Los grandes inventos (que nos complicaron la vida)
Bienvenida sea la modernidad, pero seamos cautos con ella. A menudo, el progreso cobra alto precio por los favores que concede, o bien tiene, como los medicamentos, serias contraindicaciones
A continuación se ofrece una mirada amable y cariñosa sobre unos cuantos inventos y descubrimientos ocurridos durante el presente siglo, engendros que contribuyeron a mejorar la calidad de vida tanto como a perturbarla.
En todos los casos, paradójicamente, nadie en su sano juicio optaría por prescindir de ellos, ya que prestan servicio oportuno para que el siglo XX sea el más excitante, abrumador y estrafalario de cuantos ha vivido la humanidad, por escandalosa diferencia de varios cuerpos.
Dada en orden alfabético, esta incompleta nómina acredita esas cualidades, que son también las que adornan a toda persona contemporánea y aparentemente civilizada.
El auto
Cuando Henry Ford echó a rodar sus primeros modelos T (en Detroit, Estados Unidos, 1908), la industria del automóvil pegó un colosal brinco: los modelos T fueron los primeros coches fabricados en serie, sobre líneas de montaje.
Veinte años después, la Ford Motor Company había producido 15 millones de coches, a razón de 2054 por día. El método fue prolijamente adoptado por todas las marcas norteamericanas del ramo, e incluso por la francesa Citroën, en 1921, y por la alemana Volkswagen, en 1938.
En las últimas tres décadas, el automóvil ha pasado a convertirse en una prolongación del cuerpo, en la indispensable prótesis de todo ciudadano de país más o menos desarrollado.
Los parques automotores se han multiplicado a tal punto que nunca son suficientes las playas de estacionamiento urbano, las estaciones de servicio, las avenidas de tránsito veloz, las autopistas y sus insaciables puestos de peaje. El intenso consumo de naftas convirtió a los yacimientos de petróleo en codiciados campos de Agramante y la seducción que irradia el acelerador a fondo abriga una estadística nefasta, la de los accidentes de tránsito.
Los autos son cada vez más rápidos y desarrollan velocidades que establecen una misteriosa relación directa con la imprudencia de sus conductores.
Este peligro no existía cuando el ingeniero francés Nicholas Joseph Cugnot paseó por París el primer carro autopropulsado, en 1763. La fuerza de desplazamiento la producía el vapor de agua y sus ruedas podían cubrir cuatro kilómetros por hora de marcha.
Ciento veintidós años después, en 1885, el alemán Karl Benz puso en marcha el primer coche (en realidad, un triciclo) alimentado con nafta: andaba a 15 kilómetros por hora. El progreso, a veces, incuba las fatalidades del vértigo.
La cirugía plástica
La primera clínica de cirugía plástica se inauguró en Adeershot, Inglaterra, en tiempos de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), con la benemérita intención de reparar las heridas que miles de soldados sufrieron en los frentes de combate.
La clínica fue fundada por el cirujano Harold Delf Gillies, y ya era muy popular cuando, en 1932, se incorporó a ella Archibald McIndoe, cuyo visionario bisturí se prestó a cincelar narices armoniosas, a disimular arrugas y a corregir una variada gama de fealdades naturales.
Era previsible que a mediados de siglo, no bien el atractivo de las apariencias comenzó a ejercer notoria influencia social, la cirugía reparadora cediera preeminencia a la cirugía estética, a cuyos adelantos contribuyeron tan eficazmente las mujeres. En la Argentina, el 95 por ciento de los pacientes de los cirujanos estéticos son señoras que sufren de baja autoestima porque, apenas salidas de la ducha, el espejo no las refleja como cuando tenían veinte años menos.
El famoso lifting, un estiramiento de la piel facial, la liposucción, los implantes de siliconas y las inyecciones de colágeno suelen acabar con aquellas congojas, a precios que nunca son prohibitivos, porque la belleza vale más que el dinero.
