La historia de los fundadores de Pelopincho va mucho más allá de inventar la pileta más importante de la Argentina; para los hermanos Benvenutti este solo fue el inicio de su obsesión por crear
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Antes de 1965, el calor de verano aplastaba sin tregua a cualquier persona que tocara la vereda. La gente que no podían fugarse a alguna playa se sometía a vivir en un sauna cotidiano y a hacer, con lo que tenían cerca, lo imposible para sobrellevar el día. “Hacíamos piletas con lona de camión o nos tirabamos agua con la manguera; improvisabamos todo el tiempo”, recuerda Liliana Arias (61), sobrina de los hermanos Roberto y Adolfo Benvenutti, inventores de la Pelopincho. “Lo que hicieron mis tíos es convertir una improvisación en un producto de diseño, con materiales durables y diseños”.
Tiene sentido que la Pelopincho haya surgido de dos tapiceros de autos que vieron en el calor húmedo y descontrolado un negocio seguro. Aunque nadie, ni siquiera ellos, concibieron en sus inicios el impacto que generaría. Así inició “la revolución de los acalorados”, como le llama Liliana. Después de eso, nunca un enero volvió a ser igual.
Los tapiceros Benvenutti
Adolfo y Roberto son parte de una familia de inmigrantes toscanos que se habían instalado en Santa Fe capital a fines del siglo XIX. Crecieron con poco, junto a tres hermanos más, y desde muy jóvenes tuvieron que buscar trabajo. A los 14 años, Bucando trabajo, Adolfo consiguió que lo tomaran en una tapicería en Moisés Ville, un pueblo a 177 km de Santa Fe capital. “Aprendió a hacer sillones, alfombrados, tapizar autos e incluso capitoné”, lista Leonardo Benvenutti (40), hijo de Roberto. “La mayoría de las personas en esa época querían trabajar en fábricas y ellos tenían su mente enfocada en crear una”, agrega.
Estaban empecinados con poner un local para tapizar autos. “Adolfo trabajaba en un pueblo cercano, y en los tiempos libres se dedicaba a recorrer todas las localidades que se encontrara de camino a casa”, recuerda Fabrizio Benvenutti (54), hijo de Adolfo.
A mediados de los 60, los hermanos encontraron un galpón alargado, de ladrillos rojos y tejado de lámina sobre la calle Presidente Perón 145, en San Carlos Centro, un pueblo industrial de menos de 4000 habitantes a 50 kilómetros de la capital. En ese lugar fue que arrancaron su primer marca de tapicería: “Sufunda”.
“El primero en instalarse en San Carlos fue Adolfo. Llegó con un móvil brutal: una motoneta que se llamaba María Luisa. Él me venía a visitar a la noche y cuando se iba hacía un ruido que despertaba a todo el barrio. Había que empujarla para que arrancara, era un desastre”, relata con picardía Estela Benvenutti (90), viuda de Adolfo. En esa época, en el pueblo los veían como dos forasteros bien vestidos, un tanto temerarios y, sobre todo, muy astutos.
Habían inspeccionado la zona y se las ingeniaron para contactar y hacerse amigos del dueño de una concesionaria cercana. “Mi viejo me contaba que cuando salían los autos nuevos de la concesionaria, los cruzaban y les ofrecían la funda para que no se les arruine el tapizado, era todo un éxito”, recuerda Leonardo.
El primer negocio comenzó a rendir frutos al poco tiempo. Todos los meses desarrollaban ideas nuevas, siempre pensando en lo que la gente podía querer: tapices de diferentes materiales y colores, cubre volantes y cobertores, todo con la marca Benvenutti S.A.I.C. Tenían catálogos enteros que distribuían por toda la provincia. Después de unos años, se hicieron muy conocidos en la región. “Las concesionarias más importantes de Santa Fe mandaban a retapizar sus autos a San Carlos porque les ponían telas y revestimientos de mejor calidad. Tenían una gran creatividad, que lograron desarrollar a nivel industrial”, recuerda Liliana.
VERANO DEL 67
Los hermanos Benvenutti formaron un dúo fantástico. Roberto se convirtió en un as del diseño, mientras que Adolfo desarrolló una capacidad increíble de venderlo todo. “Era impresionante cómo Adolfo encontraba vetas de negocio donde mirara”, recuerda Leonardo.
-¿Cómo surge la idea de fabricar una pileta armable?
-Mi viejo decía que un día se sentaron a pensar en cómo podían aumentar las ventas. Los veranos acá eran bastante pesados, siempre rondan los 36° C, con aire húmedo... Habrá sido ahí que se dieron cuenta de que esto sería una revolución.
