Los hijos de Zappa y una pelea feroz por su legado
¿Y la Argentina es un país tranquilo”?, preguntó Frank Zappa. Como acto reflejo uno tiende a decir que no, sin que importe la época. Estábamos en Fráncfort, era 1992 y Zappa quería saber algo más de un país del que tenía poco registro. “Sabía que venía a verme gente de Islandia, pero nunca me imaginé que de Argentina”, soltó. Vaya a saber qué proceso mental derivó en tan extraña asociación.
El recuerdo de un encuentro memorable para aquel zappaadicto que era quien esto escribe en ese entonces viene a cuento por novedades varias que tienen que ver con este músico inclasificable, cáustico con el estilo de vida de los norteamericanos y sus gobiernos y multifacético innovador. La primera noticia para celebrar es la edición en distintos formatos del documental Eat that Question, Frank Zappa in his own words, presentado en los últimos meses en diversos festivales y que –como sugiere el título– expone a Zappa hablando de su arte y de sus trifulcas contra los establishment de todos los órdenes en una sucesión de entrevistas, muchas de ellas inéditas. La otra novedad es acaso más controvertida: recrudeció una pelea que hace años divide a sus hijos luego de que uno de ellos, Ahmet, anunció que se programarán shows en distintas ciudades con un holograma de Zappa en el escenario tocando junto a músicos que integraron sus bandas. La sola revelación de este proyecto disparó una andanada de críticas por parte de los fans y la oposición de su hijo mayor, Dweezil, a quien los adoradores del músico reconocen como el más fiel custodio de la herencia creativa de su padre. No la tiene fácil Dweezil: carga con la insólita mochila de que una parte de la familia le impide ¡usar su propio apellido!, tal como hizo en varias giras de los últimos años con un show bautizado Zappa plays Zappa, cuyo nombre debió cambiar.
Vuelvo a 1992 –sabrán perdonar el relato en primera persona–, a aquel encuentro producto casi del azar. Sin saber que la presentación del disco The Yellow Shark llevaría a Zappa a recorrer distintas ciudades europeas, me preparaba para embarcar hacia Francfort como enviado de LA NACION, donde entonces trabajaba, a cubrir un congreso de economía. Antes de la partida, Marcelo Gasió, acaso la mayor autoridad sobre Zappa en la Argentina (editó localmente un compilado con el irónico título Zappa on the Radio, tradujo letras y regenteó una disquería especializada en Zappa, entre otras iniciativas), me notificó que en aquella ciudad alemana habría tres conciertos en los que Zappa dirigiría a la orquesta de cámara Ensemble Modern para desplegar la música de The Yellow Shark. Averigüé rápidamente que Zappa se alojaba en el hotel Frankfurter Höf y hacia allá corrí, imaginando que habría seguidores en la puerta con la expectativa de verlo pasar. No había nadie. Nada más entrar y verlo sentado solo en un sillón del lobby hizo emerger el grito: ¡Frank Zappa! Se levantó, saludó amablemente y, anoticiado de que había llegado de la Argentina entusiasmado por verlo, me invitó a sentar. Las huellas de la enfermedad que lo terminó derribando un año después se le notaban en el cuerpo, pero nada le impedía seguir generando proyectos. “Ya no quiero ser una estrella de rock ni que me consideren como tal”, confesó en esas horas. Tenía entre manos una suerte de ópera que planificaba estrenar en Indianápolis, me dijo, y sorpresivamente me invitó a presenciar un ensayo de la función prevista para el día siguiente. Subimos a un auto junto a un asistente y recorrimos el camino hasta el Teatro Alte Oper. Me preguntó entonces a qué me dedicaba. Temeroso, le respondí que era periodista, pero le aclaré que escribía de economía, no de espectáculos o de música. El mensaje era: no escribiré sobre lo que vea ahora.
El auditorio de esa imponente sala de Fráncfort estaba casi vacío. Fueron dos horas de Zappa haciendo gala de su conocido rigor con los músicos y encarando con paciencia la repetición de miniaturas de la obra una y otra vez. Piezas concebidas originalmente para el Synclavier –un sintetizador que Zappa utilizó mucho en esa época– demandaban un esfuerzo especial a los entrenados instrumentistas de la orquesta. “Son humanamente imposibles de tocar”, se atajaban. Pero finalmente la magia aparecía. El cruce entre el Ensamble Modern, un grupo de música contemporánea que podría emparentarse –aunque a gran escala– con el Kronos Quartet, y la creatividad multidimensional de Zappa no contaba con demasiados antecedentes similares. Es cierto que Zappa había grabado un disco con la London Symphony Orchestra en 1983, pero esta nueva iniciativa era bastante más compleja. Los ingenieros de Zappa habían diseñado un sistema de sonido de seis canales que desplegaban en aquellas funciones donde se llevaba la obra. Cada músico tenía un monitor individual en escena. Nada fue producto de la improvisación. Músicos y técnicos de más de 12 países trabajaron conjuntamente durante casi dos años para dar forma a ese proyecto. Se alternaban allí en 90 minutos 19 piezas que incluían quintetos de cuerdas, dúos de piano, quintetos de viento y hasta breves y furiosos episodios de danza a cargo del grupo La La La Human Steps. Como recordaba el manager del Ensable Modern, Andreas Mölich, solo Zappa podía integrar en un mismo proyecto cuatro o cinco estilos diferentes: nuevas versiones de sus propios temas, algunas piezas de música contemporánea, bromas y entretenimiento diverso, un poco de electrónica y elementos de jazz. Zappa era el único que podía garantizar que el intento no resultara disparatado o espantara a la mitad del público.
