Los Canevari: el arte de pintar los paisajes argentinos en familia
La singular historia de un padre naturalista y su hijo artista que fusionan la naturaleza con personajes fantásticos
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¿Qué miraban? Entre cientos de fotografías, hay una que llama la atención: un señor de unos cuarenta y cinco años y un niño de nueve observan algo a través de sus binoculares. Sin más datos que un cielo despejado de fondo, la imagen fechada en 1993 exhibe la incómoda complicidad de quienes logran contemplar eso que uno no puede.
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“¡Papáaaaaaaaaa!”, se oía una noche pegajosa de verano en la selva misionera. Los que gritaban eran los Canevari. Mónica y sus hijos, Inés, Victoria, Marcelito y Miguel, estaban desesperados. Pedían que Marcelo, padre de los nenes y a quien de repente habían dejado de ver, regresara a la camioneta de la que había saltado tras avistar una serpiente de cascabel en el medio del camino. No siempre un naturalista tiene la oportunidad de captar con su cámara la expresión de un bicho así, aunque lo hubiera pensado dos veces si hubiese sabido que se desconectaría el reflector del guardaparques y la escena quedaría a oscuras. Por imprecisos minutos, el entorno se había teñido de un negro profundo. Cuando la luz volvió, frente a los ojos vidriosos de los chicos que esperaban en la caja de la pick-up, estaba Marcelo quieto, muy quieto: lamentablemente, sin la foto deseada; por fortuna, a salvo.
Veintiséis años después, otra víbora, ahora violeta y con una máscara de Bart Simpson, baja por el tronco de un árbol en dirección a una mujer disfrazada de zorro ártico. Ambas habitan la esquina de un universo extraño, junto a más de sesenta personajes, en una pintura de tres metros de superficie. Concebida por aquel entusiasta que podría haber muerto envenenado y por el ya adulto Marce, Las ofrendas (2018) fue el primer experimento plástico entre padre e hijo, o el inicio de un nuevo e impredecible viaje en familia.
Del territorio al papel
Segundo de diez hermanos e hijo de un pediatra pintor, Marcelo padre sintió interés por la ecología desde joven. En cierta medida, su crianza fue un estímulo. Animales insólitos, como un puercoespín arborícola o un zorrino silvestre, se escurrían por las habitaciones de su vivienda y oficiaban de compañeros de diversión. Al egresar del secundario, intuyó cuál era su lugar. Se acercó al Museo Argentino de Ciencias Naturales y pidió entrar como voluntario.
—Comencé en el sector de mantenimiento y de ingreso de colecciones. Me fui formando en la práctica y terminé trabajando dos décadas allí —dice, con setenta y dos años, quien luego concursó para ser director de Conservación de Áreas Protegidas de Parques Nacionales y, más tarde, estaría al mando de Interpretación y Extensión Ambiental de la misma entidad.
En 1977 se casó con Mónica, una bióloga a la que conoció en la Facultad de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de La Plata y con la que tuvo cuatro hijos. La infancia de Inés, Victoria, Marce y Miguel fue atípica. Si pudiese contabilizarse, se haría en kilómetros de ruta arriba de un Ford Falcon celeste. Motivada por la vocación y las obligaciones del naturalista, la familia recorrió el vasto mapa argentino de arriba abajo.
En el mueble azul del taller, ubicado en el altillo de la casa, los Canevari guardan sus fotos. Recortes de un pasado singular, las instantáneas dan pistas suficientes de las locaciones por las que transitaron. Pernoctes bajo paredones del valle del río Chubut o al borde de una pingüinera ruidosa; avistajes de carpinteros gigantes en el lengal santacruceño o de orcas patrullando sus presas en la Península Valdés; caminatas por la costa quebrada del canal de Beagle o sobre cangrejales en busca del infrecuente venado de las pampas; encuentros con huemules en el límite del bosque austral chileno o con zorritos grises entre fósiles de coníferas patagónicas; seguimientos de tropas de monos carayá en el monte chaqueño o de bandadas de pájaros playeros antes de migrar a sus comarcas de cría en el Ártico; fogones en la cabecera ventosa del lago Burmeister al reparo de los toritos, refugios estacionales y rudimentarios, o descensos en canoa por el río Iguazú. Menos volar al espacio, parece que hicieron todo.
—Por más que hubiera un destino, el objetivo principal no era llegar —afirma Marcelo, que se detenía a fotografiar con su teleobjetivo de 400 milímetros cada animal que cruzaban—. El camino era parte fundamental del viaje.