En 1965, los Benvenutti mandaron a hacer mallas de pavillion (una tela compuesta de varias capas de fibras plásticas) a Plavinil Argentina y diseñaron una estructura de tubería de aluminio. “Era muy resistente, la tela no se rasgaba y además tenía el revestimiento de colores y diseños diferentes”, agrega Leonardo.
Los primeros dos años fueron de “ensayo y error” hasta que dieron en la tecla. Finalmente, en el verano de 1967 salió el primer modelo al mercado. “Era una pileta en la que entraban cuatro personas, de color azulado. Recuerdo que tenía impresiones de Topo Gigio. Yo fui la primera niña en Buenos Aires en tener esa Pelopincho. Me acuerdo que llegué a armarla en el medio del living”, presume Liliana.
El éxito fue inmediato. Inmediatamente, los hermanos Benvenutti idearon nuevos modelos y ofrecieron diferentes estampados. “Recuerdo ver, desde mi departamento en Caballito, que había Pelopincho en varias terrazas. Incluso muchos las armaban en los balcones”, cuenta Liliana.
Para 1970, los Benvenutti distribuían Pelopincho por toda la Argentina y, unos años después, exportaban sus piletas armables a cinco países diferentes. “Eran buenas, bonitas y baratas... justo lo que la gente necesitaba”, agrega Liliana. Cada año las ventas crecían de manera exponencial.
El nombre de las piletas armables fue inspirado en la tira cómica “Pelopincho y Cachirula”, creación del historietista uruguayo Geoffrey Edward Foladori, que firmaba bajo el pseudónimo Fola. Pelopincho era ingenioso y algo torpe, mientras que Cachirula se mostraba irascible.
-¿Por qué eligieron ese nombre?
-La tira cómica era tan famosa cuando mis tíos eran chicos que seguramente fue un nombre muy presente en sus infancias- agrega Liliana.
“Pe-lo-pincho, Pe-lo-pincho”
“Llenar la pileta era casi una ceremonia. El momento en que la armabas y veías subir el nivel del agua... Ese día empezaba el verano”, recuerda Fabrizio, que presume de haber tenido la Pelopincho más grande que hubo en el mercado. “Era la de cuatro metros de largo por dos de ancho, por noventa centímetros de alto... ¡6000 litros de agua!”, describe.
Su padre hablaba poco de otras cosas que no fueran las piletas, pero había tanta euforia en su voz que contagiaba a quien tuviera cerca. “Recuerdo que cuando era chico y pasábamos con el auto por la fábrica, mi viejo tocaba la bocina y empezaba a gritar: “Pe-lo-pincho, Pe-lo-pincho”. Terminábamos todos cantando. Era una cosa emocionante, todavía tengo esa misma sensación al pasar por ahí”, agrega Fabrizio.
Para 1972, los hermanos Benvenutti eran dueños de tres naves industriales gigantescas donde trabajaban 300 personas. “Tenían un colectivo exclusivo para empleados de la empresa, iba y volvía todos los días desde Santa Fe”, cuenta Fabrizio.
Tenían máquinas que en esa época solo se encontraban en Europa. Armaron un “laboratorio de productos”, donde trabajaba un equipo que se dedicaba exclusivamente a pensar en nuevas ideas. Vanguardistas, compraron computadoras IBM para hacer más eficiente el análisis de producción y ventas.
Tenían dos distribuidoras en la Argentina: San Carlos Centro abastecía el Norte y Noroeste del país, mientras que desde el conurbano bonaerense proveían a Buenos Aires y el todo el sur. Además, exportaban piletas a Estados Unidos, Chile, Uruguay, España y Brasil. Llegaron a producir 40.000 piletas en una temporada. “Pero el dato más interesante es que con la capacidad instalada que tenían, estaban en condiciones de producir 1000 piletas al día”, presume Fabrizio.
Trabajaban todo el día. Adolfo salía a las siete de la mañana de su casa y regresaba cuando sus hijos dormían. Roberto vivía diseñando nuevos productos dentro de la fábrica. “Me acuerdo de verlos trabajando casi siempre en mesadas grandes, marcando tela, tomando medidas con una regla gigante”, describe Leonardo.
A principios de los 80, los hermanos Benvenutti encontraron más utilidad en el pavillion. Con el mismo material que desarrollaron las Pelopincho, comenzaron a hacer carpas, cocinas rodantes... hasta hospitales móviles que fueron utilizados en misiones humanitarias en África. Antes de llegar a 1990, la empresa Benvenutti S.A.I.C. era dueña de 13 marcas y varias patentes.