El brasileño Ivo Pitanguy, acaso el más célebre cirujano estético, fabrica ojos rasgados, cinturas de avispa (mediante la extirpación de costillas que, por falsas, lo tienen bien merecido) y traseros no menos respingados que las narices. No tiene turnos disponibles hasta mediados del año que viene.
Los cohetes
El 22 de octubre de 1942, en una secretísima base aérea de la Alemania nazi, en Peenemunde, un cohete se elevó a 83 kilómetros sobre la cabeza de Werner von Braun, padre de la criatura. El 17 de septiembre de 1944, decenas de cohetes V-2 se precipitaron sobre Londres, en el primero de los bombardeos con misiles de la historia.
Así, de manera tan enaltecedora, la humanidad ingresó en la era de los artefactos aéreos telecomandados, que casi siempre adoptarían la forma de misiles y, a veces, la de naves espaciales.
Hacia la finalización de la Segunda Guerra Mundial (1939- 1945), Von Braun cambió de bando, se convirtió en el niño mimado del Pentágono y participó con igual entusiasmo en la fabricación de proyectiles intercontinentales con la ojiva nuclear y en sentar las bases del programa espacial de la NASA: sus portentosos Saturno, con una fuerza de empuje de 3400 toneladas, llevarían al hombre a circunvalar la Luna, en 1968, y a poner pie en ella, en 1969.
Los prodigios de la astronáutica fueron acicateados por la Guerra Fría que libraron los Estados Unidos y la ex Unión Soviética, una especie de contrapunto que suscitaría estupores a granel.
Los amables delirios de Julio Verne, Ray Bradbury y Arthur Clarke se convertirían en realidad, aunque despojados de belleza literaria.
La criología
No existe una cámara refrigeradora que produzca una temperatura de 273 grados centígrados bajo cero, a partir de la cual las moléculas de la materia dejan de sacudirse, se amodorran y guardan reposo. A fines del siglo pasado, el físico inglés William Thompson Kelvin impulsó ese desafío y dio origen a la escala K de medición de temperaturas, en la que el cero absoluto equivale al 273 bajo cero en la escala Celsius o centígrada.
En 1906, el químico alemán Walter Nernst sentó la llamada tercera ley de la termodinámica y desarrolló una nueva rama de la ciencia, la criología, a cuyo abrigo prosperaron los técnicos criogenistas empeñados en concebir máquinas capaces de generar más y más frío.
En griego, kryos significa hielo. ¿Qué manía es ésta?, podría preguntarse un lego. En realidad, el progreso de la criología aportó avances notables en campos disímiles como la biología, la astronáutica y la industria del alimento congelado. Ha hecho posible la existencia de bancos de sangre y semen, la conservación de tejidos y órganos, y el desarrollo de la criocirugía, cuyo precursor fue, en 1960, el médico norteamericano Irving Cooper.
Ninguna nave espacial hubiera podido remontar vuelo si sus tanques no cargaran hidrógeno licuado a 253 grados bajo cero. Pero, a la par, la criología propició el crecimiento del negocio funerario: en Estados Unidos funcionan unas cuantas sociedades inmortalistas, con vasta clientela de personas recién fallecidas, congeladas y hasta puestas a conservar en una atmósfera de amoníaco gaseoso.
Poco importa que la ciencia del frío les niegue todavía la esperanza de resucitar, ya que si algo les sobra a los ocupantes de esos gélidos sarcófagos es tiempo y paciencia.
El DDT
En 1939, el químico suizo Paul Hermann Muller sintetizó un compuesto popularmente denominado DDT, aunque ignoraba qué aplicación práctica podía tener. Se lo dio a probar a ratas de laboratorio y sólo consiguió que por varios días sufrieran una molesta comezón cutánea, náuseas y dolor de cabeza. Hasta que, finalmente, espolvoreó con él insectos como jejenes, orugas y garrapatas y comprobó, jubiloso, que se morían de inmediato. Las siglas DDT abrevian el verdadero nombre de la sustancia, una palabra no menos insalubre: dioclorodifeniltricloroetano.
Con el tiempo quedó demostrado que el DDT no contribuía al exterminio de los insectos, sino al refuerzo de sus defensas inmunológicas, pero para entonces Muller ya había ganado el Premio Nobel de Medicina y Fisiología, en 1948, por tan plausible contribución a la ciencia.