Sin planificación, al caer la noche armaban sus carpas en cualquier sitio. Durante sus andanzas, comían enlatados y alimentos fáciles de almacenar. El más fervoroso siempre fue Marce: cauquén que divisaba, excusa que hallaba para pedir frenar el vehículo. Podría haber presenciado el espectáculo en decenas de ocasiones, pero nunca perdía su asombro al ver el vuelo pesado y el plumaje barrado de estos gansos. Vivir de aventura en aventura resultaba un estímulo inusual para un niño nacido y educado en la capital del país. Sus cuadernos eran monotemáticos. Por imitación o por gusto, solo dibujaba animales: minúsculos, enormes, mamíferos, anfibios, reptiles. Silencioso y observador, un día maravilló a sus compañeros del jardín de infantes con una original escultura en el arenero: había intentado replicar el león en tamaño real que su padre les había hecho a él y a sus hermanos ese verano para que lo montasen en la playa.
Con el tiempo, los chicos crecieron y las expediciones disminuyeron. Inés se graduó de trabajadora social; Victoria, de psicóloga; y los varones se abocaron a la música y a dar clases en la Fundación Casa Rafael, en el marginado Barrio Chino de La Boca, donde enseña Inés. Sin embargo, la fascinación de Marce por la naturaleza no cesó y, estimulado por Marcelo, se topó con canales alternativos. Su sensibilidad artística, sumada a la noción acerca de la diversidad de especies y multiplicidad de escenas que coexistían fuera de la ciudad, allanó el terreno para que desde adolescente colaborara con su padre en la confección de láminas de fauna.
En el campo de la divulgación científica, el naturalista es un referente. Al primer “proyecto de guía” realizado a los trece años con su hermano Pablo como un juego, le siguieron encargos pioneros en el país. Uno de estos fue la Nueva guía de las aves argentinas (1991), una publicación señera que coordinó a pedido del museo y que concretó junto a cinco colegas prestigiosos, incluido el propio Pablo, también exponente de la conservación. Marce tenía enfrente, en efecto, a su maestro. Era habitual que el joven considerara concluido el dibujo, se lo llevara y luego debiera retomarlo casi de cero. Tiempo y entrenamiento; repetir, repetir, repetir. La precisión era clave. No había margen para alterar las proporciones, los patrones de coloración, el pelaje o la densidad de plumaje de un ejemplar. Justamente, la fidelidad debía superar a la fotografía, asemejarse al ideal anatómico y permitir su rápida identificación. Por esto, era imprescindible acceder a los cráneos y las pieles de estudio —animales embalsamados— que les facilitaba el museo, cuyas colecciones son únicas en la región.
—Para mí era formación y trabajo en simultáneo —recuerda Marce, quien asume que la exigencia de su progenitor iba en línea con la rigurosidad que demanda el estilo.
La labor en equipo fue un éxito: se afianzó y se materializó en posters, en guías de aves y de mamíferos latinoamericanos para países como Estados Unidos y hasta en figuras de animales en fibrofacil para centros de visitantes.
Una prueba a gran escala
Corría enero de 2017 y un ataque callejero al músico, seguido por una operación de urgencia, marcó un punto de quiebre. “Cuando el ambiente se seca, el pez se entierra y respira por los pulmones”, indica una de las guías zoológicas en referencia al pirá cururú, una especie adaptada a la sequía que nada en las aguas de movimiento lento de los ríos Amazonas, Paraguay y Paraná. El muchacho de aspecto introvertido lo venía meditando, pero aún no tomaba la decisión. El violento episodio actuó como disparador. Era momento de respirar de otra forma, de dejar atrás los encargos y de conformar su obra.
Admirador de los artistas Walton Ford, Marcel Dzama, Henry Darger, Aleksandra Waliszewska, Fermín Eguía y Mildred Burton, con treinta y dos años ya había absorbido el oficio y pulido la técnica. Ahora, ¿para qué ilustrar figuras hiperrealistas y recrear lo corriente si la plástica permitía narrar lo extraordinario? Hacia ese rumbo iban sus exploraciones con la gráfica de Julio y Agosto, la popular banda indie que cofundó en 2004 junto a su hermano Miguel y un amigo y para la cual sigue ilustrando. Incluso, en 2013 había invitado a su padre a gestar juntos el arte de tapa del álbum El ritmo de las cosas, donde condensaron varios elementos de la identidad del grupo en una composición barroca. Pero todo se reducía a un formato pequeño, sobre papel y con un fin específico. Para animarse, mucho tuvo que ver su novia, la artista Ornella Pocetti y con quien comparte la tenencia de Pepe, un galgo huesudo de pose elegante.
Llegó la propuesta. Vacacionaban en Claromecó y el otrora aprendiz sacó un boceto, se lo mostró a su padre y le ofreció producir una pintura entre los dos, por turnos y con pocas consignas, a modo de rizoma que tomaría indefinidamente un terreno. Y Marcelo aceptó. Solo bastaba comprar el lienzo y empezar a trabajar. Al volver de la costa, encargaron el bastidor en una librería de Sarmiento y Libertad y fueron a buscarlo. Medía dos metros de ancho por uno y medio de alto; sin el mismo peso, por suerte, era más voluminoso que un oso pardo. Sus dimensiones lo tornaban intransportable. En un auto no cabía; en el subte, les prohibieron el paso. Sesenta y nueve cuadras los separaban del taller emplazado en la vivienda de Palermo, las que caminaron bajo el picoso sol siestero del verano porteño sujetando la fastidiosa estructura.
