Los grandes gestos de un padre poco cariñoso
Mi papá se llamaba Valentín Núñez y murió hace quince años. El y mi mamá, Damiana, me tuvieron de grande, cuando ya no pensaban traer otro hijo al mundo, pero llegué trece años después que mi hermano José Luis; y desde entonces tuve la suerte de que mi viejo me brindara todo lo que un hijo ambiciona de un padre.
Valentín me dio la educación que él no tuvo, porque tras cursar sólo primer grado, debió empezar a trabajar para ayudar al mantenimiento de su familia. Una numerosa familia de campo que había perdido prontamente a su padre. Mi papá fue el cuarto hijo de los once que tuvo mi abuela Ramona, aunque con el tiempo se transformó en el principal sostén de sus seis hermanos y sus cuatro medio hermanos, cuyo padre, por otras razones, también estuvo ausente.
Esos primeros años forjaron su personalidad y lo convirtieron en un hombre trabajador, responsable, vital y positivo.
A decir verdad, Valentín no fue uno de esos padres que viven mimando a sus hijos, pero nunca me faltó su cálido beso de los "buenos días" y de las "buenas noches"; y lo que no me manifestó con caricias me lo brindó con un sinfín de gestos que siempre recordaré y valoraré.
Desde calmar mí llanto con un nuevo oso de felpa en reemplazo del que había perdido hasta no olvidarse nunca del Anteojito o el Billiken que esperaba ansioso todas las semanas. Desde enseñarme pacientemente a jugar al frontón y a las bochas, sus deportes favoritos, hasta desembolsar unos cuantos pesos -que no le sobraban- para llevarme por primera vez al Autódromo, cuando empezó a apasionarme la Fórmula Uno por el Lole Reutemann.
O como cuando, junto a mi mamá, me regaló mi primera máquina de escribir, el sueño de todo joven que en esos tiempos ambicionaba convertirse en periodista. Esto, pese a que ninguno de los dos estaba muy convencido de mi elección.
Pero lo mejor que me dio mi viejo fue su comprensión.
-No entiendo hijo, explicame-, me dijo cuando se enteró de que con veinte y pico de años, había cambiado a una novia por un novio.
-Si otro hombre te hubiese propuesto acostarte con él, ¿vos qué le hubieras dicho?-, le pregunté.
-Que no-, me contestó sin dudarlo.
-Bueno, yo le dije que sí-, le respondí con la misma certeza.
Luego de un breve silencio, el viejo dijo "ajá", y nunca más me pidió explicaciones. Así era mi papá. Reflexivo, naturalmente inteligente y respetuoso. Casi nunca le oí una palabra de más, porque antes de abrir la boca tenía la virtud de saber escuchar y pensar.
De modo similar reaccionó cuando a mediados de los ‘90 le conté que seis años antes me habían diagnosticado vih y que iba a publicar mis vivencias como seropositivo en un libro, el primero de ese tipo en el país. Al principio, luego de preocuparse por mi salud, me pidió que no lo hiciera, que recordara todo lo que me había esforzado para ganarme un lugar en el periodismo, que ya tenía un nombre en el medio por mi trabajo en la revista Hum® y por un primer libro político de investigación periodística, fundamentalmente.
A mi papá le preocupaba que ese nuevo libro me perjudicara a nivel profesional; y aunque no me lo dijo, quizás también me cuidó del "qué dirán". Porque, claro, una cosa era que todo eso quedará en el seno familiar y otra, que se enterara todo el mundo; y cómo no entenderlo, pobre viejo... Si en esos años el sida todavía era llamado la "peste rosa" o el "cáncer gay".
Así y todo, mi papá me volvió a sorprender. El día de la presentación, cuando volví a mi casa, encontré varios mensajes suyos en el contestador, pidiéndome la dirección del lugar. El viejo había cambiado de idea y una vez más, estaba dispuesto a acompañarme. Lástima que en esa época el celular no era lo masivo que es ahora, porque de haberlo sido, en ese momento también lo hubiese tenido a mi lado.
Pero mi viejo no sólo fue mi confidente, mi aliado, mi compañero incondicional. También fue un ejemplo en todo sentido. Mi padre era uno de esos tipos que ya no abundan. Cantaba el Himno Nacional de pie. Era fana de Boca pero hinchaba por River cuando las "gallinas" jugábamos con un equipo extranjero. Y de chico, cuando iba a ayudarlo a su negocio, nunca me dejó redondear las cuentas a su favor porque eso -me recalcaba- era quedarse con lo ajeno; aunque sólo se tratara de monedas.
Mi papá y yo teníamos un vínculo muy particular. El me tenía presente hasta en sus sueños, donde solía soñarme de niño y me cuidaba de situaciones riesgosas. Yo, por mi parte, las dos veces que mi viejo estuvo seriamente enfermo, en cierta forma, también hice mías sus dolencias. Primero, en mi infancia, cuando le descubrieron un tumor cerebral y al igual que él, empecé a quedarme dormido en todos lados. Luego, cuando el cáncer que terminó llevándoselo comenzó a provocarle dolores, también somaticé algunos de ellos.
Aunque lo más curioso de esa conexión con mi viejo ocurrió unos seis meses antes de su muerte; y de una manera que no tiene explicación. Al menos, una explicación lógica, por lo que me da cierto pudor contarlo. Pero bueno, acá va: un día, durante una reunión laboral donde se fijó una fecha para concluir un trabajo, no bien se mencionó esa fecha, supe, sentí que ese día también iba a morir mi papá; y aunque a veces intenté restarle importancia al asunto, así fue nomás.
Cuando ese día llegó, no bien terminé de trabajar, fui corriendo a verlo, me senté junto a su cama, le tomé una mano y le dije que lo que hacía meses quería decirle y me venía guardando para no ponerme a llorar y angustiarlo: que, para mí, él era el mejor papá del mundo. Lo que me devolvió con una sonrisa, un "gracias, hijo" y un apretón de manos aún más fuerte.
Fue nuestra despedida porque al rato perdió la conciencia y horas después, murió.
Hoy, quince años después, cuando lo extraño, me gusta pensarlo como mi Ángel de la Guarda, como cuando me soñaba de chico y me protegía de cosas malas.
Con este recuerdo de él, también va un reconocimiento a todos los buenos padres, porque con viejos así habría hijos más felices, mejores familias, y el mundo sería mucho mejor.
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