El detector de mentiras
Se trata de un aparato eléctrico que denuncia tensiones musculares y ciertas alteraciones en el flujo sanguíneo, aparentemente inevitables cuando uno incurre en falso testimonio.
El engendro se parece a un estetoscopio de múltiples tentáculos, que se aplican sobre la vena yugular y sobre zonas del cuerpo sensibles a la contractura y el escalofrío. Si uno, por ejemplo, le dice a su esposa que debió quedarse hasta tarde en la oficina porque cayeron los inspectores de réditos, cuando en realidad se fue de juerga, las luces del panel de control empiezan a titilar como locas y propician un cataclismo doméstico, cuyas consecuencias el detector no mide.
El invento, mal llamado alcahuetómetro, fue registrado en 1902 por el cardiólogo escocés James Mackenzie.
La energía atómica
Cuatrocientos años antes de Cristo, el filósofo griego Demócrito definió el átomo como la partícula más pequeña de materia, tan pequeña que no podía partirse en dos. En griego, la palabra átomo significa precisamente eso: no divisible.
Nadie lo contradijo durante casi veinte siglos, hasta que se descubrió que el átomo es un universo en sí mismo, con electrones que giran alrededor de un núcleo. Entre 1913 y 1920, físicos tan eminentes como el danés Niels Bohr y el alemán Max Planck estudiaron la estructura del átomo, el comportamiento de los electrones, las turbulencias que producen y las radiaciones que emiten cuando el átomo es sometido a altas temperaturas.
Albert Einstein había enunciado en 1905 su célebre ecuación (energía es igual a masa por velocidad de la luz al cuadrado), de manera que si se conseguía fusionar el núcleo del átomo la humanidad disfrutaría de una nueva e imperecedera fuente de energía.
A la tarea de mortificar y, en lo posible, destruir núcleos atómicos de uranio se consagró el físico italiano Enrico Fermi, radicado en los Estados Unidos desde 1939. Finalmente lo consiguió, en 1942. Y no debieron pasar tres años para que la humanidad tuviera noción de los efectos de la nueva fuente de energía: el 6 de agosto de 1945, Hiroshima fue arrasada por una colosal onda radiactiva.
Hoy, en tanto proliferan las usinas que utilizan reactores nucleares para generar electricidad, la energía atómica sigue constituyendo un símbolo de destrucción, un fantasma embozado que cada tanto muestra su perversa efigie, como en Chernobyl, Ucrania, en 1986.
La guitarra eléctrica
El ingeniero francés Maurice Martenot inventó un instrumento eléctrico que producía ondas acústicas e introdujo así el concepto de música electrónica.
El primer concierto de ondas de Martenot fue ofrecido en la Opera de París, en 1928. Desde entonces, la mayoría de los instrumentos musicales (no así ejecutantes) fueron sometidos a los efectos del alto voltaje para que tuvieran mayor resonancia y entonces pudieran ser escuchados desde el otro confín de la cancha de River, por ejemplo.
Con tal propósito, ningún instrumento sufrió tan severa metamorfosis como la guitarra, a partir de la electro vibrola spanish guitar, nacida en los Estados Unidos en 1935.
El advenimiento del rock, a mediados de siglo, le otorgó el espaldarazo definitivo, ya que un conjunto rockero no podría preciarse de tal sin guitarra eléctrica. Algunos rockeros de la raza heavy la hacen pedazos tras el último acorde de sus recitales, con lo cual contribuyen artísticamente a la prosperidad de la industria del ramo.
La ingeniería genética
Genes, cromosomas, ácido desoxirribonucleico (para los íntimos, ADN). Más vale no meterse en honduras ni tratar de explicar en pocas líneas cómo se combinan estos elementos para convertirse en factores hereditarios y para otorgar asidero a la teoría cromosomática de la herencia, por la que el biólogo norteamericano Thomas Hunt Morgan obtuvo el Premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1943.