Antes de largarse a la hazaña acrílica, marcaron las líneas generales, plantearon los estratos, bosquejaron los volúmenes y propusieron los personajes principales del festival pagano que imaginaba Marce. Acordado eso, se dividieron: de 7 a 14 pintaría uno; de 14 a 20 lo haría el otro.
—El proceso arrancó muy torpe. El contacto con el bastidor es distinto al del papel y me costó acomodarme —asegura el contrabajista—. Nunca había pintado sobre tela, menos en vertical. Ponía el acrílico y se me chorreaba.
Como Mónica usaba el taller, la obra rotaba por el jardín, por el antiguo cuarto de Marce o por el living según hubiese disponibilidad. Si bien la dinámica aparentaba fluir, tuvo tensiones.
—Marce un día se molestó por algo que cambié. Se lo dijo a Mónica y Mónica me lo dijo a mí —admite, con su hablar pausado y restándole dramatismo, Marcelo—. De pronto me entusiasmaba; y una vez que empezás a pintar y ponés un color, eso te modifica una cosa y tenés que seguir corrigiendo y armonizando el conjunto. No podés pintar un pedacito y olvidarte del resto.
El recuerdo del hijo es más duro:
—Estaba muy enojado. Era un universo fantástico y las pautas que regían en la ilustración habían dejado de existir. ¿Bajo qué criterio no funcionaba lo que me había tapado?
Con un rumbo apenas determinado, factor común de sus itinerarios, era improbable predecir lo que sucedería la jornada siguiente. En un ejercicio que demandaba ver por los ojos del otro, ambos se sorprendían al notar los avances de la obra, al advertir que no era la misma cuando la retomaban. En ese tránsito, Marce llegó a estar disconforme con lo que se iba configurando; el coautor era optimista. El experimento duró seis meses. Las piedras mutaron una y mil veces, aparecieron y desaparecieron figuras, se transformaron sus gestos, en el horizonte emergió un estero con pastizales amarillentos. Y padre e hijo sintieron que Las ofrendas estaba lista. El resultado, una fusión criolla y actualizada del holandés Pieter Brueghel con el film The Wicker Man (1973), fue un cuadro cargado de microescenas, con sujetos enmascarados y seres peculiares pululando en un claro de selva misionera, un territorio que los Canevari conocían lo suficiente.
A este desafío le siguió la factura a dúo de Diecisiete fantasmas (2018), Los últimos cerezos (2020), un mural de cincuenta metros cuadrados en el Centro Cultural Matienzo (2019) y la serie de libros Veo Veo, una colección de guías didácticas dedicada a los animales y las plantas del país, que será lanzada en el 2021. Aquel niño tímido que aprendió de su padre y que tiene presente el olor a óleo de la casona de su abuelo continuó su obra individual de tinte enigmático, con fábulas y relatos que transcurren bajo árboles y sobre arroyos, como en Nuestro último campamento (2018), El día que fuiste a la cueva (2018) y El silencio del río (2018); llevó adelante con Pocetti la particular muestra “Nuestras armas”, para la que compraron sesenta camafeos antiguos y construyeron un “cadáver exquisito” entre las pinturas que proponían uno y otro; e ilustró tapas de revistas de actualidad e interiores de libros especializados.
Meses después de finalizar Las ofrendas, un amigo de Marcelo la vio y sugirió que la enviaran al Salón Nacional de Artes Visuales. El actual vicepresidente de Aves Argentinas le contestó que sí, para salir del paso. Sin embargo, envalentonado, su compañero de travesía la presentó. Al culminar un trayecto sinuoso, ese ensayo conjunto que nadie había pedido y que tenía escasa razón de ser más que consumarse se alzó con el segundo premio del centenario certamen.
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Hondo conocedor del arte grecorromano, el arqueólogo e historiador iluminista Johann Joachim Winckelmann esgrimió en el siglo XVIII argumentos científicos sobre la influencia de la geografía, el clima y otras condiciones naturales y sociales en el devenir creativo.
—Uno pinta lo que vive —explica Marcelo—. No podríamos haber ideado un paisaje que no atravesamos o que jamás sentimos.
¿Qué miraban, entonces? No es osado suponer que en aquella foto, donde Canevari padre y Canevari hijo sostenían sus largavistas con firmeza, estaban espiando un ritual misterioso, con criaturas disfrazadas y bailes improvisados: un secreto familiar que contarían, en cuotas y mediante sus obras, recién dos décadas más tarde.
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