Como Ikea, pero argentino
La Pelopincho era un producto de verano y solo se producía durante algunos meses. Para cubrir los salarios anuales comenzaron a pensar en nuevas opciones. “Un día Adolfo se me acercó y me propuso cubrir la parte del año que no producíamos con trabajo en el campo”, recuerda Liliana, que para los 80 trabajaba dentro de la empresa. “Me tiraba ideas nuevas todo el tiempo, aunque no todas se concretaron”, agrega.
Fabricaron reposeras, sombrillas, cunas e incluso una línea de sillones que exportaron a Alemania. “Hacían muebles armables como los que tiene IKEA. Todos entraban perfectamente en sus cajas”, explica Liliana. Así fue como llegaron a construir hospitales móviles para atención de refugiados en Benín y Guinea-Conakri, en África occidental.
El proyecto de los hospitales móviles fue fruto de la asociación de varias empresas: Ford daba la carrocería sobre la que se montaban los quirófanos, las camillas y las salas de urgencia elaboradas por los Benvenutti. “Incluso diseñaron un compartimento para que los hospitales tuvieran un bancos de sangre, con todo lo que implica: refrigeración, protección y desinfección”, puntualiza Fabrizio. Los camiones salían de San Carlos Centro para embarcarse en Rosario. “Mi viejo me decía que, de haber salido todos los camiones juntos, no habrían entrado en el pueblo”.
Unos años antes, la empresa Benvenutti se había dedicado a crear una línea de carpas para camping -estilo canadiense- llamada SOLSTICIO. A inicios de los 80 habían ganado una licitación del Ejército Nacional para hacer carpas militares, y a partir de eso consiguieron el convenio para hacer los hospitales. “Era un programa del Banco Mundial para asistencia a refugiados que promovía a las industrias de naciones en desarrollo”, explica Fabrizio. Comenzaron a enviar hospitales en 1984, pero no pasaron muchos años antes de que el imperio Benvenutti comenzara a caer en picada.
“La última entrega de hospitales que hicimos fue en el 88, pero nunca recibimos esa plata”, denuncia Liliana. Según explica, el proceso funcionaba de la siguiente manera: la empresa Benvenutti confeccionaba los hospitales y los embarcaba. Luego enviaba por fax la acreditación al Banco Mundial, que a su vez reenviaba el dinero al Banco Central de la República Argentina. Finalmente, el BCRA enviaba los fondos al Banco Provincia de Santa Fe. “Ese último pago, el de 1988, el Banco Provincia nunca llegó”.
Fue el punto de inflexión para los hermanos Benvenutti. Comenzaron a acumular deudas hasta que a la empresa le pidieron la quiebra en 1990. La caída fue tan brutal que Roberto y Adolfo jamás se recuperaron. “Cuando fue el rematador a hacer el inventario, un señor mayor que ya estaba a punto de jubilarse, salió y dijo: ‘Nunca vi una cosa igual. No sacaron ni un cenicero’”, cuenta Estela con los ojos cerrados.
Los Benvenutti estaban convencidos de que estaban frente a una injusticia y desde el 88 comenzaron a tomar medidas para defender lo que consideraban su patrimonio. Aún así, la compañía fue vendida al empresario, Héctor Goette que en su momento era dueño de Tiburoncito. Según alega la familia Benvenutti “hicieron el un antes de haber terminado el juicio”, lo que iba encontra de cualquier acuerdo.
“Nos habíamos quedado sin nada. Tuvimos que pedirle a gente que nos brinde una casa como para vivir porque tampoco teníamos plata para el alquiler. Era un desastre y deshicieron la familia”, denuncia Leonardo.
Para sus hijos, ni Adolfo ni Roberto volvieron a ser los mismos. “Desde el día de la venta comenzamos a litigar para llegar a una revocación de la quiebra”, cuenta Liliana, que en ese momento se había convertido en la abogada defensora del caso.
Todavía reclaman el pago que jamás les hizo el Banco de la Provincia de Santa Fe. Después de 16 años del trajín jurídico, la Corte Suprema provincial dio lugar a los reclamos de los herederos de Benvenutti. Algo que se convirtió en un alivio familiar. El juicio aún sigue en curso hasta hoy.
Roberto falleció el 27 de octubre del 2013, y Adolfo el 14 de julio del 2019. “Ninguno de los dos dejó de tratar de recuperar lo que nos habían quitado. La última vez que vi a mi tío Adolfo, ya con Alzheimer, me pidió que me acercara, y me repitió una y otra vez: “Nunca aflojes, nunca aflojes”, repasa Liliana.
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