Morgan murió dos años después, pero ya muchos otros científicos se relamían y no podían contener la excitación que les producía la idea de espiar esas intimidades y, eventualmente, emprender experimentos para alterar los designios de la naturaleza.
La ingeniería genética (más apropiadamente llamada manipulación genética) desató los primeros asombros en 1967, cuando el biólogo británico John Gurden obtuvo el primer clon de animal vertebrado, una rana sudafricana. Después vendrían las ovejas Dolly y no hay razón bioética que permita desechar la agorería de que alguna vez aparecerán los clones humanos.
La ingeniería genética nació para prevenir y remediar enfermedades congénitas, pero todo parece indicar que otros menesteres resultan más entretenidos.
Las medias de nylon
La conciencia erótica de las mujeres dio un paso al frente no bien el químico norteamericano Wallace Carothers, empleado de la empresa textil Dupont, inventó una fibra sintética, elástica y resistente a la que denominó nylon y que pasó a constituir uno de los más curiosos subproductos del petróleo.
La existencia del nylon data de 1938, aun cuando las medias y otras prendas de esa especie comenzaron a difundirse a partir de 1945.
Con la llegada de la minifalda (ver recuadro superior), las medias de nylon reemplazaron con notorias ventajas a las de seda (tan propensas a las antiestéticas corridas) y a las de muselina (que no se adherían a la piel). Las mujeres debieron enfrentar un nuevo desafío: como nunca antes, las piernas se convirtieron en un sustancial punto de referencia de la belleza femenina.
Enfundadas en nylon oscuro, la libido del otro sexo las identificó con un nuevo fetiche de sensualidad, suficientemente apto para desatar pasiones inconfesables.
La píldora anticonceptiva
Ocurrió a principios de los años sesenta y el mundo entero la reconoció prontamente como la píldora, sin necesidad de aditamento explicativo.
Como suele suceder en el mundo de la ciencia, resultó el fruto no esperado de once años de estudios emprendidos por bioquímicos norteamericanos (los de la Clínica Mayo y los del laboratorio farmacológico Searle & Co, entre otros) para hallar un medicamento que combatiera la artritis reumatoidea. De manera que el hallazgo de la droga anticonceptiva norethynodrel está emparentado con el descubrimiento de la cortisona.
El norethynodrel, una hormona esteroide, inhibe el proceso de gestación y, por lo tanto, combate la explosión demográfica: la población del planeta se duplica cada cincuenta o sesenta años y no siempre se puede confiar en que los países se trencen en cruentas guerras para aliviar el hacinamiento.
Entre 1956 y 1959, científicos norteamericanos presididos por el biólogo Gregory Picus dieron a probar la píldora a miles de mujeres de la más baja clase social de San Juan de Puerto Rico, por las dudas.
Superados todos los controles, la primera píldora anticonceptiva, con el nombre comercial de Enovid, fue puesta a la venta en los Estados Unidos en 1960. El producto mereció inmediata adhesión gracias a la prédica de la influyente feminista Margaret Sanger, precursora del concepto de planificación familiar.
Después se supo que el consumo persistente de la píldora favorecía la acumulación de grasas, y entonces las mujeres devolvieron vigencia a los dispositivos intrauterinos, sobre todo a la espiral de plata que el alemán Ernst Grafenberg había concebido en 1928.
El psicoanálisis
El psiconalista debe ser enjuto y pálido, de lengua parca y gestos leves, y tener barba prolija, preferentemente en forma de candado. Nadie se haría atender por un psicoanalista que tuviera la apariencia y los modales de un sargento de caballería.
Con todo, la praxis psicoanalítica sería inconcebible si antes no se hubiera inventado el diván. El neurólogo austríaco Sigmund Freud, fundador de esta controvertida rama de la ciencia, había ya probado los beneficios de su método terapéutico cuando, en 1908, fue vastamente reconocido como una eminencia en el arte de descubrir el origen de la neurosis y, eventualmente, curarla.