Los conciertos a sala llena fueron memorables. Pero Zappa se resintió físicamente y debió suspender la etapa siguiente de la gira, que lo esperaba en Viena. Lo encontré nuevamente antes de que abandonara Fráncfort, dando por terminada la aventura. Él mismo me confesó que no se sentía en condiciones para continuar. Lo acompañaba Gail, su mujer. Zappa moriría al año siguiente, en diciembre de 1993, a los 52 años, por un cáncer de próstata. Gail lo sobrevivió hasta 2015, cuando murió a los 70 años. Su desaparición profundizó las diferencias entre los cuatro hijos de ambos, vinculadas con el manejo del extraordinario legado musical que Frank dejó grabado.
The Yellow Shark se editó en 1993 y fue el último disco que Zappa vio publicado antes de morir. Incluye arreglos de algunos de sus temas icónicos, como “Uncle Meat” o “BeBop Tango” y la sarcástica “Welcome to the United States”, inspirada en el formulario de declaración de Aduanas que se exige al ingresar al país. “No podía creer que se hicieran esas preguntas y esperaran que alguien diera respuestas honestas. Parece una pieza clásica de estupidez gubernamental: primero que exista, y luego que la gente esté obligada a rellenarla. Además, en algún lugar hay una maquinaria del gobierno que tiene que ocuparse de esos formularios”, se rebelaba Zappa. Acaso por esa incorrección política su música fue marginada de los grandes medios de su país, cuando no directamente condenada. “Es una figura mefistofélica, que usa el potencial de la música para crear caos y destrucción”, pontificó sobre él la revista Time en 1969.
EN SUS PROPIAS PALABRAS
Buena parte de esa pulseada con las instituciones norteamericanas es recogida por el documental Eat That Question, Zappa in his own words, dirigido por Thorsten Schütte, disponible en las principales plataformas digitales (incluido You Tube) y le vuelve a dar voz a Zappa a 24 años de su muerte. El film rescata entrevistas de distinto tenor y diferentes períodos para dejar que sea Zappa quien explique sus posturas. No intenta analizar su música o su forma de vida, sino mostrar de modo despojado y simple las entrelíneas de un creador complejo. La facilidad para interactuar con cada entrevistador desmiente su famosa sentencia ya lanzada en los primeros minutos: “Una entrevista es una de las cosas más anormales que podemos hacerle a otra persona. Está a dos pasos de la Inquisición”.
También acredita el hallazgo de mostrar parte de sus conciertos o performances con letras subtituladas –desfilan temas como Bobby Brown, Dinah Moe Humm o Cosmik Debris–, y retratar el ambiente de jolgorio surreal que sobrevolaba en muchos pasajes, como cuando Zappa pedía a sus músicos cantar la parte de sus respectivos instrumentos luego de haberla ejecutado como se debe. “Mucha gente piensa que estás drogado para hacer esto”, lo provocan en una entrevista. “Es que mucha gente no tiene el hábito de la excelencia”, responde.
El film se interna luego en la batalla que Zappa disputó con un grupo de legisladores que buscaban obligar a las discográficas a fijar una leyenda en las tapas de los discos con advertencias sobre el contenido de las letras. “Esta gente pretende imponerles a sus víctimas un conjunto de valores religiosos implícitos y el fundamentalismo no es una religión estatal”, se queja Frank en el libro de memorias La verdadera historia de Frank Zappa, escrito por él y Peter Occhiogrosso. Zappa sumaba así nuevos destinatarios de su azotes corrosivos. Ya la había emprendido contra el estilo de vida norteamericano, los republicanos, los hippies, el comunismo, los Beatles y el consumismo plástico de la sociedad. Por algo lo veneraban más en Praga que en Hollywood.
Y si otra virtud tuvo esa película fue la de reunir a los cuatro hijos de Zappa para su estreno neoyorquino. Fue la última puesta en escena de armonía familiar. Las diferencias entre Moon y Dweezil –los mayores– y Ahmet y Diva –los menores– se profundizaron tras la muerte de Gail, la madre, debido en parte a una desigual distribución de la herencia. Hoy se hunden en un patetismo que sin duda inspiraría un tema burlón de su padre, al estilo del título de uno de sus álbumes más sarcásticos: We're Only In It For The Money.
El anuncio de próximos shows con Zappa-holograma y músicos que pasaron por sus bandas, como Steve Vai o Ike Willis, cosechó más rechazos que entusiasmo entre sus seguidores y renovó la insólita crisis familiar. Pero hay más: se puso a la venta una caja que incluye los seis Halloween shows que Zappa ofreció en 1977 en el neoyorquino Palladium y hasta un disfraz con máscara del famoso bigote. Todo muy oportuno, a 40 años de esa fiesta musical de Halloween.
Frank, crítico acérrimo de la sociedad de consumo y de la invasión mediática en los hogares norteamericanos, hubiera desaprobado buena parte de esta parafernalia de ediciones, merchandising y recreaciones virtuales de su figura. “No es imporante que me recuerden”, reflexiona con desdén al final de Eat That Question, preguntado sobre cómo quisiera ser recordado. Pero hoy no solo se lo recuerda. También sigue molestando.