Si nuestros padres fueron hijos de la guerra y nuestros hijos son millennials, qué nos define a los que nos bautizaron la Generación X.
Wikipedia dice que la Generación X es la que sucede a los baby boomers y la que precede a los millennials. Los años de nacimiento aproximados de sus integrantes van de principios y mediados de los 60 hasta los primeros 80. Intuitivamente y desde la Argentina, yo habría dicho algo parecido: mi generación es la que vivió en su infancia y adolescencia las postrimerías de la Guerra Fría y la que llegó a la vida adulta en democracia. Somos los hijos de los jóvenes de los años 60. Eso pudo parecer una desventaja al principio: nunca podríamos equiparar la intensidad soñadora de la juventud de nuestros padres. Nuestros ídolos (Nirvana o Prince, pongamos) parecían remedos carentes de la potencia fundadora de los Beatles, Elvis, Dylan o los Rolling Stones.
El término “generación X” empezó a usarse cuando teníamos cerca de 20 años, a partir del título de una novela hoy olvidada de Douglas Coupland. En la Argentina, una distribuidora tuvo la inteligencia de ponerle también ese título a la película Reality Bites, una narración de aprendizaje juvenil en la Seattle del grunge que instaló las caras de Winona Ryder, Ethan Hawke y Ben Stiller como íconos generacionales.
Nuestros padres, hijos de la guerra, volaron del nido en tiempos de euforia económica y de bipolaridad geopolítica, un esquema a la vez perturbador y tranquilizador en cuyos intersticios instalaron sus sueños problemáticos. Nosotros crecimos en un marco en el que el divorcio y la participación de las mujeres en el mercado de trabajo empezaban a cambiar las formas familiares. En América latina, las guerrillas urbanas y las dictaduras tensionaron incluso los hogares menos tocados por la violencia política; una música rara nos acunó.
La grandilocuencia de la juventud de nuestros padres fue un peso, y por eso en nuestros 20 se dijo que éramos apáticos y poco comprometidos. Si ellos se hicieron adultos en una economía transformada por los electrodomésticos, nosotros lo hicimos bajo las promesas de la autopista informática. Fuimos, lo sabemos ahora, los últimos miembros de la especie analógica, aunque el Logo y el Basic, la Texas Instruments 994A, la Commodore 64 y las primeras consolitas del Donkey Kong empezaron prepararnos para esta era de digitalización, hipercomunicación y trabajo a distancia.
Cuando llegó la hora de reproducirse, fuimos, los que lo fuimos, padres y madres quizás demasiado presentes y malcriadores, mientras que muchos otros llegaron a la maternidad y a la paternidad tardíamente; fuimos la generación que consolidó el divorcio y los hogares unipersonales en las ciudades. Mientras escribo, pienso: lo que estoy describiendo es la vida de cierto tipo de clases medias urbanas; hay muchas otras experiencias y descripciones distintas. Fuimos ciudadanos de la democracia argentina que no supo, no quiso o no pudo, y tuvimos nuestras crisis periódicas que amenazaron con desmantelarlo todo. La “crisis de valores” que implicaron los múltiples cambios de escenarios en las distintas esferas fue quizás una ganancia. A pesar de las grietas del presente, de la polarización histérica en las redes, los años de democracia, aún problemática e insuficiente, asentaron modos de resolución menos violentos que en otras épocas e incluso con mayor capacidad de reconocimiento del otro.
Educados por el largo hilo del rock y sus promesas contradictorias, somos héroes de la demora. Llegamos tarde a la maternidad/paternidad, a la militancia y a la adultez. Nos dimos libertades y pagamos su precio; nuestros dedos sostuvieron marihuana y mamaderas. Hicimos lo que pudimos con los mandatos; los años, como a todas las generaciones, también nos educaron.
Pregunté en Twitter cuáles eran las canciones emblemáticas de nuestra generación. Todos –marca de clase– respondieron con canciones de rock y de pop. Las más citadas: “Jijiji” de los Redondos y “Música ligera” de Soda, “Dancing Queen” de ABBA y “Smells Like Teen Spirit” de Nirvana, “Girls and Boys” de Blur y “Demoliendo hoteles” de Charly, “Billy Jean” de Michael Jackson y “Girls Just Want to Have Fun” de Cindy Lauper. La lista sigue, pero me gusta pensar en la dicotomía del rock y el pop como un esquema para la estructura de sentimientos de mi generación, como dos impulsos que conviven, oscuros y luminosos: el rock por un lado, paranoico, expansivo y existencial, y por el otro, el pop, gozoso, bailarín y despreocupado.