Ese año se realizó en Salzburgo el Primer Congreso Internacional de Psicoanálisis. Para entonces, Freud había desarrollado los fundamentos del psicoanálisis en su libro La interpretación de los sueños (1901), una verdadera Biblia del tema y, a la vez, un estrepitoso fracaso editorial: a dos años de su aparición se habían vendido apenas 123 ejemplares.
Mejor suerte corrió Introducción al psicoanálisis (1916), acaso porque el tratamiento de las asociaciones libres, con el paciente distendido y hurgando recuerdos infantiles, crecía en prestigio y clientela tanto en Europa como en América, aun cuando Hitler lo definiera como "pornografía judía".
En un mundo cada vez más histérico y vulnerable, parece lógico que la terapia psicoanalista alcanzara tanto éxito y se convirtiera casi en una liturgia, con un confesionario mucho más confortable que el de cualquier iglesia.
La tarjeta de crédito
Uno puede comer opíparamente en un restaurante de lujo y deslumbrar a la bella dama que comparte su mesa si, a la postre (o a los postres), extrae de su billetera de cuero, con gesto displicente, una de las diez tarjetas de crédito que allí guarda.
Desde 1950, el dinero plástico ha venido a sumarse a la larga lista de seducciones diabólicas que el siglo ha sabido prodigar. Las tarjetas evitan el contacto directo con la sucia moneda de curso legal y aportan un toque de distinción en momentos clave, aun cuando derivan en un portentoso fastidio a la hora de recibir el resumen de gastos, una vez por mes.
La tarjeta fue inventada por la empresa Diners y, al año de circulación, sólo era aceptada por 27 restaurantes neoyorquinos.
Complementariamente, los cajeros automáticos funcionan desde 1967.
El teléfono
Aun cuando debió afrontar unas seiscientas demandas judiciales por apropiación ilegítima de la patente de invención, finalmente el físico escocés Alexander Graham Bell fue reconocido como el padre del teléfono.
Su primer aparato data de 1876, pero era técnicamente inútil, ya que no había a quién llamar y de quién recibir una llamada. Su popularización comenzó a resultar innegable sólo a principios de siglo, merced a otro gran invento: la guía de teléfonos.
En 1979, la empresa sueca Ericson desarrolló la telefonía móvil celular, un prodigio prontamente convertido en símbolo de status y que decretó la absoluta necesidad y urgencia de parlotear por la calle con el adminículo pegado a la oreja.
Según consta en los archivos de una compañía telefónica norteamericana, la ATT, la idea de decir hello (hola en español, aló en francés), en señal de que una llamada está siendo bien recibida, se le ocurrió a Thomas Alva Edison, en 1877. En desacuerdo, los italianos dicen pronto, aunque no estén apurados.
La televisión
El televisor es el único miembro de la familia que habita bajo el mismo techo que uno y que tiene forma de caja. Por muchas razones es el más cuadrado de los parientes.
La idea de convertir las imágenes en impulsos eléctricos (en el aparato transmisor) y los impulsos eléctricos en imágenes (en el aparato receptor) rondó la cabeza de muchos científicos, pero quien llegó más lejos fue el físico ruso Vladimir Zworykin, nacionalizado norteamericano en 1924.
A su ingenio se debe la utilización práctica de los prodigios del tubo de rayos catódicos, poco antes de convertirse en director de la firma Radio Corporation of America (RCA), en 1929. Su primera cámara de televisión, por entonces el iconoscopio, data de 1938.
Procesos semejantes desarrollaron, simultáneamente, científicos de otros países (Gran Bretaña, Alemania, Japón), por lo que resulta incierto adjudicar a Zworykin los méritos exclusivos del invento.
Casi desde sus orígenes, la televisión cosechó aplausos y denuestos. En 1947, Estados Unidos comenzó a emitir programas regulares y a promover una adicción entre fervorosa y maléfica: el círculo familiar se convirtió en un semicírculo cuyos radios confluyen en la imprescindible caja boba que, en 1954, incorporó un atractivo adicional, el color.
