por ende nosotros.
–¿Usted cambiaría todo lo que es Mercedes Sosa mundialmente por una vida de ella en una casa?
–Para mí el dinero tiene valor. Pero lo moral tiene más. ¿Qué son los aplausos? Duran lo que duran... Yo quiero a mi hija porque es mi hija. Sé que muchos la quieren, pero yo la quiero más que todos. Los aplausos quedan para el público, pero yo como madre sólo quiero que la Marta no sufra. Sufre cuando se va, sufre cuando está lejos, sufre mucho.
–Doña Ema, ¿qué pasa con usted cuando en un teatro escucha a Mercedes?
–Lloro. Y cuando estoy en casa y escucho los discos enseguida estoy llorando. Pero tengo un remedio para mi sufrimiento y el de ella: le hago de comer.
–Mercedes me contó que cuando volvió a comer sus empanadas se dio cuenta de que tenía ganas de vivir.
–¿Vio lo que le dije? La Marta estuvo muy mal. A mí no me dejaron verla, hasta que un día la vi por televisión en lo de Mirtha Legrand..., ayyy, qué terrible, tuvieron que llamar un médico para mí. Fíjese si se me muere la Marta.
–Difícil ser madre.
–Difícil. Yo creo que ser madre y ser padre tiene que ser lo más difícil que hay.
–¿Suele soñar con su amado marido?
–Eso ni se pregunta. Siempre. Hace dos noches soñé: él le había comprado una camisa blanca, de seda, a la Marta, y presumía con eso... Pero ahora dejémonos de sueños, vamos a comer el locro y las empanadas con la Marta… Sabe, ella está comiendo poco últimamente. Eso me preocupa.
–Doña Ema, antes de comer dígame: ¿seguro que aún hoy sigue sin querer que su Marta, Mercedes Sosa, cante?
–Si ella no anduviera por ahí cantando, no sufriría lo que sufre. ¿Qué importa que cante tan lindo y la gente la aplauda por eso? ¿Qué madre puede querer que su hijo sufra? La Marta sufre".
Posdata.
La madre de la idolatrada está más allá del aplauso, porque está más acá. Sabe, siente que al aplauso tarde o temprano se lo lleva el viento.
Se lo llevó.
Pero esa madre estaba antes que el viento que se lleva los aplausos. Y estará después.
Madre de Maradona
¿Cómo hizo Tota para parir un hijo que le saliera, justamente, Maradona?
Resolví el interrogante imaginando un cuento; es el que abre mi libro Perfume de gol. Comparto algunos pasajes:
A principios de 1960, Dalma Salvadora Franco, la Tota, tras cuatro nenas le prometió a su esposo, Chitoro, que el quinto hijo iba a ser varón.
–Será varón. Y jugará a la pelota como Dios manda.
–Dios, Tota, no entiende un comino de fútbol.
–Bueno, si no entiende, que mire para abajo y aprenda de una vez.
La madre que parió a Maradona pudo concebir a semejante ser porque antes cumplió los consejos de Pierina, la partera.
Llovía sin consideración sobre la casilla en la Villa Fiorito cuando llegó la Pierina, empapada, ese 5 de enero. La Tota fue al grano:
–Quiero que sea varón, Pierina. Varón y futbolista y buena persona.
–Así que lo quieren hombrecito…
–Muy hombrecito.
–Entonces, Tota, deberán comer cosas que vengan de los árboles, de la madera.
–¿Para qué eso?
–Para que el venidero les nazca con palito.
Parir un Diego Armando Maradona Franco, hacia 1986 el humano más famoso del planeta, no le iba a resultar nada fácil. La Pierina le advirtió: "Te aviso, Tota, que conseguir el mejor de los pibes así en la tierra como en el cielo como en el infierno, te va a costar una güeva y la otra también. Aquí te anoté lo que tenés que hacer mes por mes. Si te olvidás o no podés hacer algo, despedite del pibe 10".
La Tota juró cumplir cada indicación. Superar el primer mes ya era bravo:
–Tota, todos los días, en ayunas, tres dientes de ajo.
–¡Ajos!
–Ajos crudos. Caiga quien caiga.
–¿Y para qué el ajo?
–Para que tu hijo venga sin pelos en la lengua.
Y la Pierina le siguió dictando los requisitos de cada mes. Al llegar al noveno le dijo:
–Lo que sí te va a costar, ahí te quiero ver, será enhebrar una aguja.
–¡Lo hago todos los días!
–Pero deberás enhebrarla con los ojos vendados. Y no vale aguja de colchonero, eh.
Pronto Tota quedó preñada. Empezó a ponerse gruesa con entusiasmo. Mes a mes fue superando las recomendaciones. Hasta que al final le llegó el crucial día de enhebrar la aguja con los ojos vendados. Se encerró en su dormitorio. Ciega y temblando no podía, lo intentó decenas de veces. Y nada. Desesperada pateó un ovillo de lana y el ovillo se metió justo por el ángulo de la banderola entreabierta. Alguien que pasaba por la vereda vio salir el ovillo y bramó "¡gol carajo!"
La Tota escuchó la palabra gol y la consideró un talismán. Intentó con el hilo por milésima vez y esta vez sintió que había penetrado el enormemente pequeño ojo de la aguja. Dichosa, lloró en silencio. Y aquí entró Chitoro y se hincó y le besó el vientre.
Días después, la Tota, sumamente embarazada, le estaba dando una mano a su marido. Él, sobre una silla, empinándose intentaba cambiar una bombita de luz. Se le cayó la lamparita, pero ella la empalmó suave con el empeine izquierdo y la lamparita fue devuelta a la mano asombrada de él. Eso fue un plus, una yapa a todas las exigencias mensuales.
El 30 de octubre del 1960 después de Cristo la Tota rompió bolsa a las cinco de la madrugada. Camino del Policlínico, le preguntó a la Pierina:
–Estoy segurísima que Dieguito va a ser un pibe 10. Pero dígame Pierina, ¿mi hijo va a ser feliz?
–Tu hijo estará condenado a dar felicidad a los demás.
–Pero él, ¿él va a ser feliz?
–Mirá, el Policlínico. Por fin llegamos.
–Pero él, ¿él va…?
–Dame la mano y bajá con cuidado. Vamos Tota, apurate.
El autor Es poeta, dramaturgo, cuentista, periodista, autor de una veintena de libros, entre otros: El último padre; De fútbol somos; Don Borges, saque su cuchillo porque...; La Misa humana; Vincent, te espero desnuda al final del libro. Para el cine escribió y dirigió el mediometraje Nicolino Intocable Locche. Sus libros más recientes: Perfume de gol, la biografía Mercedes Sosa, La Negra y Escritores descalzos.
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