Los videojuegos
La lotería de cartones fue inventada en 1525; el juego de la oca, en 1640; el primer rompecabezas con piezas sueltas que se deben ensamblar, en 1760; el 21 de diciembre de 1913, el diario The New York World publicó el primer crucigrama, debido al ingenio del periodista Arthur Wynne.
Pero los jóvenes de hoy desechan estas amables manías en beneficio de los videogames, una ocurrencia que puso en marcha el ingeniero norteamericano Nolan Bushnell, en 1962: la pantalla mostraba una cancha de tenis y el jugador de carne y hueso debía vérselas con un adversario electrónico.
Los videojuegos se volvieron paulatinamente más agresivos e histéricos, sobre todo desde que diversas firmas japonesas compiten en el negocio.
Los que tienen mayor demanda exaltan un temerario espíritu justiciero o la pasión por el vértigo: en lo posible, hay que matar a la mayor cantidad de alienígenas o villanos de variada estirpe, o bien recorrer un camino erizado de obstáculos para alcanzar la meta y merecer el goce de un turno gratis.
La sensualidad del éxito obnubila, por un rato, toda otra facultad, incluso la de pensar.
Por lo tanto, los videojuegos se sitúan en las antípodas del inmemorial ajedrez (que fue inventado en la India, acaso en el siglo V), ya que promueven una deplorable adicción.
No estaría mal que tantos jóvenes empecinados en despanzurrar enemigos galácticos consagraran parte de su ocio al ejercicio del pensamiento.
La computadora
La expresión se cayó el sistema fue pronunciada por primera vez a fines de 1946, apenas un gigantesco aparato llamado Eniac fue enchufado a un tomacorriente. Han pasado 53 años y la expresión sigue careciendo de sentido y razonabilidad, ya que todavía no se sabe por qué los sistemas se caen, casi siempre con súbita malevolencia.
Aquel esperpento constaba de varios cuerpos y 176.000 partes móviles, y ocupaba un gran salón de la Universidad de Pennsylvania, Estados Unidos. Las siglas Eniac corresponden a palabras inglesas que significan integrador y calculador numérico electrónico. Fue diseñado por los ingenieros John Presper Eckert y John Mauchly a pedido del Pentágono, para determinar exactamente la trayectoria de proyectiles de la artillería pesada.
En la década del 50, con el advenimiento de los transistores y circuitos integrados, las computadoras comenzaron a ser cada vez menos voluminosas, más acomodaticias y, por decirlo de algún modo, más inteligentes.
Sin embargo, con la incorporación al habla cotidiana de vocablos como software y flowchart, no hay otro artefacto que constituya peor amenaza para el castellano.
En 1960, el invento del chip de silicio, capaz de reemplazar a miles de transistores, inauguró la era de los microprocesadores y de las computadoras personales y abrió las puertas a un mundo fantasmagórico, el de la realidad virtual. La computadora personal y su más pérfido cómplice, Internet, están contribuyendo eficazmente a que los seres humanos contraigan autismo cibernético, enfermedad que encuentra alivio cuando se cae el sistema o cuando la máquina resulta víctima de un virus.
Por suerte, esas desgracias se dan con frecuencia.
La minifalda
Diseñadora de moda de escaso predicamento, la inglesa Mary Quant hubiera pasado al olvido si no fuera porque en 1965 propuso que el ruedo de las faldas rematara unos ocho centímetros por encima de la rodilla.
Quant era propietaria de dos boutiques, una de ellas en Carnaby Street, una callejuela londinense en la que solían pulular los contestatarios de la época, con el matemático y filósofo pacifista sir Bertrand Russell a la cabeza.
Eran tiempos de estrepitosa beatlemanía, de rebeldías imberbes y de pirotecnias encendidas con intención de exaltar el libre albedrío. Las muchachas creyeron que ocho centímetros de muslo a la vista bastaban para simbolizar esos ideales, pero ese módico desprejuicio resultó francamente inocuo, no más que un perdurable grito de la moda.
Actualmente, a veces acortada a diez o doce centímetros de la rótula, la minifalda ofrece pruebas evidentes del estoicismo femenino: obliga a mantener las piernas cruzadas, largas horas, con riesgo de paspaduras.
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